La exégesis de Philip K. Dick

Philip K Dick Exegesis

Pocas veces se habrá visto una autoindagación tan exhaustiva en la propia obra como la que lleva a cabo Philip K. Dick en su Exégesis. Es –además de autocrítica literaria de primer orden e introspección filosófica– una fascinante e ilustrativa inmersión en los elementos que espolearon su escritura –lo que está detrás de su ciencia ficción es la realidad tal como la veía, aprendemos, desnuda de todo artificio– y así leer este libro de libros es un viaje a su mente, a su entendimiento lúcido de la vida. Libro torrencial, digresivo, omniabarcador, totalizante, sabio y tan sumamente cargado de pensamiento, de creatividad, de puro genio y de vida, que cuesta encontrar un único cauce por el que empezar a describir estas experiencias de lectura. Y si las menciono en plural es porque todo en la Exégesis es plural; hasta el mundo físico que rodea a su autor esconde otro mundo físico que rodea a su autor que le envía mensajes para que lo descifre y lo redibuje en sus imaginarios de ciencia ficción.

Esta exégesis contiene reflexión y autoanálisis, crítica literaria, filosofía, epistolario, tramos autobiográficos, el habitual sentido del humor de Dick: todo el corpus escriturario del autor, exacerbado. Dick descubre, con las visiones que tuvo en febrero y marzo de 1974 –novelizadas en Valis–, que todo lo aprendido o todo lo que se le reveló en aquellos momentos estaba ya contenido, sutilmente y sin que fuera consciente de ello, en su obra anterior. Es decir: esas visiones vinieron a confirmar lo que en él ya era intuición. Le sirvieron para romper con la representación pactada y espuria de la realidad, esa que nos viene impuesta a todos, y para ver lo que había –hay– detrás, y ponerlo por escrito en sus visiones de ciencia ficción. Le sirvió para ver que llevaba toda la vida intuyendo esas realidades metafísicas. Una inteligencia fuera de lo común, la de Dick, y una valentía especial, la suya, para poner todo eso por escrito. Ver más allá de las apariencias, ver en la luz el tránsito de la luz, está al alcance de pocos, y hacerlo te puede abocar a la soledad y a la incomprensión.

A lo que más se parece una buena parte del océano de estas páginas es a la poesía de san Juan de la Cruz. Porque así como san Juan de la Cruz tuvo experiencias místicas y, para entenderlas y representarlas, acudió al lenguaje profano, desplazó unas pocas, pertinentes palabras del entorno que les era natural y las reubicó en una nueva realidad metafísica, y creó, así, una imaginería distinta que, de repente, contenía un potencial significante capaz de descifrar y eternizar por escrito lo que vio, así también tuvo Dick sus propias visiones metafísicas (con las que reafirmó su entendimiento esencial de la vida) y, para representarlas, acudió al profano entorno de callejones y dependientes y residuos al que asistimos en su narrativa, y desde ahí se atrevió a deshojar la realidad y decir su corazón con palabras también profanas que aludían a lo que trasciende a ese entorno urbano y sucio, con un revestimiento de ciencia ficción, es decir, de doble profanidad, y lo hizo sin la necesidad de la prestigiante piel de un lenguaje codificado y ya preconcebido como intrínsecamente legítimo. Así san Juan de la Cruz y Philip K. Dick vieron lo que hay más allá de las apariencias, reinventaron la profanidad para decir esa realidad metafísica, y, de paso, dignificaron lo que se consideraba indigno. Que es una de las formas de la revolución.

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Guía del usuario para el nuevo milenio, de J. G. Ballard

Guía del usuario para el nuevo milenioEn alguna ocasión me he preguntado si, leyendo una página de un libro, sería capaz de reconocer a su autor basándome en el estilo o su mirada a los temas tratados. Si más allá de las marcas argumentales y de trama, podría reconocer la personalidad de la escritura, esas características a las que aludimos los reseñistas y la mayoría de las ocasiones escondemos detrás de tres fórmulas generales. En mi caso, pecando de inmodestia, creo que sería capaz de reconocer la mayor parte de obras de J. G. Ballard. Además de tenerlo bastante leído, es de los pocos escritores del cual soy capaz de hacer ese ejercicio de síntesis estilística y temática. Aunque el Ballard de 1962 no es el mismo que el del año 2000, hay una serie de cuestiones que prefiguran sus inquietudes y visiones a la hora de escribir y terminaron configurando una literatura que, con mérito propio, se ha convertido en un calificativo (lo ballardiano) que trasciende una serie de iconos que también se sienten suyos. Y no hay nada como coger este libro para comprobarlo.

Guía del usuario para el nuevo milenio es el típico popurrí de artículos donde se arrejuntan textos de diarios (The Guardian), semanarios (Sunday Magazine) o revistas (New Statesman o New Worlds). Hay desde reseñas de biografías (Elvis, Marqués de Sade) ensayos o películas, columnas de opinión (las de New Worlds son imprescindibles) y notas autobiográficas; las más interesantes, cómo no, sobre su vida en Shepperton y su infancia en Shanghái​, paisajes que han prefigurado el obsesivo imaginario del autor. Esta reunión no se ha hecho de cualquier manera: David Pringle colaboró con el autor de El mundo sumergido y Rascacielos para imponer la estructura y el orden necesario para afinar la realimentación de los más más de 100 artículos que contiene. Y esa división funciona muy bien. Si hay algún tema que se hace bola, se pueden ojear los siguientes textos, más o menos relacionados, y prescindir de algunos hasta encontrar un nuevo tema y continuar desde ahí. Pero lo más destacable es cómo, independientemente de que esté escribiendo sobre Nancy Regan, la obra de William S. Burroughs, las pinturas de Salvador Dalí, la Coca-cola-colonización o una exposición de fotografía bélica, su mirada se impone sobre cualquier otra consideración como si estuviera ante un encargo tan personal como relatar un viaje que hizo en los 90 a Shanghái para reencontrarse con su niñez.

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Un prólogo a Dune de 2003

Siempre cuento que le debo a Frank Herbert dos cosas: el haberme enseñado a dejar libros por la mitad y el haberme permitido prologar un libro con decenas de miles de ejemplares de tirada. El primer hecho se produjo cuando yo tenía 20 años, porque recuerdo que compré Estrella flagelada cuando salió, en 1988, abriendo la colección que dirigió brevemente Domingo Santos para la editorial Destino. Ya había tenido malas experiencias con las dos primeras continuaciones de Dune y no había querido seguir con la cuarta (o quizá no la habían publicado aún en bolsillo), pero bueno, pensé, cosas que pasan, igual el tipo había alargado demasiado el tema. Era el momento de dar otra oportunidad si es que Santos (que en su calidad de ex director de Nueva Dimensión era para mí infalible) había confiado en esa novela para un primer número.

Pero no. La prosa de Herbert, que consigue combinar lo empalagoso de la mermelada de torrezno con la pretenciosidad de un meñique alzado tomando té, se dispuso a convertir mis vacaciones gallegas en un infierno. Empecé, literalmente, a padecer dolores de cabeza cada vez que intentaba continuar, pasada la página cien; nunca he sufrido un fenómeno de somatización similar. Pero la conclusión fue provechosa, al precipitar ese paso que todo lector debe dar en algún momento: no es necesario terminar todos los libros. Hay algunos que, simplemente, no es posible, bien por razones objetivas o subjetivas. Es indiferente: leer es una actividad solitaria y sólo cuenta una opinión para proseguirla.

He leído sin mayor provecho algún otro libro de Herbert (recuerdo alguno de los que publicó Nova como potable), pero básicamente me rendí con él. Sin embargo hete aquí, azares del destino, que en 2003 se pusieron en contacto conmigo desde El Mundo para pedirme el prólogo de una de esas ediciones populares que regalaban por entonces los periódicos. Iban a publicar Dune en dos tomos en la colección Las mejores novelas de la literatura contemporánea universal. En una serie de colecciones en las que había prólogos de Roberto Bolaño, José Hierro, José Antonio Marina, Manuel Vázquez Montalbán, Bernardo Atxaga, Soledad Puértolas, Andreu Martín o Guillermo Cabrera Infante, por limitar el namedroping sólo a gente a la que realmente he admirado, me pedían uno a mí. Para unos libros con una distribución prevista de decenas de miles de ejemplares.

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