La mujer que caía, de Pat Murphy

La mujer que caíaPat Murphy cuenta con dos novelas traducidas. La menos conocida, La ciudad, poco después (EDAF), ya fue rescatada por Alfonso García en el Clásico o polvoriento hace tres años. La otra debiera tener más nombre; se hizo con el premio Nebula de 1987 por delante de títulos y autores entonces más afamados (Gene Wolfe, David Brin), y fue publicada en una editorial con mayor visibilidad, Ediciones B. Sin embargo, su condición de novela de fantasía contemporánea, unido al inexorable paso del tiempo y que su autora no terminara de ratificar las buenas sensaciones de ambos títulos, hizo que cayera en un olvido del que no ha sido rescatado. Y es una pena. Nos encontramos ante una narración bien urdida, de esas que no te cambia la vida ni todas esas chorradas manidas propias de un blurb cantamañanas, pero deja satisfecho. Además lo consigue desde una serie de temas actuales cuya aceptación por los escritores de la SFWA de hace 35 años demuestra unas sensibilidades que suelen ponerse en entredicho con demasiada alegría.

La mujer que caía relata el reencuentro entre una madre y su hija después de tres lustros. Tras la muerte de su padre, Diane viaja hasta la excavación en la península del Yucatán donde trabaja su madre, Elizabeth. Allí se ponen de manifiesto los diferentes traumas larvados en su relación. Los de Diane son más previsibles; fundamentalmente el abandono materno cuando apenas era una niña y la incomprensión ante el tiempo transcurrido sin contacto. Los de Elizabeth resultan menos evidentes y se exponen a medida que Murphy, a machacamartillo, los revela en una serie de capítulos que dejan al aire su largo camino hasta convertirse en una experta en la cultura Maya. Unos son bastante comunes y entroncan con cómo una multitud de madres sacrifican sus carreras profesionales para verse atrapadas en una crianza que no deseaban. Otros tienen que ver con la faceta sobrenatural del argumento: su poder para observar a su alrededor personas del pasado. Una serie de espectros íntimamente relacionados con los suyos.

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Sistemas críticos, de Martha Wells

Sistemas críticosEra inevitable que tras la relevancia ganada por la fantasía heroica a finales de los 70 en las listas de ventas, las dimensiones de las novelas de space opera aumentaran en un peso similar. Esta carrera por ganar tamaño y/o dar origen a series llegó a poner en cuestión la posibilidad de reencontrarse con obras tan moderadas en su extensión y repletas de enjundia como (por citar un único autor) Nova, Babel-17 o La balada de beta-2. En los últimos años, con el auge del formato digital en EE.UU., una novela más breve ha recuperado una cierta importancia y ha contribuido a redistribuir los pesos de la narración. Levemente. Historias más de interacción entre los personajes, más “cercanas” a un paladar contemporáneo y, desde luego, más comedidas. La máxima expresión se encuentra en la serie de Matabot, de Martha Wells, que comenzara en 2017 con Sistemas críticos. Ganadora de los premios Hugo y Nebula a la mejor novela corta, y el Ignotus al mejor cuento extranjero.

Matabot es un androide con fobia social que, de manera fortuita, cuenta con libre albedrío. Y da fe que le encantaría ejercerlo a la manera de muchos de nosotros: mandar al cuerno a sus clientes, conectarse a su servicio de streaming y ponerse a ver películas y series de televisión. Sin embargo, en público no puede disfrutar de esa libertad por miedo a que se la arrebaten. En Sistemas críticos, primera entrega autoconclusiva de una serie, Matabot ha sido empleado como agente de seguridad de una expedición en un planeta inexplorado. Impuesto por la aseguradora, en las primeras páginas salva la vida de varios científicos del ataque de una criatura y padece una serie de daños de los que debe recuperarse. Esta situación, uno de los gags recurrentes, le permite a Wells plantear con eficacia el contexto y el tono de la narración. Un escenario con un peso mínimo y una interacción con los miembros de la expedición convertida en la salsa de la novela: ver la feria desde un personaje inseguro y pelín neurótico que debe mantener un perfil bajo para salvaguardar su secreto. Una opción imposible cuando la amenaza sobre todos es de muerte segura.

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La parábola de los talentos, de Octavia E. Butler

La parábola de los talentosLa parábola del sembrador (1993) terminaba con un ligero soplo de esperanza para Lauren Olamina y para los que la habían acompañado en su viaje. Tras no pocas adversidades, al fin han encontrado un lugar más o menos seguro en el que asentarse y Semilla Terrestre, el credo concebido por Olamina, ha dado su primer paso. La parábola de los talentos (1998) nos sitúa cinco años después cuando la comunidad ha prosperado lo suficiente y es capaz de autoabastecerse. Sin embargo, el mundo a su alrededor no vive tiempos mejores. Los asaltos, los robos y la intolerancia de grupos de cristianos que se creen los salvadores del caos, ponen en riesgo el precario bienestar. El peligro se encarna en el senador Jarred: arrastra un pasado de fanatismo y lanza proclamas como «Ayudadnos a hacer que América vuelva a ser grande», que hoy en día suenan tan familiares. Este individuo de ideas reaccionarias, que fuera pastor baptista antes que político, tiene todas las papeletas para convertirse en el nuevo presidente de EE.UU.

En la primera parte de la novela Octavia Butler reincide en los horrores expuestos en La parábola del sembrador y ahonda en la desgracia y en la iniquidad que padecen sus protagonistas. Por momentos parece sacada de un episodio de The Walking Dead sin zombis. En medio de esta anarquía cada cual se busca la vida como puede e intenta protegerse de los ataques de los okupas y de los cada vez más frecuentes asaltos organizados por América Cristiana. Se trata ésta de una organización semejante al Ku Klux Klan incluso en sus símbolos, que, si no alentada por Jarred, es tolerada por el que podría ser el futuro mandatario de la nación. En estas circunstancias de calma previa a una tormenta y de desconfianza en los demás sobreviven Olamina y los suyos con el temor a ser asaltados en cualquier momento.

La diferencia con respecto a la primera novela de la serie es sobre todo formal. La parábola de los talentos no está constituida como sucedía en el libro anterior únicamente por los diarios de Olamina; Butler nos proporciona también los puntos de vista de otros personajes como el de Bankole, el marido de Olamina, no siempre conforme con las decisiones de su mujer. Pero más que nada es la presencia constante de su hija Larkin apostillando y juzgando las palabras de su madre lo que marca la diferencia. Los diarios han sido recopilados por ella y cada capítulo viene precedido de una introducción en la que ésta deja claro su escepticismo ante lo que considera la secta de su madre. Es como si la autora quisiera mitigar el tono apologético, que se vislumbra como uno de los aspectos más polémicos de la novela, dotándola de paso de un mayor dinamismo.

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Homo Plus, de Frederik Pohl

Homo PlusCon siete premios Hugo (incluyendo los que obtuvo como editor), tres Nebula (incluido el de Grand Master) y dos premios John W. Campbell, Frederik Pohl es uno de los autores más laureados de la historia de la ciencia ficción. Pocos pueden presumir de lo mismo. Hasta un asteroide, Pohl (12284), lleva su nombre a instancias de David Brin. Quién se lo iba decir al joven Frederik de 18 años cuando aún militaba en las juventudes comunistas en una época y en un país como EE.UU en el que los comunistas ya eran mirados con recelo por el gobierno federal hasta el punto de ser vigilados por el FBI.

Homo Plus (1976) supuso su regreso triunfal a la novela tras diez años dedicado a la edición dirigiendo revistas como If o Galaxy. Bajo el sello Bantam Books se atrevió a publicar novelas tan controvertidas como Dalhgren (1975), de Samuel R. Delany, o El hombre hembra (1975), de Joanna Russ, que otros habían rechazado antes. Homo Plus supuso su primer Nebula, que volvería a conseguir al año siguiente gracias a Pórtico (1977), su libro más exitoso, por el que además del Nebula ganaría todos los premios habidos y por a haber del género: el Hugo, el Locus y el John W. Campbell. Este retorno tardío es aún más meritorio si consideramos que Pohl estaba acercándose a una edad nada desdeñable como son los sesenta en la que la imaginación de muchos escritores suele dar síntomas de decaimiento. Sin embargo, Pohl encadenó un éxito tras otro y continuaría escribiendo hasta el final de su vida en 2013. Sesenta años antes de su muerte había escrito en colaboración con su amigo Cyril M. Kornbluth uno de los clásicos indiscutibles de la ciencia ficción: Mercaderes del espacio (1953). Aunque sólo hubiera escrito estas tres novelas que he mencionado, Pohl merecería ser recordado por todos los aficionados al género. Por suerte para nosotros, escribió muchas más, quizás no tan memorables pero la mayoría resueltas con gran solvencia y más de una, además de sus libros de relatos, merecerían ser rescatados del olvido.

Homo Plus nos sitúa en un futuro convulso, en un momento crítico de gran inestabilidad  mundial que recuerda al presente que vivimos. Es cierto que muchas de las conjeturas que Pohl realiza no se han cumplido. Por ejemplo, el mundo, salvo Suecia, Israel y Norteamérica, no se ha convertido en una dictadura colectiva, ni tampoco las guerras parecen asolar Latinoamérica. Sin embargo, sí vivimos bajo el miedo a padecer en cualquier momento un atentado terrorista. Lo de menos es que el peligro proceda de nacionalistas galos en lugar de Al Qaeda. En el futuro imaginado por Pohl se producen otros sucesos que muy bien podrían estar ocurriendo en nuestro presente: incendios colosales en California imposibles de apagar, una epidemia de viruela que diezma la población de la India, una gripe que afecta gran parte del mundo y prolongadas sequías que transforman los lagos en eriales. Y al igual que sucede ahora occidente se siente amenazado por una China poderosa que puede quebrar la frágil paz. A primera vista las circunstancias no difieren, grosso modo, de la situación actual.

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Neuromante, de William Gibson

NeuromanteTuvo que ser difícil enfrentarse a Blade Runner. Esa estética decadente, ese urbanismo opresor, la velocidad de todo, la convivencia con replicantes en la ciudad, toda la mecanización de la vida que se veía en la película condicionó a un joven William Gibson a reescribir la historia que tenía en mente. O, más que la historia, el imaginario. Porque Gibson, con Neuromante, no tuvo una idea sino una imagen. Y tuvo que alejarse del diseño de producción de Blade Runner para erigir su propia concepción del futuro, de lo que les esperaba en los ochenta si seguían como siguieron. De nuevo como en sus cuentos, Gibson supo ver las inercias humanas latentes y les puso imaginario.

Hay dos títulos de los años ochenta –Menos que cero y Neuromante– que tienen un estatus parecido de clásicos instantáneos de su tiempo. Si han resistido el paso de las décadas es ya otro tema. En ambas se ve esa alienación hiperurbana, la violencia que define nuestras vidas. La de Bret Easton Ellis llegó, diría, un poco más lejos en sus logros que la de Gibson, porque además de una imagen social contaba con un ritmo trepidante, pero Neuromante consolidó una estética en verdad perturbadora, que no es poco.

Sabemos que Gibson es capaz de articular un buen puñado de piezas maestras breves; pero en Neuromante, como he sugerido, la trama es confusa y simplona, lo que tampoco es raro ni invalidante: el valor de la novela no está en lo que narra. La novela es más una estética que una historia, la consolidación definitiva y para siempre de la estética ciberpunk. Ya vimos en el propio Gibson antecedentes del imaginario urbano, ya le vimos escribiendo sobre tráfico de información, sobre ciborgs y sobre una alienación social que era la excrecencia de la tecnología mal enfocada. Pero la clave de Neuromante está en la fusión de realidades y en algunas descripciones. No tengo muy claro que haya resistido el paso del tiempo (como sí creo que lo hace Menos que cero o, por citar otra novela ochentera de ciencia ficción, Pensad en Flebas, que no se le parece ni por asomo), pero ¿por qué no?

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To the Dark Star, The Collected Stories of Robert Silverberg 1962-69

To the Dark StarA finales de los 50 Robert Silverberg estuvo alejado de la ciencia ficción cinco años. Entre 1958 y 1962 reemplazó los ingresos de la publicación de relatos de este género con la escritura de todo tipo de artículos y ficciones para revistas de diverso pelaje, desde el esoterismo a la literatura erótica, hasta llegar al campo de la divulgación histórica donde comenzó a abrirse camino como autor de libros en 1962. A pesar de este alejamiento, continuó vinculado a la ciencia ficción con la publicación del remanente de cuentos escritos entre 1957 y 1958 y a través de su relación con varios autores y editores. Uno de ellos, Frederik Pohl, fue quien le alentó para regresar a la ciencia ficción desde una concepción diferente a la que le había caracterizado en los años anteriores: reorientar su esfuerzo de cantidad hacia el cuidado en la escritura y lograr unas historias más memorables que cambiaran la percepción que se había labrado como mercenario de la palabra. En junio de 1962 escribió “To See The Invisible Man” / “Para ver al hombre invisible”, y algo hizo click.

Leído con casi sesenta años a sus espaldas, “Para ver al hombre invisible” continúa siendo un pequeño hito. Por esa armonía de la ciencia ficción como literatura de ideas cuando se acompasan la concepción y la ejecución, y por lo paradigmático de su escritura: anticipa el camino que haría de Silverberg una de las figuras fundamentales del género. Esa inspiración en una historia clásica, una frase de “La lotería de Babilonia” que habla de la invisibilidad social durante un período de tiempo, una luna en el relato de Borges, un año en el de Silverberg; una faceta emocional en la base del novum: la condena al ostracismo por una incapacidad para manifestar emociones; una escritura generalmente en primera persona orientada a transmitir la subjetividad y los sentimientos de la experiencia, vivida como una montaña rusa, aquí desde la exaltación de los primeros momentos para pasar a la depresión y la soledad extrema de quien se siente aislado en un entorno densamente poblado; y una extensión certera, que lleva a “To See The Invisible Man” a sus últimas consecuencias sin emplear una línea de más.

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La única criatura enorme e inofensiva, de Brooke Bolander

La única criatura enorme e inofensivaUn prólogo es un arma de doble filo. Bien enfocado, pone al lector en sintonía con la obra; mal planteado puede socavar el trabajo del escritor, sobre todo si expone con demasiado detalle ciertas claves. Así, el prólogo pasaría a ser más efectivo si se transformara en un epílogo, una tipología absolutamente diferente que acepta mucho mejor ese tipo de enfoque. En esa explosión de prólogos que vivimos en la publicación de fantasía, ciencia ficción y terror en España, donde raro es el libro que no cuenta ya con uno, empieza a ser bastante común encontrar textos de un nivel cuestionable o, cuanto menos, mal situados. Postfacios convertidos en presentaciones que demuelen parte de la gracia de una historia. Esto es lo que un poco me ha pasado con este relato largo ganador del Nebula y el Locus en 2018.

La única criatura enorme e inofensiva entreteje dos hechos: los últimos días de la elefanta Topsy, la primera víctima de la silla eléctrica en EE.UU., electrocutada en 1903 en Luna Park; y el drama de las chicas del radio, mujeres obligadas a trabajar con este elemento radiactivo durante las postrimerías de la Primera Guerra Mundial sin conocer las consecuencias para sus cuerpos. Brooke Bolander remodela estas historias de abusos que terminaron de manera horrible y las acopla para hacerlas coincidir en el tiempo. Así, convierte a varias mujeres en maestra de la elefanta y varias congéneres que, por su elevada resistencia a la radiación, se van a convertir en su reemplazo. Este salto de fe que apenas se trabaja y ha de tomarse tal y como viene, le permite a Bolander enfatizar una serie cuestiones aledañas, caso de los excesos en la experimentación con animales, una sororidad sin limitaciones y el cuestionamiento de los límites de la ética personal a la hora de extender una situación de abuso conocida.

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Hija de sangre y otros relatos, de Octavia E. Butler

Hija de sangre y otros relatosAfrontar la antología de textos breves de una autora conocida ante todo por sus novelas siempre provoca preguntas. A pesar de haber ganado importantes premios con sus relatos, en nuestro país la carrera de Octavia E. Butler es recordada por los libros de Xenogénesis en Ultramar y más recientemente por la publicación de Parentesco. Pero una de las nuevas editoriales que han surgido recientemente, la bilbaína consonni, ha decidido añadir Hija de sangre y otros relatos a su interesante catálogo. Este breve volumen de 200 páginas reúne siete relatos y dos ensayos que buscan mostrar una imagen general de la obra breve de Butler y, una vez asimilados en su totalidad, se podrían sacar una serie de conclusiones con las que empezaremos, en orden contrario al habitual en las reseñas.

Lo primero a apuntar es que Hija de sangre y otros relatos contiene un valor más histórico que literario, sin que esto desmerezca al libro. Gracias a esta recopilación es posible formarse una idea de los temas que inquietaban a la autora, entender cuáles eran sus obsesiones o su mecánica de trabajo. Además, a cada relato le sigue un breve epílogo donde explica las motivaciones que empujaron a su escritura.

Existe una clara diferencia de calidad entre los dos primeros relatos y el resto. El que da título a la antología ganó los premios Hugo, Nebula y Locus, aspecto que ya avisa sobre su calidad. Luego, “La tarde, la mañana y la noche” también es una obra muy interesante, pero con el resto no se logra tanto esplendor, a pesar de haber otro relato premiado, por lo que queda cierta sensación de descompensación.

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Fracasando por placer (IX): Isaac Asimov’s Science Fiction Magazine, abril de 1987

Asimov's April 1987 Logo

Puede parecer que como he tardado en comentar aquí algún número de Asimov’s sería una revista que me cae peor que otras, pero no es cierto en absoluto. De hecho la etapa 1985-1995 de Asimov’s, más o menos, me parece una era de esplendor y gloria en la que los buenos cuentos se suceden uno tras otro, Sterling le disputa la primacía de cada número a Robinson o Willis, Dozois dirige y elige con precisión y un Asimov entrañablemente decrépito, ya sabiéndose muy cercano al final, ejerce de bondadoso patriarca ante un escenario que en realidad no entiende, pero mira con tolerancia y generosidad.

La cuestión es que en realidad he leído ya buena parte de los números de esa etapa, por un lado, y por otro es que leerse uno de ellos me resulta tan fatigoso como afrontar un tomaco de Peter Hamilton. El maquetador/a de Asimov’s, Dios le tenga en su gloria, es un individuo/a que siempre ha primado la cantidad sobre el buen gusto o la legibilidad de sus páginas, y mete letras y letras como si la densidad le fuera en el sueldo. En particular con el último cambio a bimestral de la revista, que ahora te llega cada dos meses y te dura tres. Te vas con un número de la actual Asimov’s a un refugio de montaña en diciembre, con un jamón y cinco kilos de leche en polvo, y te puede dar casi marzo sin mayores necesidades, aunque lamentablemente la calidad de esa etapa que menciono no sea la misma de los contenidos actuales. Y aquí no entro en que la cf de hoy sea peor, que de todo hay, sino que el protagonismo de la revista no es el mismo en el global del género, porque entonces cortaba el bacalao con suficiencia.

Pero este número que vengo a comentar ha tardado mucho tiempo en llegar a mis manos porque es el décimo aniversario de la revista. Esto sólo significa que otra gente buscó este número, que en sí no tiene mucho de especial; lejos del esmero con el que Fantasy & Science Fiction trata estas efemérides, este es un ejemplar bastante corrientucho, sensiblemente inferior a los muy potentes volúmenes dobles del mes de noviembre que Asimov’s se gastaba en esa época.

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Serpiente de sueño, de Vonda N. McIntyre

Serpiente del sueñoEs curioso cómo una cubierta puede echarte para atrás, sobre todo cuando eres adolescente. Recuerdo haber tenido en mis manos Serpiente del sueño hace 30 años, observar la ilustración de Óscar Chichoni y asociar su título a alguna historia donde un androide recorría garitos en una ciudad alienígena al mando de su banda de rock sinfónico. Quizá hoy le daría la vuelta para leer el texto de cubierta trasera y me quitaría los prejuicios, pero cuando tienes 15 tacos y no has abandonado la etapa “dame la última de Card/Herbert” te llevas Los creadores de dios o Maestro cantor antes que el libro del robot guitarrero. Años más tarde puedes regresar a él con más información, pero ya estás en otro momento y la suma de premios se ha convertido en un disuasor más que en un atractivo. Gafapastismo en vena.

Desde luego, la elección de las ilustraciones de Chichoni en los 80 por parte de Nova Ciencia Ficción compite en torpezas con las de Luis Royo para Gran Super Ficción, y entre todas esta se lleva la palma. Detrás de su imagen, Serpiente de sueño se descubre como una narración relativamente clásica que redefine un post-holocausto nuclear con elevadas dosis de optimismo y empatía. Una combinación nada común que se apoya sobre una protagonista esencial para esta concepción. Serpiente viaja por un lugar claramente reconocible, un yermo donde una serie de comunidades están en proceso de reconstruir la civilización, junto a sus tres serpientes. Gracias a ellas atiende, cura, vacuna, alivia el dolor a las personas que encuentra. La diversidad cultural de cada tribu entra en conflicto y se realimenta con la de la propia Serpiente y el gremio al cual representa. Ya desde el mismo inicio la necesidad de su labor choca con el miedo hacia sus utensilios de trabajo, mientras su falta de experiencia o la ignorancia de sus pacientes dificultan su competencia como sanadora.

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