El bosque oscuro, de Cixin Liu

El bosque oscuroCixin Liu demuestra ambición en esta continuación de El problema de los tres cuerpos. Manteniéndose dentro del territorio esbozado, acierta a tocar nuevas teclas y amplía un marco temporal que ya no se extiende sólo al futuro cercano; llega a introducir un salto de 200 años necesario para encuadrar una nueva escala de distancias y tiempos. Asimismo, entre las diferentes tramas ideadas para hacer progresar el conflicto, aprecio la construcción de un subtexto que conecta significativamente las acciones de los personajes. También, una parte de estos esfuerzos se estrellan bien contra las limitaciones de Cixin como escritor, bien contra los excesos ya presentes en el anterior libro, ambos acrecentados por las más de 150 páginas que El bosque oscuro suma a la extensión.

La escena con la que se inicia la novela es elocuente en cuanto a enmarcar la pericia de Cixin Liu para el discurso poético. Una hormiga asciende por un paisaje liso y plagado de surcos. Mientras se desplaza por esa superficie, una lápida donde se encuentra grabado un nombre que es medio capaz de reconocer, asiste a la conversación de dos seres humanos y se convierte en testigo del nacimiento de un área de pensamiento, la sociología cósmica, esencial para el argumento. El pasaje tiene su sentido al enlazar con la equiparación de la humanidad como un grupo de insectos con la que terminaba El problema de los tres cuerpos. Además bosqueja un hecho fundamental para el desenlace de la presente novela. Pero por mucha evocación que pueda verse, la imagen choca con lo ridículo de convertir en testigo con una cierta comprensión a un ser incapaz de discernir el pensamiento humano.

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El último teorema, de Arthur C. Clarke y Frederik Pohl

El último teoremaEs curioso cómo ciertos autores de ciencia ficción, en el otoño de sus carreras, han vuelto su mirada hacia el juvenil. Tipos de 60 años o más escribiendo aventuras espaciales con protagonistas en plena edad del pavo orientadas fundamentalmente a lectores en formación. De las que he podido leer, quien mejor parado salió fue ese verso suelto llamado John Varley. Con Trueno rojo homenajeó las historias juveniles de Heinlein con un grupo de chavales y el sabio misántropo de turno salvando desde la iniciativa privada a unos EEUU a punto de perder la carrera espacial a Marte; el sueño húmedo de cualquier seguidor de FOX News aficionado a la ciencia ficción. Su éxito habla por sí solo: en EEUU acaba de publicarse su cuarta entrega. En la esquina contraria pondría a Joe Haldeman y su Rumbo a Marte. El inicio de una trilogía de nuevo con pretensiones Heinleinianas sobre la que ya me despaché en Prospectiva; en parte por caer en moldes narrativos tan viejos para los lectores neófitos como endebles para los más experimentados.

No creo que un autor tenga que tener veintipocos años para escribir una buena novela juvenil. Pero si va a situar como vehículo de su historia a jóvenes actuales o de un futuro cercano, es obligado un esfuerzo para lograr unos personajes que, demasiadas veces, terminan como una visión idealizada de la juventud… de hace tres o cuatro décadas. Lo menos. Este, uno de los problemas clásicos de una parte de las novelas destinadas a los programas escolares y que tiene a Gonzalo Moure como máximo exponenete, es uno de los males que aqueja a este El último teorema. Casi diría que el menor de una obra que he sido incapaz de terminar.

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