Osama, de Lavie Tidhar

Osama

Osama

Leyendo Osama me he acordado mucho de mi padre. No es que yo disfrutara de una infancia trepidante, reuniones clandestinas de señores barbudos en casa, el libro rojo de Mao escondido en la Biblia familiar, mudanzas repentinas a horas intempestivas, hombres de negro rondando por el colegio o la presencia de extrañas sustancias debajo del fregadero. Pensaba más bien en sus aficiones literarias. Se trataba de un fan fatal de, entre otros, Rice Burroughs, Tolkien, Vance, Verne, Spiderman y la Patrulla X (guionizara quien guionizara y dibujara quien dibujara). Yo, por aquella época, era un joven snob, peor que ahora y ya es decir, todavía más tonto y por tanto, más atrevido, que solía criticar cruelmente sus gustos cuando mi padre me devolvía un Ballard o un Clowes a medio leer, alegando que eran un rollo y que no entendía nada. Pues bien, puedo afirmar con rotundidad que, tras muchos años de lecturas, he alcanzado la lucidez lectora que poseía mi padre en la cincuentena pero con diez años de antelación; Osama es un rollo y no he entendido nada. Quién me lo iba a decir, que siempre he opinado que no es necesario entender una narración para disfrutarla y que para apreciar el buen cine hay que saber aburrirse. Ahora toca arrepentirme y tragarme mis palabras. ¡Qué amargura!

Dicho esto, bastaría con darle al botón publicar para que ustedes y yo pudiéramos seguir tranquilamente con nuestras vidas, pero hay una vocecilla en mi cabeza que no se calla; “las opiniones tienen que argumentarse, las opiniones tiene que argumentarse, ñiñiñiñiñiñiñi”.

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