Infestación, de Érica Couto-Ferreira

InfestaciónUna vez Valdemar aparcó su colección dedicada al ensayo, Intempestivas, ha quedado un hueco inmenso en el fantástico y el terror que otras editoriales trabajan por llenar. Entre las más activas está Dilatando Mentes. A través del sello Paraíso perdido llevan años explorando, sobre todo, el terror en la televisión el cine y la literatura con una serie de ensayos escritos en España. En C ya he dado cuenta de Torrance, de Daniel Pérez Navarro, y Soy lo que me persigue, de Ismael Martínez Biurrun y Carlos Pitillas. Y ahora entro en vereda con Infestación, la historia cultural de las casas encantadas escrita por Érica Couto-Ferreira. Couto-Ferreria es sobre todo conocida en el fandom a través del podcast Todo tranquilo en Dunwich, donde junto a José Luis Forte invita a descubrir novelas y relatos de literatura fantástica, de fantasía y terror clásicos y contemporáneos. En Infestación se adentra en un subgénero del terror muy arraigado desde una perspectiva que, obra a obra, alumbra y sustancia una clara evolución.

Como tantas otras veces, el subtítulo contribuye a definir el contenido. El libro propone una historia cultural de las casas encantadas, desde sus primeras manifestaciones en EE.UU. a través de Poe y Hawthorne hasta Shirley Jackson y sus dos novelas más conocidas: Siempre hemos vivido en el castillo y La maldición de Hill House. Aunque Couto-Ferreira establece la progresión desde la piedra fundacional de la literatura gótica, El castillo de Otranto, y la definición del edificio como lugar donde va a acontecer el drama del relato, es a través de “La caída de la casa Usher” y La casa de los siete tejados como realmente se inicia esta cartografía de las infestaciones con una secuencia clara en cada capítulo.

Primero, asienta unas bases claras de las claves sociales, políticas, culturales del tiempo en que fueron escritas las diferentes historias. Después aborda una elaboración pormenorizada de sus argumentos para que asienten en la mente del lector. Según plantea, estas historias discurren en un sentido que funciona como un viaje en el tiempo y una evolución. La que lleva desde un espacio físico, exterior a los personajes en las primeras historias, a uno plenamente subjetivo, en su interior, en las más próximas al presente.

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La primera vez que vi un fantasma, de Solange Rodríguez Pappe

LaPrimeraVezQueViUnFantasmaIncluso aunque los cuentos recogidos en La primera vez que vi un fantasma pertenecieran a ese tipo de historias entretenidillas, pero familiares y trilladas, que te dejan con la sensación de haberlas oído antes en alguna parte, merecería la pena leer esta antología. Sí, así de bien escribe Solange Rodríguez Pappe (Ecuador, 1976). Su prosa tiene carácter y está dotada de una fuerza, una sutileza y una capacidad de evocación que la sitúan a medio camino entre la poesía y el puñetazo en la boca estómago. Pero, si el envase es excelente, el contenido no se queda, en este caso, atrás. Sus tramas te atrapan, juegan contigo, te mastican y te escupen para acabar dejándote, en la mayor parte de los casos, con el cuerpo del revés. O, por ir directamente al grano: La primera vez que vi un fantasma es una antología sobresaliente e inusual.

El libro está integrado por quince relatos, varios de los cuales no superan las dos páginas de extensión. Ni falta que les hace, gracias a la capacidad de su autora para hipnotizar al lector desde el primer párrafo y dotar de profundidad y voz propia a sus personajes con apenas un par de pinceladas. Aunque la mayor parte de sus historias tienen elementos que las podrían situar en el ámbito de la literatura de terror (también en el de la ciencia ficción, en el caso de un par de ellas), los cuentos de Rodríguez Pappe trascienden de alguna manera las fronteras del género, en el sentido de que no creo que el objetivo principal de sus narraciones sea causar inquietud, sino que esa sensación que provocan no es más que, por así decirlo, un efecto secundario del estilo de la autora. Salvo un par de relatos más “convencionales” (como “Un paseo de domingo”, una historia cortísima con aroma a Shirley Jackson ambientado en unos grandes almacenes, o “El atanudos”, un cuento confeccionado con escuadra y cartabón que recuerda al Stephen King de El umbral de la noche), el elemento terrorífico o perturbador es más bien atmosférico y a menudo (“Funeral doméstico”, “Conversación de los amantes”) incluso difícil de determinar con precisión.

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Una cabeza llena de fantasmas, de Paul Tremblay

Confieso que cometí el error de ver El exorcista, la cinta seminal del subgénero de posesiones y familias amenazadas por entes diabólicos infernales, ya con veintimuchos y en plan listillo, así que he de reconocer que el relato de unos señores mayores fuertemente armados con rosarios, cruces, agua bendita y el Tubular Bells, enfrentándose a las gamberradas de un demonio que parecía un secundario de Desmadre a la americana o Los incorregibles albóndigas, no sólo no me impresionó demasiado, sino que además acabó por hacerme reír, convencido de que, muy probablemente, la película había sido generosamente financiada por el Vaticano. Visto ahora con la distancia y la serenidad de espíritu que da la vejez, es muy probable que la intención de William Friedkin fuese presentar de forma irónica el venerable relato que alimenta este subgénero; el de la autoridad divina y solar metiendo en vereda al impulso sexual femenino, libre y torrencial, que, sin la pertinente represión, amenazaría con sumir en el caos y la anarquía el orden social. Y es que si el género de terror anglosajón es, en general, y con excepciones, conservador en lo ideológico, este subgénero de posesiones, heredero moderno de la literatura gótica, es ya el epítome de los valores de la Iglesia y la reacción norteamericana; familias de bien amenazadas por demonios del averno que intentan subvertir el sagrado orden áureo familiar a base de tacos, gruñidos de death metal, chorreones de sangre menstrual y vómitos de colores. Algo que debió llamar la atención de Paul Tremblay,  a quien imagino lanzándose a escribir Una cabeza llena de fantasmas tras asistir a la popularidad de imitaciones aún más mojigatas de El exorcista, como El exorcismo de Emily Rose o las cosas de la factoría Wan, (mismamente, The Conjuring 2 debe ser una de las películas de terror más reaccionarias que he tenido el placer de ver recientemente). Pero, desgraciadamente, el resultado no está a la altura de las intenciones.

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La maldición de Hill House, de Shirley Jackson

La maldición de Hill HouseMerced a sus adaptaciones a la gran pantalla (Robert Wise, 1963; la manifiestamente olvidable de Jan de Bont, 1999), La maldición de Hill House pasa por ser la obra más conocida de Shirley Jackson. Y junto a La casa infernal forma la dupla regente en el trono de la gran novela de casa encantada contemporánea. Tal consideración se debe a cómo manejan una serie de elementos recurrentes en estas historias: el grupo de investigadores reunidos para experimentar los sucesos paranormales; la caracterización de cada personaje se enriquece al ritmo de los encuentros con esas manifestaciones; se profundiza en el conocimiento del pasado de la mansión y sus antiguos habitantes… Sin embargo, a diferencia de la novela de Matheson (y los delirios de la adaptación de de Bont), La maldición de Hill House destaca por sus excelentes retratos psicológicos y su deliberada ambigüedad.

Dentro del grupo de exploradores de lo extraño, la posición central la ocupa Eleanor “Nell” Vance. Una mujer que vivió durante su infancia un supuesto suceso paranormal y, tras pasar años enclaustrada al cuidado de su madre, es incapaz de valerse por sí misma, sojuzgada a la voluntad de su hermana y su cuñado. Aunque La maldición de Hill House está contada en tercera persona, el narrador de Shirley Jackson sigue a Nell en todo momento. Es a través de ese acercamiento subjetivo mediante el cual entramos en contacto con el resto de personajes y sus experiencias en la mansión. Esta perspectiva deliberadamente sesgada fuerza al lector a preguntarse sobre la interpretación de numerosos acontecimientos, conversaciones o las relaciones entre unos personajes perfilados con maestría.

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Siempre hemos vivido en el castillo, de Shirley Jackson

Siempre hemos vivido en el castilloComo soy un tipo gris y poco dado a la originalidad, uno de mis finales preferidos es el de Soy leyenda. En las últimas páginas de su novela más conocida Richard Matheson le daba la vuelta a la imagen del noble en su castillo, el depravado terror de sus súbditos, al mostrar a su protagonista como un residuo atávico reacio a dejar su ciudad en mano de sus legítimos herederos. El reaccionario derrotado por una sociedad nueva a pesar de sus denodados esfuerzos por evitarlo. En una de esas insólitas asociaciones que surgen durante cualquier lectura, recordé esa escena a las pocas páginas de haber comenzado Siempre hemos vivido en el castillo. Justo cuando Mary Katherine Blackwood (Merricat) sale a hacer unos recados por el pueblo situado en la zona rural de Nueva Inglaterra y se da de bruces con la extrañeza de sus vecinos. Es el bicho raro que despierta todo tipo de murmuraciones a su paso. En sí no es una respuesta que pille de improviso; la narración en primera persona por parte de Merricat ya había puesto sobre la mesa su peculiar manera de ver el mundo y la distancia entre ella y, se podría llegar a decir, el resto de la humanidad. Sin embargo durante ese paseo somos mucho más conscientes de la perplejidad con la que se observa a alguien que, a priori, quedó anclada en el pasado. Y de una hostilidad que amenaza con rebosar los límites dentro de los cuales se ha mantenido hasta el momento.

Merricat vive junto a su hermana Constance y su tío Julian en una casa señorial. Los tres son los restos de una familia diezmada unos años atrás durante una cena donde alguien puso cianuro en el azúcar. Apenas las dos hermanas se salvaron mientras Julian quedó postrado en una silla de ruedas. Constance se encarga de la actividad diaria de la casa. Julian redacta una y otra vez pasajes de sus memorias, atrapado por un pasado donde ya no distingue lo que ocurrió de lo que ha recreado a base de recontarse a sí mismo su historia. Merricat mantiene menos obligaciones: hace recados, pequeñas labores y se ve como el ángel protector de ambos. Sin haber asistido a la escuela, sin contacto con otros niños durante su infancia, ha desarrollado una visión del mundo singular. El pensamiento mágico domina su conducta y utiliza todo tipo de totems que sitúa en lugares “clave” con la misión de mantener las amenazas fuera de la casa. Ve como indeseable la presencia de cualquier persona ajena. Así que cuando su primo Charles llega hasta la casa, con unas intenciones entre turbias y aviesas, se ponen en marcha una serie de resortes con unas consecuencias sobrecogedoras.

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