…y por ello (…) le llamaron loco.
Herman Melville
Releyendo, así por azar, unas páginas sueltas de esa delicia inigualada que es el Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer de David Foster Wallace, me detuve, esta vez sí, en la mención que hace al capítulo 93 de Moby Dick, titulado “El náufrago”. Y ¿por qué ahora sí y en el momento de la lectura original no? Ni idea. Pero, intrigado, quise ver cómo describía Melville esa sensación de estar solo y perdido en alta mar, e imagino que, al haber leído ya, entero, el texto de Wallace, la gula por leer hasta el final se había atenuado (un poco, al menos), y así me pude permitir el lujo de parar y seguir por el camino que proponía, coqueta, la digresión de esa referencia.
Desandando el camino, pues, que va de Foster Wallace a Melville, releí el capítulo de Moby Dick, esta vez en inglés, y aparte de tener la sensación, cada vez más convincente, de estar ante un poema en prosa en lugar de ante una novela, vi que en las palabras melvilianas, en el imaginario que teje, estaba la definición de nuestro tan ondeado sentido de la maravilla.
Foster Wallace menciona el capítulo porque, de pequeño, solía “memorizar las informaciones acerca de siniestros causados por tiburones,” y, después de enumerar varios de esos casos, recuerda que, cuando descubrió, en la preadolescencia, la novela de Melville, terminó “escribiendo tres ejercicios distintos sobre el capítulo “El náufrago””. No intervienen los tiburones en este tramo de Moby Dick, a diferencia de en otros, pero entra dentro de esa categoría que califica de ‘siniestro’, y de ahí los deberes entregados. Que menudos deberes, supongo. ¡Como para corregirlos!