El marciano, de Andy Weir, y Marte, según Drew Goddard y Ridley Scott

Marte

Recupero –adecentado para C–, un antiguo texto sobre la adaptación al cine de El marciano, de Andy Weir, aprovechando que se publica la traducción al castellano de Project Hail Mary, su nueva novela. Parafraseando al Rodrigo Fresán de El fondo del cielo, cuando matizaba que la suya no era una novela de ciencia ficción sino con ciencia ficción, podemos decir que Marte no es una historia sobre el planeta rojo, sobre sus características y potencialidades, sino ubicada en Marte. Nada más. De ciencia ficción tiene poco.

Es tanto el rigor, tanta la ciencia que desprenden las páginas de la novela, que lo imaginado no es un descabellado salto al vacío sino los siguientes pasos, muy documentados, de lo que la ciencia actual permitiría. Weir estudió la realidad de nuestro tiempo, el estado de las ciencias duras, llegó hasta el límite mismo de lo posible, y dio sólo un pasito más. Con eso y, sobre todo, con el sorprendente talento que tiene para la recreación literaria de la personalidad humana, consiguió una de las mejores novelas de ciencia ficción dura de lo que llevamos de siglo.

Artemisa, su siguiente novela (auténticamente soporífera), se centraba demasiado en los supuestos enigmas de una trama de contrabando y sabotaje, de corrupción y crímenes, que no acababa de funcionar: era aburrida y las páginas avanzaban sin gracia, salvo, otra vez, por la imantadora personalidad de su personaje principal, Jazz, que era carismática y chispeante. Weir dio un paso más en sus atrevimientos imaginativos, y así como en su ópera prima, como digo, se empapó de la última ciencia puntera y dio el siguiente paso lógico, autorizado por el conocimiento, respaldado por la empírica ciencia de sus estudios, para orquestar su situación de supervivencia en Marte, en Artemisa se atrevió a crear una sociedad lunar, dando así un buen salto imaginativo con respecto a la realidad contrastable.

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Future Noir. The Making of Blade Runner, de Paul M. Sammon

Future NoirNo recuerdo a qué tuitero le leí la primera referencia a Future Noir. Debió ser poco después del primer trailer de Blade Runner 2049, el festín visual con el que Denis Villenueve dividió a crítica y público en otoño de 2017, en una recepción prima hermana de la que tuvo la película original en 1982. El libro fue traducido allá en 2005 a partir de su primera edición y me da un poco de pena que volara por debajo de mi radar; no hay tema discutido una y mil veces sobre Blade Runner ausente de sus páginas, desde todas las personas que se interesaron por adaptar ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (¡Martin Scorsese!) a la razón de las diferentes versiones de su montaje, pasando por los grandes clásicos: ¿Es Deckard un replicante? ¿Quién escribió el soliloquio de Roy Batty? ¿Se comportó Harrison Ford como un mamón con Sean Young? ¿Qué hay detrás de las incongruencias del guión?

Periodista en Hollywood, Sammon estuvo involucrado en la cobertura de Blade Runner desde el inicio de la producción y cuenta con abundante documentación, desde ángulos en ocasiones sorprendentes caso del seguimiento del guión o del rodaje por Philip K. Dick antes de su prematura muerte, meses antes del estreno de la película. Ese marcaje, lejos de concluir tras el estreno, se ha extendido posteriormente, por ejemplo en el regreso a varios cines de EE.UU. de otro montaje a comienzos de los 90 o las reediciones del propio Future Noir, con nuevas entrevistas de seguimiento incluso a participantes con los que no había podido conversar. Este trabajo, acumulado y sistematizado, ha conducido a una tercera edición, la que actualmente se puede conseguir en inglés.

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No te esperes una mariposa. Sobre la serie B

Forbidden World

“Don’t expect a butterfly”. Esta frase tan contundente, tan bonita, no deja de ser una advertencia: la dice una de las tripulantes de la nave espacial en la película Forbidden World, de Allan Holzman, y se refiere al enigmático contenido de una crisálida –conocida por la tripulación como ‘Sujeto 20’– que tienen cuidadosamente guardada en una incubadora. No saben qué es. Tampoco saben cuándo nacerá lo que contiene. Por lo que puede llegar a ser, por su potencial maldad, la temen.

Si digo que la película está producida por Roger Corman muchos imaginarán el tipo de película que es. Alguien malintencionado dirá que es la versión cutre de Alien. Pero nada más lejos de la realidad. Sí, es una película de bajo presupuesto y, sí, como en la de Ridley Scott, hay un alienígena a bordo. Pero no es sólo eso.

Jorge Fernández Gonzalo ha escrito en su Filosofía zombi que “todo remake plantea un efecto deconstructor”, que el remake lo que hace es “establecer parámetros de diferencias, pautas de contraste, desvíos” y, sobre todo, que “comprende una reimaginación, no una reescritura”. Inevitablemente hemos acostumbrado nuestra mirada al cine de presupuesto, a los cánones de calidad que nos plantea, y hemos aceptado sus logros como lo único realmente válido. Por eso, cuando vemos Forbidden World hemos de reajustar la mirada, afinar nuestras expectativas para entender y asimilar plenamente la manera en que un clásico (en este caso Alien) se legitima como tal a través de unos códigos nuevos, a través de una reimaginación (caso de que la película sea sólo un remake), y centrarnos en esas pautas de contraste, en los desvíos creativos que la obra, en sí misma, contiene. O, simplemente, tenemos que afinar nuestras expectativas ante algo diferente, ante algo nuevo que se quiere alejar de lo convencional y del aburrimiento del buen gusto (del “buen gusto”). El monstruo es menos sofisticado que el de Scott, cierto, pero no por ello la película es peor, ni su capacidad metafórica es menor.

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Ready Player One, según Steven Spielberg

Ready Player OneEn la literatura reciente hay dos óperas primas que han sido adaptadas al cine por directores consagrados, con medios faraónicos: el primer caso es el de El marciano, de Andy Weir, con versión de Ridley Scott, y el segundo caso, más reciente, es la novela Ready Player One, de Ernest Cline, que acaba de llegar a nuestras salas de la mano, nada menos, que de Steven Spielberg. Eso debe ser el vértigo de un escritor.

El gancho particular de la novela de Weir era la magnética personalidad de su protagonista y el nivel de detalle con que recreaba –o creaba– el reto de la supervivencia en Marte; en la de Cline, el gancho particular no es el tejido distópico en que se desarrolla la historia, ni la personalidad del protagonista –más colorida en la novela que en la película–, sino la red de referencias que lo interconecta todo, que lo define todo, que le da sentido a todo. Se puede decir así: Ernest Cline ha hecho de la cultura popular la materia prima de sus novelas (lo mismo pasa con la reivindicable Armada, la novela que sigue a Ready Player One).

El ambiente distópico de la historia es un añadido más; hasta se podría decir que lo es sólo de pasada. Con sus trailers puestos uno encima del otro, el futuro imaginado es una excrecencia del nuestro. Wade Watts, el protagonista, malvive en uno de ellos con los restos infelices de su familia desestructurada, y asimila la realidad virtual como sustituto balsámico de la vida real. Es ahí donde es feliz. Esa es la doble clave de Ready Player One: los peligros del escapismo y el homenaje constante y desacomplejado a la cultura nerd, a la cultura pop de los 80 y 90, o, en otras, más certeras palabras, a la cultura. Punto. Sin adjetivos. La vida es gris en esta historia, en este vistazo rápido al futuro, pero al menos tenemos nuestros referentes, parecen decirnos. (Hasta el personaje que interpreta Mark Rylance aparece con un aire al Jimmy Page actual).

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El viaje de K en Blade Runner 2049

Blade Runner 2049

Dentro de la ciencia ficción, en los años ochenta, Blade Runner provocó un vasto incendio. Ni su director, Ridley Scott, ni el enrevesado Deckard, interpretado por un Harrison Ford con cara de pasmado, podían haber imaginado hasta dónde llegaría el fuego. El público del estreno la menospreció. Y de entre los que la vieron entonces, la mayoría la tildó de lenta, extraña, pesada, hueca, pomposa, confusa y aburrida. Pasaron unos años y se convirtió, gracias a las grabaciones domésticas de algún pase televisivo y a los videoclubes, en material de culto. Lo siguiente llegó una década después, con el pensamiento ordenado, la maleable memoria y la posverdad: todos la querían, todos la quisieron. La veneraron, en silencio, desde el mismo día que se estrenó. Amaron lo que se vio en cines, incluso los exteriores de The Shining añadidos para el amanerado final feliz. Apreciaron los sucesivos montajes del director, convertidos en carnaza para discusiones sobre cuál de ellos era el bueno. Adoraron la banda sonora de Vangelis, tanto la infumable versión recortada y manipulada de una tal New American Orchestra como la desmedida edición de coleccionista en 3 cedés del propio Vangelis, con la música original, material extra y material añadido al material extra que nunca apareció en la película. La cultura española, cómo no, también se dividió en dos bandos. A un lado, una pequeña resistencia que se entregó a ella, con nombres como José Luis Guarner, Guillermo Cabrera Infante, Rosa Montero o Fernando Savater. Al otro, una mayoría desmemoriada, la que se enamoró de Blade Runner después de despiojarla (operación de limpieza, todo hay que decirlo, llevada a cabo con parecido y divertido éxito cada vez que algo relacionado con lo fantástico adquiere respetabilidad para esta parte de la inteligencia española, ya sean novelas de Orwell o películas de Kubrick). No deja de resultar curioso que Blade Runner 2049 haya repetido algunos tics del estreno: poca afluencia de público y apelativos muy semejantes (aburrida, lenta, cargante, malograda, hueca, etecé). Ya veremos qué pasa con la película de Villeneuve dentro de un par de décadas, si repite o no el mismo camino, el que va del suplicio a la gloria. El comienzo ha sido bastante similar.

Para algunos, entre los que me cuento, Blade Runner 2049 ha resultado una experiencia fascinante. Las redes sociales, como es habitual, han servido para amplificar entusiasmos y menosprecios, con una potencia que nadie (no, tampoco Ridley Scott) podía haber previsto en los lejanos ochenta. Se me ocurren muchos temas de los que escribir. En un momento en el que se acumulan las reseñas agradecidas y las biliosas, las opiniones monolíticas y las razonadas, en el que para algunos aún sigue en el aire la pregunta sobre Deckard y otros montan duelos de pistoleros entre Vangelis y Walfisch/Zimmer, se me ha ocurrido centrar este artículo en el viaje que lleva a cabo el oficial K del departamento de policía de Los Ángeles para convertirse en Joe. ¿Por qué ese tema? Porque, creo, ahí está el corazón de la película.

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Astronautas, de Stanislaw Lem

AstronautasA finales de los años cuarenta, Stanislaw Lem se encontraba en un momento vital complicado. Por un lado, su novela, El hospital de la transfiguración, no recibía luz verde para ser publicada por culpa de una censura que le exigía continuos cambios, y, por el otro, no se decidía a presentar su tesis de licenciatura en medicina para no acabar destinado como recluta forzoso en una guarnición militar de provincias. Así que los problemas económicos acuciaban a un atribulado Lem. Pero haciendo caso a una sugerencia de un amigo del Consejo de Escritores decide pergeñar a toda velocidad una novela de ciencia ficción, escrita con todas las concesiones posibles para pasar la censura sin problemas y que, inesperadamente, cosecharía un enorme éxito que salvaría la carrera y casi la vida de Lem; Astronautas, la novela que Impedimenta, embarcada en la sagrada misión de traducir y publicar todo Lem en castellano, ha lanzado recientemente en una cuidadísima e impecable edición.

Tal y como las circunstancias en las que fue concebida, escrita y publicada sugieren, Astronautas es una novela que ni de lejos alcanza el nivel de las posteriores obras de Lem, es más, a ratos resulta bastante ladrillo por diversas razones. Pero antes de entrar en materia cerremos rápidamente el trámite de contarles el argumento. En un futuro lejano en el que el mundo ha abrazado el socialismo y la humanidad ha derrotado a la peste, la guerra y el hambre, una sonda extraterrestre se estrella en Tunguska. En su interior los científicos descubren un aparatito que ha estado monitorizando a los seres humanos con aviesas intenciones y se determina que su origen es el planeta Venus. Así que como es mejor prevenir que curar, se envía a Venus la nave interplanetaria Cosmócrator tripulada por una expedición de científicos que determinarán el alcance y la dimensión de la amenaza venusiana y harán algo al respecto (si pueden).

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Sobre la precuela de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, de Philip K. Dick

Do Androids Dream of Electric Sheep?Encontré referencias hace unos pocos días al hecho de que ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, la célebre novela de Philip K. Dick en la que se basa Blade Runner, está parcialmente inspirada en un relato previo del autor. Se llama “La cajita negra”, está en el último tomo de los relatos completos de Dick y es un cuento verdaderamente interesante, que junto con “La fe de nuestros padres” prefigura los temas obsesivos de la última década de vida del californiano.

Los profesionales de las revistas populares estadounidenses de la época, en todos los géneros, acostumbraban a reciclar sus ideas para crear con ellas distintos contenidos. El proceso más habitual era—y lo sigue siendo hasta hoy— el de utilizar material empleado previamente en relatos para revistas, o bien prolongar esos mismos cuentos. Raymond Chandler, en el territorio de la novela policiaca, utilizó esta técnica con frecuencia, aunque luego retiró de cualquier antología posterior los relatos que habían sido, usando su propia expresión, “canibalizados”. Más tarde se han reeditado, en la línea de recuperar todo el material de un escritor que tampoco tiene tanta obra publicada.

Dick empleaba este recurso también en numerosas ocasiones. El caso más obvio es el de “Su cita será ayer”, un relato claramente superior a su prolongación, El mundo contra reloj, que quizá sea su peor novela (al menos de las publicadas). Un caso opuesto bien conocido lo encontramos en “Los días de Perky Pat”, afortunada génesis de Los tres estigmas de Palmer Eldritch.

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