La hija del predicador, de Juan Díaz Olmedo

La hija del predicadorEsta novela tiene una cosa buena por encima de cualquier otra: recupera a Juan Díaz Olmedo después de unos años fuera de circulación. Lo hace a través de un western que, cuando funciona, es sobre todo por su esperada inmersión en la fantasía oscura; cómo dota a la historia de frontera tradicional de unos brochazos imaginativos y un punto perverso. Si bien no me ha removido las entrañas de la misma manera que sus mejores historias de terror, imprime al relato de un color que me ha mantenido interesado hasta el final.

Un grupo de colonos busca un lugar donde asentarse en un escenario extremadamente árido. Nada bueno parece llevarles allí, más cuando tienen un guía como el reverendo Blackwood. Este excéntrico hombre de fe parece conducido por una pequeña araña que le susurra palabras al oído. Tras sobreponerse al hambre y la sed, y la visión continua de un paisaje yermo, se topan con un nativo que trata de disuadirles. Él sabe lo que lleva al reverendo hasta allí. Un mal cuya manifestación llegará veinte años más tarde, después de un conveniente salto temporal tras esta puesta en situación.

Cuando La hija del predicador se acerca al “simple” western funciona bien. Sin alardes, Díaz Olmedo maneja con soltura sus códigos y sabe atenerse al discurso que demanda lo que quiere contar. Un estilo lacónico donde las palabras se suceden siguiendo una métrica precisa; las oraciones cuentan acciones o describen situaciones que rara vez se acotan con más de dos detalles; los diálogos en general prescinden de los parlamentos y se mantienen apegados a la sequedad que requiere el lugar narrativo; y la secuencia de descripción, narración, conversación está adecuadamente rota con oraciones que puntean los momentos álgidos.

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Un apunte sobre Meridiano de sangre y la expansión hacia el oeste

Meridiano de sangre

Tuvieron que avanzar hacia el oeste. Así lo pareciera. Que fuera por fatalidad. El ir con mercenarios, ex soldados o fanáticos en cruentas batidas para ensanchar el territorio, para extender las fronteras y por tanto la dominación, pareciera cosa del destino. Pero ¿cómo se hizo? ¿Por qué esa expansión? ¿Qué argumentario se usó para justificar la aniquilación de los pueblos autóctonos y la posterior anexión de sus tierras?

Quizá tengamos una idea y una imagen juntando libros de dos autores a primera vista tan inconexos como Cormac McCarthy y Noam Chomsky.

Meridiano de sangre –estremecedora novela de los años ochenta tan bien pensada, tan bien escrita, tan atmosférica y tan gráfica a la vez, con personajes tan sobrecogedores que su presencia, apuntada a veces sólo con un par de palabras, modifica tu ánimo hasta pasado el tiempo de la lectura– explota en tus manos exacerbando todo lo que cabe en el largo espectro de la imaginación. Y es tan fascinante en su imaginario y tan intimidante en sus implicaciones y responsabilidades históricas que otorgarle el membrete de obra maestra parece casi un desdoro. Y si ahí tenemos, sobre todo, el imaginario de esa expansión hacia el oeste, en Estados fallidos. El abuso de poder y el ataque a la democracia, de Noam Chomsky, tenemos, entre otras cosas, la explicación de las motivaciones que llevaron a los blancos a expandir su voluntad anexionista y genocida, la demostración de que siempre se ha dado igual, y así, quizá, sumando lecturas, seguramente podamos encontrar también el común origen del que venimos todos.

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Vindicación y necesidad de Waterworld

Waterworld

Si te pones a rescatar los restos, los pocos restos aceptables de una película en general vapuleada, parece que quieras llamar la atención sobre ti mismo, y ser el extravagante reseñista que, señalado, ha sabido ver las delicias incomprendidas de una obra que nadie valora. En ese gesto de rescate está el riesgo de caer en una condescendencia intelectual, por así decir, o en que tus argumentos suenen a la más aburrida boutade. Pero si se trata de los restos de Waterworld, dirigida por Kevin Reynolds en 1995 y protagonizada por un chispeante Kevin Costner –película que fue un fracaso comercial y crítico de primer orden– esos riesgos pierden consistencia, y merece la pena sentarse un rato a espigar sus valores silenciados, valores que sorprenden por su vigencia y poder visual, y que se valen por sí mismos hasta el punto de no tener que ir con tanto cuidado a la hora de alabar la película.

No es que uno quiera acudir a esos restos para hacerse el interesante que ha sabido ver, como ya digo; es que realmente, vista hoy, Waterworld sí se puede considerar un título infravalorado, cruelmente defenestrado de las consideraciones habituales de las mejores películas de género de los años 90, y realmente contiene elementos suficientes como para ser considerada no sólo una digna película de ciencia ficción, sino una pieza de acción precursora de toda una ética, y una película concienciada con los problemas inminentes de hace veinte años, y que hoy, con esperable puntualidad, siguen aquí, agravados. Ese cambio climático, tan negado por algunos, imaginado en la película por el aumento del nivel del agua que provocaría la fusión de los polos norte y sur, queda como consecuencia visual de una humanidad que, fanatizada, no quiere ver los riesgos del progreso.

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The Long Tomorrow, de Leigh Brackett

The Long TomorrowAparte de Sigue el viento libre, de Leigh Brackett se pueden encontrar traducciones de La espada de Rhiannon, la trilogía de Skaith y algún otro título de su producción más pulp. Mientras, continúa inédita la que se considera su mejor novela de ciencia ficción, The Long Tomorrow, incluida en la colección SF Masterworks y finalista del premio Hugo en 1956; el año que lo ganó una de las obras más flojas de Robert Heinlein. Es necesario recordar, por delante de El fin de la eternidad, lo que atestigua la popularidad del autor de Tropas del espacio por aquel entonces. Y no tengo dudas en añadir que, además de la novela de Asimov, The Long Tomorrow también la supera en todos los aspectos narrativos salvo en esa fluidez (casi siempre) proverbial en Heinlein.

Esta impresión no es óbice para reconocer que leída con seis décadas a sus espaldas, entienda los motivos por los cuales The Long Tomorrow continúa (y continuará) inédita. Brackett construye un relato escaso de acción y repleto de descripciones de un mundo postholocausto nuclear primo hermano del oeste de las grandes praderas y ríos, a mitad de camino entre la historia de iniciación y el western moral (La gran prueba). Su ritmo pausado, el cuidado en el desarrollo del protagonista, su conexión con las ideas fuerza sobre las cuales se asienta el texto, la convierten en arsénico para el público de ciencia ficción contemporáneo, además de situarla en las antípodas de la producción por la cual un puñado de lectores todavía conocen (y aprecian) a Brackett en España. En su mayoría en las antípodas del mercado influencer “tengo un blog y mis notas en Goodreads empiezan en 4 estrellas”.

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Sarah Canary, de Karen Joy Fowler

Sarah CanaryLa colección SF Masterworks es un buen termómetro del estado actual del canon por anglosajonia. Mi idea de cómo ha ido su evolución en los últimos 25 años más allá de lo que se ha ido traduciendo es muy limitada, así que me tomo su selección de títulos como una medida de lo que para sus editores merece la oportunidad de figurar en las estanterías junto a Le Guin, Dick, Bester, Tiptree, Jr y el resto de grandes nombres. Una de esas obras semidesconocidas en España es Sarah Canary, la opera prima de Karen Joy Fowler, escritora con al menos otros dos títulos traducidos: El club de lectura Jane Austen y Fuera de quicio, finalista del Man Booker Prize de 2014. Cuenta con varios premios de ficción breve (Nebula, Shirley Jackson, World Fantasy), y fue, junto a Pat Murphy, impulsora del premio Tiptree, el galardón cuyo objetivo es traer la atención sobre textos que traten la cuestión de género.

Si tu acercamiento a Sarah Canary es más o menos como el mío (la has visto en una colección de ciencia ficción y buscas una lectura en este sentido), lo lógico es salir escaldado. Desde su cubierta trasera se revela como un cruce entre western moral e historia de costumbres sin apenas espacio para lo especulativo. En este terreno tan escasamente transitado, Fowler se cuida mucho de escribir una novela de frontera convencional. Aunque utiliza elementos claramente reconocibles, se aleja de los tropos habituales para dar voz a los oprimidos en los tiempos posteriores a la Guerra de Secesión de EE.UU. Las mujeres, los nativos americanos, los orientales ocupan la centralidad del relato y padecen, de múltiples maneras, el peso opresivo de la “civilización”.

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La constelación del perro, de Peter Heller

La constelación del perroBig Hig y Bangley viven en un aeródromo de Colorado. Han sobrevivido a una pandemia que ha diezmado a la humanidad hasta situarla al borde de la extinción. Los escasos supervivientes deambulan en busca de recursos y la mayor parte de las interacciones entre grupos es violenta. Bangley aporta al dúo su determinación y su destreza con las armas mientras que Hig vuela diariamente en su Cessna, rastreando la llegada de merodeadores; merodeadores que, si no atienden a las instrucciones de alejarse en otra dirección, son tratados como hostiles. Sin misericordia. La convivencia entre ambos es tensa; Bangley tiene una personalidad huraña propia de un hombre de la frontera y zahiere a Hig sobre su comportamiento, como si la civilización siguiera existiendo. Unos códigos que saltaron en pedazos con la televisión, los límites de velocidad y las colas de los supermercados. Hig aguanta porque sabe que su vida depende de la mutua colaboración y mantiene el asidero de Jasper, su avejentado perro, fuente de compañía y “calor” imposibles de encontrar en Bangley.

La constelación del perro, de Peter Heller, recoge el testimonio en primera persona de Hig. En pasado, desgrana sus días en el aeródromo, su convivencia con Bangley, su… rutina. Frente a otros libros que cuentan lo mismo, Heller sustenta su aportación en su narrador y cómo construye su relato. Ha pasado cerca de una década desde el fin del mundo y los años en soledad hacen mella. En el narración de Hig destaca su manera no lineal de evocar su vida. En mitad de las acciones que acomete se deslizan recuerdos de otros tiempos, relacionados o no con lo que está contando, que crean un flujo de conciencia dislocado, ideal a la hora de emular la memoria de alguien que llevan mucho tiempo encerrado en sí mismo, atenazado por las pérdidas sufridas, las decisiones tomadas y el peso de los recuerdos. Para redondear la redacción, Heller prescinde de cualquier acotación. Diálogos, descripciones, pensamientos… se suceden de forma continua, con un ritmo endiablado, y potencian la fractura del testimonio.

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