Los empleados, de Olga Ravn

Los empleados, de Olga RavnQué ganas tenía de echarle el guante a Los empleados, de la escritora danesa Olga Ravn. Qué prometedor es el argumento con el que la editorial (ni más ni menos que Anagrama, esa que nunca defrauda) nos tienta en la contraportada: «extraños sucesos» empiezan a ocurrir en una nave espacial después de que ciertos «objetos» encontrados en un planeta inexplorado sean subidos a bordo y causen efectos inesperados en los humanos, nacidos y fabricados, que integran la tripulación. Al comprador indeciso se le deja caer, además, que el texto es «una reflexión sobre el sistema de trabajo, la explotación laboral, el control, las relaciones sociales y los roles sexuales». O sea: crítica social, marchamo de calidad y un punto de partida quizá no demasiado original, pero sin duda intrigante. ¿A quién no le va a gustar un imperio romano del siglo primero?

Ravn escribe muy bien: conjura imágenes de una fuerza tremenda (oh, esas pesadillas tripofóbicas) y es capaz como pocos de evocar experiencias sensoriales (gusto, tacto, olfato) a través de las palabras. Los empleados, sin embargo, ha resultado ser una decepción, quizá porque la danesa (a quien la pequeña biografía de la solapa presenta como «poeta y novelista», así por este orden) tiene mejor mano con la lírica que con la narración de historias. Yo solo sé que la novela se me caía de las manos por su vaguedad argumental y la ausencia de personajes, especialmente durante el primer tramo (más adelante la cosa mejorará ligeramente hasta desembocar en un lánguido final), y si pude llegar a terminarla sin excesivo esfuerzo fue —la longitud reducida también ayudó— gracias a su prosa suculenta y fascinante.

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El emisario, de Yoko Tawada

El emisarioEntre las innumerables contradicciones dentro del consumo cultural, una de las más llamativas está asociada a las diferentes manifestaciones de la ciencia ficción japonesa. Es innegable la influencia del manga y el animé en occidente desde mediados de los años 80. Hay una multitud de tebeos, películas, novelas que no se pueden concebir sin esa base, en multitud de casos vinculada a una interpretación en clave occidental de una serie de personajes, escenarios, tratamientos impresos a fuego en el ADN de la narración. Sin embargo, cuando nos movemos al campo de la literatura de ciencia ficción creada en Japón el desinterés es manifiesto. Más allá de un escritor mitificado como Murakami o ejemplos contados en colecciones creadas específicamente para el circuito otaku, cuesta encontrar títulos que hayan llegado a sellos de cualquier tipo y, además, hayan contado con una cierta visibilidad.

El emisario pasa por ser la segunda novela de Yoko Tawada publicada por Anagrama, y su temática entra de lleno en la literatura prospectiva que Fernando Ángel Moreno y Julián Díez definieron hace quince años. En un argumento próximo al apocalipsis suave, trata la inmensa mayoría de temas que atenazan a la sociedad japonesa y siembran dudas sobre su futuro. La natalidad hundida, las tensiones generacionales, el nacionalismo, el arraigo de las costumbres y el auge de la anticiencia copan la descripción de un país que, más allá de las marcas culturales, puede funcionar como cámara de resonancia para las preocupaciones de nuestra sociedad europea. Sus protagonistas, Mumei y Yoshiro, bisnieto y bisabuelo respectivamente, forman una unidad familiar de lo más habitual en este Japón a unos años vista. Las nuevas generaciones están aquejadas de cuestiones de salud que hacen imprescindible el cuidado por parte de unos mayores que, además, deben paliar las dificultades de progenitores para encargarse de esta tarea.

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Klara y el Sol, de Kazuo Ishiguro

Klara y el solEn una entrevista a raíz de El gigante enterrado, Kazuo Ishiguro reconocía su tendencia a escribir el mismo libro una y otra vez. Apenas he leído la mitad de sus novelas pero encuentro entre ellas tantas conexiones que me cuesta no darle la razón. De hecho su obra más reciente, Klara y el Sol, abunda en una mirada y una serie de temas inevitablemente ligados no ya a Nunca me abandones. Es fácil encontrar concomitancias con Los restos del día o, incluso, con la fantasía medieval de El gigante enterrado. En las ideas que aborda, en la aproximación a estas a través de su narrador, en la creación de su voz y su tono, y, sobremanera, en el estado que te puede dejar cuando la lectura se prolonga más allá de la última página. Aunque en Klara y el Sol todos estos efectos se sienten atenuados, mitigados por el proceso en el que parece volcarse más tiempo en la concepción de su obra: la elección de su narradora.

Klara es una Amiga Artificial, una ginoide con una inteligencia ideada para servir de compañera a niños o adolescentes. En la primera parte del libro la vemos sometida a las rutinas de la tienda donde aguarda su venta; básicamente ocupar distintas posiciones según las necesidades del vendedor. Mientras ocupa el escaparate se entrega a la observación de la calle. En primera persona, detiene su mirada sobre estampas ordinarias (el gran edificio que domina el paisaje e interactúa con el sol; el tráfico…) y extraordinarias (situaciones y gestos de las personas que atraviesan su campo de visión), y elabora su percepción de la realidad, limitada por los escasos conocimientos sobre las actividades humanas. Estas páginas suponen la inmersión en los ojos de ese narrador que, por su manera de percibir nuestra cotidianidad, necesita de una interpretación. Pero no es esta otredad la que complica tanto el conocimiento de ese futuro cercano y de los detalles específicos de la familia a la cual servirá; es su papel de acompañante de Josie, su dueña. Cuando es adquirida, su entorno queda reducido a los espacios donde está la adolescente y su información del contexto restringida a lo que pueda ver o escuchar en conversaciones llenas de referencias veladas, sobrentendidos, generalmente crípticas hasta que, por acumulación o un diálogo expreso, las sospechas cristalizan.

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El cromosoma Calcuta, de Amitav Ghosh

El cromosoma CalcultaComo si de una muñeca rusa se tratara, hay muchos “cromosomas Calcuta” dentro de El cromosoma Calcuta, la novela de Amitav Ghosh publicada en 1995 y que en España fue editada por Anagrama (hoy está descatalogada, según indica la editorial en su página web). La historia gira en torno al descubrimiento, en la Calcuta de 1897, del mecanismo de transmisión de la malaria a cargo del oficial británico Ronald Ross, un científico inconstante y de vocación tardía cuyas investigaciones, pese a todo, acabaron batiendo a las de expertos a priori mejor preparados y más dedicados y experimentados que él. Su trabajo, que le valió el premio Nobel en 1902, es, pues, el núcleo de esta novela que comienza siendo una suerte de thriller médico futurista para ir evolucionando poco a poco hacia algo más oscuro y, si se quiere, trascendental.

Ghosh propone una intrincada trama en la que, por razones que se irán desvelando (hasta cierto punto) a lo largo de la novela, el descubrimiento de Ross no se debió completamente a méritos propios, sino que sus avances fueron dirigidos por personas que se encargaron de encauzar sus investigaciones en la dirección correcta.

El libro se desarrolla en tres momentos históricos distintos. En un futuro próximo (no muy alejado cronológicamente de nuestra época actual) Antar, un egipcio afincado en Nueva York, trata de averiguar qué fue de Murugan, un experto en la figura de Ronald Ross a quien conoció superficialmente unos años atrás y que se esfumó sin dejar rastro en Calcuta en 1995. En ese mismo año se sitúa la segunda pata de la narración, la que permite al lector acompañar a Murugan durante las horas previas a su desaparición. Por último (a través, fundamentalmente, del relato de Murugan), el lector es transportado también a la India colonial de finales del siglo XIX para conocer detalles acerca de Ross y la manera en la que se desarrollaron sus investigaciones con mosquitos. Las transiciones entre personajes y épocas son constantes y se entrelazan con una naturalidad brillante y sorprendente.

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Su cuerpo y otras fiestas, de Carmen Maria Machado

Su cuerpo y otras fiestasLa notoriedad lograda por Carmen Maria Machado gracias a esta, su primera colección de relatos, no es el único motivo detrás del interés de Anagrama por traducirla dentro de Panorama de narrativas. La naturaleza de cada cuento, cómo lo fantástico amplifica amenazas de lo más contemporáneas y detalles concretos de la relación de las mujeres con sus cuerpos y con el universo masculino, sitúan a Su cuerpo y otras fiestas como uno de esos libros imprescindibles para tomar el pulso a la actualidad. Siempre que uno se deje seducir por una visión y un compromiso firmes, un discurso mucho más sinuoso y una serie de narradoras moldeadas por experiencias traumáticas.

Ya la secuencia en la que se encuentran las historias en el libro indica que nada se ha dejado al azar. De hecho, las dos primeras pueden llevar a una falsa impresión si se toman como la medida de Su cuerpo y otras fiestas. Ambas comienzan a levantar el lugar donde se van a posicionar el resto de cuentos. No obstante se acercan a sus temas centrales de manera más directa, con sus elementos fantásticos establecidos con una claridad compartida por su simbología. Apenas hay rastros del carácter enigmático o la ligera indefinición que, más adelante, se convierten en el santo y seña de la escritura de Machado.

“El punto de más” utiliza la base de “The Green Ribbon” para trazar una relación de una mujer con un hombre desde el momento en que se conocen, pasando por todos los ritos de paso de su vida en común: su iniciación sexual, el matrimonio, la llegada del primogénito, las exigencias, rutinas y soledades… Machado es fiel a su forma de cuento tradicional y, además de partir de estereotipos para sustentar cada acción, le dota de una textura oral, enfatizada con indicaciones como la manera de leer cada una de las voces del texto.

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Los Mandible, de Lionel Shriver

Los MandibleUn minuto antes de la oscuridad, Apocalipsis suave, Cenital… las novelas sobre un colapso surgidas al viento de la última crisis económica han sido numerosas y variadas. Entre todas he encontrado el mayor atractivo en las centradas en las catástrofes personales, aquellas con el foco puesto sobre la parte de la historia que, creo, permite un desarrollo más equilibrado y cercano. En esta vertiente se puede encuadrar esta novela donde Lionel Shriver parte de una futura debacle económica de EE.UU. para radiografiar su impacto sobre una familia de clase media-alta de la costa Este: los Mandible. Cuatro generaciones que le sirven a la autora de Tenemos que hablar de Kevin para tratar nuestra propia postura ante los avatares socioeconómicos de los últimos años a través de los grupos de población claves: los promotores, los baby boomers, los milennials y los hijos de estos últimos, destinados a sobrevivir en unos EE.UU. que poco tienen que ver con los que conocieron sus abuelos.

Shriver sitúa Los Mandible dentro del campo de la literatura prospectiva. La mayor parte de su extensión tiene lugar en un período de un par de años a partir de 2029, el momento en el cual el país padece la decisión de un grupo de potencias extranjeras de abandonar el dólar como moneda patrón. Las medidas articuladas para capear la tormenta monetaria se vienen abajo y el presidente toma esa decisión tan debatida cada vez que Grecia necesita renegociar las condiciones de su rescate: no pagar su deuda soberana. Desde ahí la trayectoria es un cuesta abajo y sin frenos, paños calientes ni medias tintas mientras EE.UU. se convierte en un estado fallido donde cualquier parecido con el actual estatus quo es mera coincidencia.

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El gigante enterrado, de Kazuo Ishiguro

El gigante enterradoHa pasado una década desde la publicación de Nunca me abandones, aquel fabuloso ejercicio de voz narrativa que más que una historia de clones funcionaba como alegoría sobre cómo se mantiene bajo control la sociedad occidental. Una novela construida, como suele ser norma en Ishiguro, a partir de un narrador que marca el tono y su devenir desde la primera a la última línea. Ese rol preponderante del narrador, cómo su elección determina hasta los aspectos más insospechados de su obra, vuelve a ser una de las señas de identidad de El gigante enterrado, su esperada nueva novela. Un trasunto de juglar relata cómo una pareja de ancianos britanos abandonan su guarida subterránea en busca de su hijo. Su modo de vida, el paisaje de la Inglaterra de la Alta Edad Media, la manera de orientarse en ese entorno… se enfocan desde una perspectiva actual y, casi diría, naif. Un discurso ajustado para lo que al principio parece una fantasía medieval adosada al mito artúrico, en el interregno entre la caída del Rey y la creación de los reinos sajones. Pero a medida que pasan las páginas y su senda se tuerce, el tono cambia de la mano de la mirada crepuscular y fantástica a ese mundo detenido en el tiempo.

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El Libro de las cosas nunca vistas, de Michel Faber

El Libro de las cosas nunca vistasEsta es la típica lectura que invita a hacer una reseña de destrucción masiva. El análisis FIAWOLesco en el cual el aspirante a entendido se luce con las cuatro cosas que cree saber de un género y sus mecanismos a costa de los puntos débiles en una obra que encuentra meliflua, desnortada, apoyada en diálogos insustanciales y, sobremanera, excesivamente extensa para lo que termina contando. Pero quizás por ser tan fácil caer en ese análisis destructivo (y haber leído hace nada Música de mierda, de Carl Wilson, libro que les recomiendo desde ya), me sienta inclinado a tomar un camino más constructivo. Establecer una pequeña búsqueda de por qué Michel Faber ha podido escribir El Libro de las cosas nunca vistas. Entre sus valedores cuenta gente tan poco sospechosa de caer en los elogios desmedidos como Philip Pullman o David Mitchell, y ha inspirado análisis críticos bastante elogiosos como éste.

A lo largo de sus 600 páginas, Michel Faber plasma la epopeya de Peter Leigh, un sacerdote enviado al planeta Oasis por una corporación privada. Allí se ha establecido una base poblada por personal técnico; un grupo de ingenieros, mecánicos, médicos… cuyo propósito es establecer una colonia. En esa compañía Peter, con facilidad para entender los problemas personales a su alrededor, se siente alienado. Apenas comparte nada con el resto y acusa la distancia de hallarse a media galaxia de su iglesia y su mujer, Bea. Sólo puede comunicarse con ella a través de correos electrónicos en texto plano, un parche insatisfactorio y problemático a la hora de mantener la relación. En este contexto, se entiende su estado de ánimo y la entrega a su misión: llevar la palabra de Dios a un grupo de nativos ya iniciados en el cristianismo. En ciclos de 360 horas (unos 5 días en tiempo del planeta), convive con sus nuevos fieles y, mientras se implica en su día a día, llena los vacíos y dependencias de su interior.

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El Reino, de Emmanuel Carrère

El ReinoEl Reino es un libro polifacético. En su interior no sólo se encuentra una búsqueda personal de los orígenes del cristianismo a través de las escasas fuentes documentales existentes. Es una exploración de cómo se establecieron los dogmas y, al mismo tiempo, una labor de introspección en la cual un antiguo creyente indaga en los orígenes de su fe, su evolución o su perspectiva veinte años después de haberla perdido. El recuerdo de alguien perturbado por la idea de la creencia en la resurrección de los muertos o el sacramento de la consagración, humilde y elocuente a la hora de plasmar sus pensamientos y dudas. Pero especialmente es un estupendo ejercicio de metaliteratura donde Carrère pone en juego su manera de enfocar la narrativa.

El autor de Limonov y De vidas ajenas inicia El Reino situando de nuevo su vida bajo el objetivo de su narración y recuerda una crisis personal que le llevó a convertirse en un ferviente católico. Esa etapa le lleva a recuperar un antiguo diario de cuando estudiaba el Evangelio de Juan diariamente, la puerta de entrada hacia el nacimiento del cristianismo y la figura de Pablo de Tarso. Un periodo de medio siglo tras la muerte de Jesucristo convertido en el eje central del libro.

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Bajo la piel, de Michel Faber

Bajo la piel

Bajo la piel

Isserley conduce por las carreteras de Escocia buscando algo que el resto de la gente acostumbra a evitar: autoestopistas. Con un cuidado extremo observa a los que se encuentra en su camino, da un par de pasadas por delante y, si cumplen sus requisitos, se detiene a recogerlos. Se pueden imaginar que poco importa el destino: siempre van en su misma dirección. Sin embargo su suerte no está todavía echada. Comienza entonces un análisis más exhaustivo. ¿Viven en familia? ¿Tienen trabajo? ¿Alguien los echará en falta si decide “llevárselos”? Mientras se inicia una conversación llegan los únicos fragmentos en los que el narrador se aleja de Isserley para centrarse en lo que observan sus “presas”; unos párrafos en los que somos más conscientes de sus singularidades. Su peculiar apariencia física; ese cuerpo recorrido por incontables cicatrices que apenas acierta a disimular; un busto generoso, siempre a la vista a modo de anzuelo; su directa y un tanto pueril forma de manejar la charla. Entonces, de vuelta a Isserley, llega el juicio definitivo. El momento de decidir si son o no apropiados; si existe o no riesgo en tomarlos; si debe apretar el botón escondido en el salpicadero del vehículo para dormirlos o si debe dejarlos en algún arcén de las Highlands sanos y salvos.

Este es el inicio de Bajo la piel. El relato de una práctica que se repite una docena de ocasiones, contada con la misma asepsia con la que su narrador observa los actos y pensamientos de Isserley. Hay mucha frialdad y claustrofobia detrás de su rutina y los rituales a los que se aferra en una realidad en la que debiera haber sido una presa y donde, sin embargo, medra como un eficiente depredador. Asimismo es un baluarte para sus compañeros, un trabajador indispensable del que dependen sus congéneres pero al que observan como un bicho raro. Llegar hasta su posición implicó demasiados sacrificios.

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