Pinceladas (II): Arthur C. Clarke, Philip K. Dick y el Nobel a Dylan

The City and The Stars¿Cómo? Pero ¿a qué te refieres cuando hablas del sentido de la maravilla? Muy sencillo. Imaginemos un universo muy posterior al de La máquina del tiempo, Star Wars, Dune, Fundación o al de la saga de Los señores de la Instrumentalidad. Imaginemos cómo sería la humanidad tantos miles de milenios después de esos futuros concebidos por la ciencia ficción más colorida. Imaginemos, ahora, cómo sería ese mismo universo millones de años, muchos millones de años después de esos miles de años que sucedieron a Star Wars y compañía. Pues bien, en un futuro aún más alejado que ese se sitúa La ciudad y las estrellasde Arthur C. Clarke. El imaginario de Star Wars sería el pasado remoto, desenfocado, de esta novela, como para nosotros lo son esas primitivas bacterias marinas que originaron la vida en la Tierra. Clarke ya escribió en 1953 El fin de la infancia, una de las novelas más tristes del siglo XX, con una invasión alienígena, muy a nuestro pesar, constructiva y necesaria. Muy a nuestro pesar, insisto. Y en Cánticos de la lejana Tierra describió el funeral más bonito que recuerde haber leído (sin que, todo hay que decirlo, recuerde haber leído muchos más), en los arrecifes de su amada Sri Lanka; un personaje asciende, incinerado, a las estrellas. Por segunda vez. De nuevo en La ciudad y las estrellas, y como ejemplo de lo que es, y lo que consigue, el sentido de la maravilla, los humanos alzan la vista y en el cielo nocturno ya no hay luna, la luna cayó hace tiempo pulverizada hacia la inexistencia. No a todos les gusta esa etiqueta, pero eso –eso tan sencillo– es el sentido de la maravilla: la incontenible fascinación que nos provoca lo extraño. Es un concepto delicado por lo que tiene, inevitablemente, de subjetivo, de relativo a los gustos de cada uno. En la Enciclopedia de ciencia ficción le dedican una entrada (sensata), que termina así: “el sentido de la maravilla es un fenómeno de la juventud, pero eso no lo convierte en menos real”. Antes de eso razonan por qué es, o se da, ese fenómeno entre los lectores más jóvenes, y es, dicen, porque se dejan encantar por lo vistoso sin saber ver que el contexto es torpe y poco literario. Yo creo que el sentido de la maravilla nos abstrae de nuestro entorno racional –encantándonos– y que devolvernos esa mirada alucinada de la infancia es, precisamente, uno de los mayores logros literarios del género. Este párrafo se puede escribir, como ejemplo de lo que es ese sentido de la maravilla de la ciencia ficción, con Clarke en mente, como acabo de hacer. También con todos los demás autores del género. (O casi todos).

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Apocalipsis, de Stephen King

ApocalipsisEn mi inconsciencia, cuando llevo cerca de una decena de libros de un autor pienso que lo tengo leído. ¡Miles de obras por delante de otros tantos escritores y un tiempo tan escaso! Sin embargo, cuando la carrera es particularmente prolífica como la de Stephen King, la exageración se hace todavía más evidente cuando confrontas su bibliografía con los títulos de los que has dado cuenta. Este era uno de los motivos detrás de mi interés en leer este verano Apocalipsis, la mejor época del año para afrontar tochacos de más de mil páginas. Quizás habría sido más inteligente leer otros dos o tres libros de King, acompañados de dos o tres de otros escritores, pero me habían hablado tan bien de él, y lo tenía tan metido en la nostalgia desde que me lo recomendara un compañero en 3º de BUP, que no podía faltar a la cita. Con 30 años de retraso… y manipulando al resto de contertulios de la TerSa para asignarlo como lectura para los meses de julio y agosto.

Apocalipsis puede considerarse la obra canónica sobre el fin del mundo por pandemia. King se sirve de una enfermedad letal creada en un laboratorio militar para mostrar primero, con plenitud de detalles, la diseminación del virus y la consiguiente aniquilación del 99,9% de la población mundial; y, después, la construcción de un nuevo tejido social con los restos de la humanidad. Una labor capitalizada por dos comunidades antagónicas levantadas en torno a sendas figuras que introducen los únicos elementos alejados de la ciencia ficción en Apocalipsis: una anciana extremadamente longeva que ejerce de encarnación del “bien” y una figura despiadada de origen incierto que actúa como manifestación del “mal”. Comunidades cuya construcción lleva media novela y cuya promesa de enfrentamiento parece llamada a dominar las últimas 200 páginas.

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Fracasando por placer (V): The Magazine of Fantasy & Science Fiction, octubre de 1987

Cabecera

Para los números de aniversario de F&SF, mi revista estadounidense favorita del género, el editor de turno solía guardar grandes nombres con los que adornar el sumario, pese a que fuera con contenidos de menor entidad. Aunque en esta ocasión estamos ante una celebración modesta (38) y en el índice hay más viejos conocidos para los ratones de revista como yo que auténticos titanes del género.

Las dos firmas principales son las de los columnistas fijos de la época. Isaac Asimov continuaba con su serie de artículos científicos, iniciada en 1958 y que se prolongaría sin falta durante casi 35 años y un total de 499 piezas. Son bien conocidos por la traducción de algunas recopilaciones de ellos en distintas editoriales, como Bruguera, Alianza o Plaza & Janés. El esquema es siempre el mismo: una anecdotilla personal da paso a la disquisición científica, cuya complejidad Asimov sabía dosificar de forma magistral. En este caso el ensayo trata de un tema fetiche de Asimov, el de la Luna, que le dio pie a dos de sus artículos más memorables: «La tragedia de la Luna» y «El triunfo de la Luna», los dos en el volumen de Alianza al que da título el primero. La excepcionalidad de la Luna como satélite (demasiado grande, demasiado alejado de su planeta) aparece en diferentes ocasiones en la obra de Asimov, incluyendo un rol muy protagónico en el desenlace de la serie Fundación. Aquí Asimov se centra en las teorías pasadas o del momento sobre el origen de la Luna.

El otro articulista estrella era Harlan Ellison, que salteó durante varios años una sección de cine titulada «Harlan Ellison’s Watching», en la que básicamente hacía lo mismo que yo aquí: con la excusa de comentar algo (en su caso, una película), escribía de lo que iba surgiendo. Excuso decir que él lo hacía con más gracia. Ellison era una personalidad de una relevancia extraordinaria, que nunca ha sido debidamente representada en la edición en castellano porque sobre todo publicó cuentos. Sí se tradujo la antología que reunió en 1967, Visiones peligrosas, que fue bandera de la renovación del género en la época y desde la perspectiva actual contiene tanto hitos memorables como flipadas importantes. También era un señor pequeño, raruno y machirulo, amante de resolver casi cualquier cosa en los tribunales, y que terminó haciendo cosas tan peregrinas como convertir su nombre en una marca registrada, lo que no facilita precisamente que lleguemos a ver más cosas suyas en español.

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La primera vez que vi un fantasma, de Solange Rodríguez Pappe

LaPrimeraVezQueViUnFantasmaIncluso aunque los cuentos recogidos en La primera vez que vi un fantasma pertenecieran a ese tipo de historias entretenidillas, pero familiares y trilladas, que te dejan con la sensación de haberlas oído antes en alguna parte, merecería la pena leer esta antología. Sí, así de bien escribe Solange Rodríguez Pappe (Ecuador, 1976). Su prosa tiene carácter y está dotada de una fuerza, una sutileza y una capacidad de evocación que la sitúan a medio camino entre la poesía y el puñetazo en la boca estómago. Pero, si el envase es excelente, el contenido no se queda, en este caso, atrás. Sus tramas te atrapan, juegan contigo, te mastican y te escupen para acabar dejándote, en la mayor parte de los casos, con el cuerpo del revés. O, por ir directamente al grano: La primera vez que vi un fantasma es una antología sobresaliente e inusual.

El libro está integrado por quince relatos, varios de los cuales no superan las dos páginas de extensión. Ni falta que les hace, gracias a la capacidad de su autora para hipnotizar al lector desde el primer párrafo y dotar de profundidad y voz propia a sus personajes con apenas un par de pinceladas. Aunque la mayor parte de sus historias tienen elementos que las podrían situar en el ámbito de la literatura de terror (también en el de la ciencia ficción, en el caso de un par de ellas), los cuentos de Rodríguez Pappe trascienden de alguna manera las fronteras del género, en el sentido de que no creo que el objetivo principal de sus narraciones sea causar inquietud, sino que esa sensación que provocan no es más que, por así decirlo, un efecto secundario del estilo de la autora. Salvo un par de relatos más “convencionales” (como “Un paseo de domingo”, una historia cortísima con aroma a Shirley Jackson ambientado en unos grandes almacenes, o “El atanudos”, un cuento confeccionado con escuadra y cartabón que recuerda al Stephen King de El umbral de la noche), el elemento terrorífico o perturbador es más bien atmosférico y a menudo (“Funeral doméstico”, “Conversación de los amantes”) incluso difícil de determinar con precisión.

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La feria de las tinieblas, de Ray Bradbury

Something wicked this way comes

Uno tiene que mantenerse borracho de escritura para que la realidad no lo destruya.

Ray Bradbury.

1932. Una feria ambulante ha llegado al pueblo. Por segundo día, Ray espera ver al Señor Eléctrico. Ha venido con la excusa de un truco de magia que le compró y que no funciona. Pero lo que realmente pretende es que el mago le aclare el significado del extraño imperativo que le lanzó durante la función: vive para siempre.

Bradbury refiere este episodio de su infancia en Zen en el arte de escribir, una colección de once ensayos breves sobre el oficio de escritor. Como todas las cosas que representan un giro argumental en nuestra vida, como todas esas escenas que se quedan grabadas en nuestra memoria con tinta indeleble, el encuentro con el mago supuso un antes y un después en la vida del joven Bradbury.

Vive para siempre. El Señor Eléctrico le explicó que había reconocido en él a la reencarnación de su mejor amigo, muerto en la batalla de las Ardenas, durante la I Guerra Mundial. Charló amigablemente con el muchacho, le hizo alguna que otra amable recomendación, y a partir de ahí, Bradbury empezó a escribir sin cesar. De hecho, escribía compulsivamente, cumpliendo un programa autoimpuesto en el que no podía faltar un solo día. Si no escribía, se volvía loco. Tenía que volver una y otra vez a beber de ese pozo aparentemente insondable e inacabable, cuyas raíces se hunden en el inconsciente.

Mil palabras diarias, como mínimo. Un cuento a la semana durante los próximos diez años. Una actividad que, andando el tiempo, conocería cierta notoriedad por internet. El llamado  Bradbury challenge consiste precisamente en eso, en escribir un cuento a la semana. La idea, en palabras del propio escritor, es sencilla: es imposible escribir 52 cuentos malos seguidos. Así, propone un acercamiento cuantitativo a la escritura que redundaría a largo plazo en una mejora cualitativa del oficio.

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NOS4A2, de Joe Hill

nos4a2NOS4A2 es una novela larga, muy larga, y concentra sus rasgos más atractivos durante su primer tercio, justo a la hora de definir a sus dos personajes guía: la antiheroína Vic McQueen y su némesis Charles Manx. Manx recorre el país en su Rolls Royce Espectro en busca de niños aquejados de algún tipo de problema con sus padres. Su objetivo es “liberarlos” para conducirlos hasta Christmasland, una dimensión paralela donde espera sean felices por toda la eternidad. A su vez, Vic dispone de una bicicleta gracias a la cual puede conjurar un puente que le permite desplazarse a cualquier punto del país. Un poder que no entiende, utiliza de manera esporádica para encontrar objetos perdidos, y le causa efectos secundarios en la forma de un malestar directamente proporcional a su tiempo al otro lado del puente.

Joe Hill echa a rodar su historia como un LP triple tocado a 25 revoluciones por minuto. Tras un prólogo situado en 2008 donde presenta a Manx, sostiene NOS4A2 sobre la historia de Vic con muuuuucha calma. Esto le permite abordar su logro más notable: el relato de cómo una niña inocente se topa y convive con lo extraño, su relación con unos padres en conflicto y cómo todo ello modela su carácter. Es durante esa construcción, mientras Hill teje su carácter y sus circunstancias, cuando comienza a percibirse una atmósfera desasosegante alrededor de la pérdida de la inocencia y cómo descarrilan los sueños cuya mayor manifestación es la vida de Vic, a la que vemos madurar y padecer las secuelas de su infancia y adolescencia hasta convertirse en madre.

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Los idiotas del horror

“En esta época de locos nos faltaban los idiotas del horror”, cantaba Battiato allá por 1981. Eran años de depresión económica y terrorismo rampante en media Europa, por lo que sí, cabía preguntarse qué clase de locura afectaba a quienes aún les quedaban ganas de crear o consumir ficción de horror. ¿O por el contrario se trataba de un impulso natural, una forma de catarsis, una estrategia de nuestra psique para hacer más soportables aquellos miedos reales?

Dice la leyenda que el auge del género de terror coincide habitualmente con momentos de profunda crisis social: el cine de la Universal en los años treinta, exorcistas y tiburones en los setenta, etc. Yo miro la lista completa de películas más taquilleras del género y la premisa no me acaba de cuadrar. Las excepciones son tan numerosas que hay que esforzarse de verdad para probar dicha correlación.

Además, yo no comparto demasiado esta teoría del horror como alivio por comparación, que más de una vez he discutido con mi amigo David Jasso y que queda perfectamente expresada en palabras de Ignacio Ramonet:

La película de miedo, con sus monstruos inhumanos, logra […] que la miseria resulte casi tolerable, soportable […]. El cine de terror canalizará la angustia y el extravío, procuará situarlos, dejar que estallen en alaridos de terror, para luego dominarlos gracias al inevitable happy end y a la comparación con la realidad que, aunque difícil, nunca resultará tan terrorífica como el nivel imaginario de esas películas filmadas.

Ignacio Ramonet, La golosina visual

La alusión al happy end me sugiere una clave: tal vez deberíamos distinguir aquí entre los términos de terror y horror. Tal como yo los entiendo, el primero se refiere a amenazas más o menos concretas y racionales a las que cabe vencer o de las que se puede escapar. El horror, sin embargo, apunta a un vértigo mucho más profundo e irracional y del que en definitiva no podemos escapar. Por eso los protagonistas de relato de horror genuino terminan inevitablemente locos o suicidados; una vez hemos conocido la terrible verdad, no cabe happy end. Una buena novela de horror, de hecho, debería ser capaz de seguir contaminando la mente y la vida del lector después de pasar la última página.

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22/11/63, de Stephen King

22/11/63El asesinato de JFK en Dallas, el 22 de Noviembre de 1963, es uno de los fulcros de la historia de EEUU del siglo pasado. Sobre el suceso se han escrito miles de libros, no ya desde el campo de la (supuesta) no-ficción. Novelistas como Don DeLillo (Libra) o James Elroy (América, Seis de los grandes) lo han utilizado como punto de partida o final para indagar en las causas, radiografiar algunos de sus participantes desde el mundo de la ficción o plasmar una visión de su país en los momentos previos a ese punto de inflexión. King, un adolescente en aquel momento, también lo ha convertido en el motivo central de esta novela. Un proyecto de larga gestación, prácticamente desde su inicio como escritor en la década de los 70. Sin embargo no pudo llevarlo a buen puerto hasta bien avanzado este siglo, cuando pudo dedicarle la ingente labor de documentación que demandaba.

La novela, larga, muy muy larga, arranca con un tutorial de 200 páginas durante las cuales su narrador, Jake Epping, se introduce con el lector en los entresijos del viaje en el tiempo tal y como King lo ha concebido. A través de un conocido, Epping descubre una pequeña grieta que le permite viajar a un día concreto de 1958: la madriguera de conejo. El regreso al presente mediante esa singularidad se realiza siempre dos minutos después de haber partido, cualquier materia transportada en ambos sentidos se conserva, iniciar un nuevo viaje a 1958 pone a cero los cambios introducidos en la anterior ocasión… El funcionamiento de la discontinuidad parece definido para eliminar cualquier posible paradoja. King no está interesado en contar una historia de viajes en el tiempo más.

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El hombre divergente, de Marc R. Soto

El hombre divergente

El hombre divergente

El hombre divergente es una colección de diez relatos obra de Marc R. Soto, mezclando inéditos y ya publicados. Son once, en realidad, si contamos la narración que los relaciona en forma de fix-up. La mayoría de ellos se podrían encuadrar dentro de los géneros de terror o de exploración psicológica del crimen. El autor es una de las nuevas figuras a seguir en lo que se refiere al relato corto de género fantástico, como atestigua la respetable cantidad de narraciones que ha conseguido colocar como ganadoras o finalistas de algún premio literario.

Elia Barceló, autora del prólogo, compara al autor con Stephen King. He de decir que siento un enorme respeto por la habilidad como contador de cuentos de King, a pesar de las críticas negativas que cosecha, a veces justificadas por los altibajos de calidad en su demasiado abultada producción y a veces motivadas simplemente por su popularidad. Por ese motivo acojo con total escepticismo cualquier comparación con él. Hay muchos que quisieran escribir como King –al menos cuando está en forma– y casi ninguno que lo consiga. No obstante, he de admitir que tras leer los relatos he llegado a comprender y compartir lo que dice Elia Barceló. King tiene una marcada habilidad para crear personajes cercanos al lector, que parecen verosímiles, que tienen preocupaciones y reacciones con las que podemos identificarnos. Ello motiva que realmente nos importe lo que sucede a sus protagonistas, con lo cual una historia de terror ya tiene mucho ganado, pues será fácil que nos involucremos en la misma. Algo de eso tiene también Soto. Sus personajes, por mucho que sean españoles en vez de naturales de Maine, parecen igualmente reales; es muy fácil para el lector identificarse con ellos y preocuparse por su suerte.

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Cell, de Stephen King

Cell

Cell

Antes de empezar este comentario, tengo que dejar claro que soy una rendida admiradora de Stephen King y he leído sobre un ochenta por ciento de su obra, para no exagerar. Cualquiera que le eche un vistazo a la bibliografía de King se dará cuenta de que es casi imposible asegurar que uno lo ha leído TODO, pero me estoy acercando a ello. Descubrí a King hace casi treinta años, por casualidad, como suelen suceder las cosas importantes, mucho antes de que fuera conocido en España, y la primera novela que cayó en mis manos —en inglés— fue Salem’s Lot. ¡Qué buen libro! ¡Qué tensión, qué dominio para dosificar la inquietud y el miedo del lector, qué excelente juego con su modelo, Drácula, de Bram Stoker!

A partir de ese momento, he sido una fiel lectora de King –salvo de sus obras de fantasía que, de alguna extraña manera, nunca han conseguido prenderme–, y la compra anual de la nueva novela ha sido siempre para mí una pequeña fiesta y una gran alegría: El resplandor, La zona muerta, Misery, It –¡qué gran historia! –. Sin embargo, con el paso de los años, ha habido novelas que no me han gustado en absoluto –Los tommyknockers, por ejemplo; Buick 8–, otras que no me han apasionado –Retrato de Rose Madder, El cazador de sueños– y otras que me han devuelto el King que más me gusta –La milla verde, la primera historia de Corazones en la Atlántida–.

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