Hace unas semanas, César Mallorquí ganó el premio nacional de literatura infantil y juvenil con La isla de Bowen. Según el jurado, “un canto a la aventura y homenaje a la literatura clásica, escrita con pasión, amenidad, humor e inteligencia”. Cuesta no dar la razón a tal elogio, incluido al uso del calificativo clásico, en demasiadas ocasiones utilizado para enmascarar una obra apolillada, vetusta, antigua. La isla de Bowen surge del amor a una literatura de otra época, cuando todavía quedaban territorios inexplorados sobre nuestro planeta, los escritores contaban con abundante terreno para sorprender y los lectores eran más impresionables.
En un texto escrito a raíz del premio, el propio Mallorquí relata la génesis de La isla de Bowen y cómo buscó recuperar con ella el espíritu de la novela de aventuras a caballo de los siglos XIX y XX. Es fácil encontrar en sus páginas el hálito de las grandes obras de Verne, London, Stevenson o Wells, el cine de Richard Fleisher (Los Vikingos, 20000 Leguas de viaje submarino) o La isla del fin del mundo (basada en la novela The Lost Ones, de Ian Cameron), con la que comparte pequeñas similitudes. Sin limitarse a ser una mera imitación, utilizando con ingenio múltiples recursos ya inventados, sin caer en vicios que deslucen hoy algunas de ellas (me costaría encontrar una novela de Verne en la que no pasase páginas y más páginas leyendo en diagonal).