El reto lanzado por Stuart Turton en Las siete muertes de Evelyn Hardcastle no es baladí: entrar en una novela a lo Agatha Christie que suponga un impacto a estas alturas del siglo XXI. Del camino elegido, el empujón manierista posmoderno, sale bien parado una vez se aceptan dos normas esenciales desde sus primeras páginas. Uno, has de entregarte a las reglas del lugar que el desmemoriado narrador descubre sobre la marcha, sin importar cuándo (y, aviso, se desvelan detalles esenciales de funcionamiento del mundo hasta bien avanzada la extensión de la novela). Y dos, es importante dejarse mecer por los giros y contragiros de un argumento cuya forma de desarrollarse prima en ocasiones sobre el propio argumento en sí. Oponer resistencia a estas cuestiones te sitúa ante una historia interpretable como tramposa cuyo único leit motiv fuera la sorpresa por la sorpresa.
La misma forma que toma Las siete muertes de Evelyn Hardcastle, una persona amnésica que cuenta en presente lo que observa y vive, sin importar a quién o por qué, ya explicita el grado de compromiso de Stuart Turton con el relato de misterio. Más cuando, tras dormirse por primera vez, se descubre encarnado en otro cuerpo entre los huéspedes alojados en Blackheath, la mansión de la familia Hardcastle. Un nuevo punto de vista que le permite observar a al resto de personajes, participando de acciones ya conocidas o involucrados en otras paralelas, en una serie finita de saltos que extienden el conocimiento de todo lo que sucede, con un reto entre ceja y ceja: esclarecer el crimen que sucede al final de la jornada y termina con la muerte de la hija mayor de los dueños de Blackheath. Pese a los esfuerzos del narrador, de manera irreversible.