Poca presentación necesita Neil Gaiman a estas alturas entre los lectores de género fantástico. Le podríamos llamar el gran niño prodigio del género si no fuera porque no es tan niño –nació en 1960–, pero en cualquier caso basta con decir que se le ha llegado a considerar una «estrella de rock» literaria para dar una idea de su popularidad. En efecto, Gaiman tiene un prestigio y una legión de seguidores que ha sabido ganarse desde su inicio en el negocio de la narración de historias, inicio que se produjo en el campo de los cómics –Casos Violentos, Sandman, Señal y ruido…– más que en el de la prosa.
Ese prestigio se lo ha ganado no por su aspecto de rockero y su inseparable chaqueta de cuero, sino por un estilo muy personal, casi onírico, a la hora de escribir. Lo que nos cuenta Gaiman nos parece atemporal, perdurable, digno de ser incorporado a la tradición oral que se transmite de generación en generación. No en vano, escribe con la naturalidad y soltura de quien sabe que tiene buenas historias que contar y la habilidad necesaria para hacerlo. No presta demasiada atención al realismo o a la cohesión en el sentido tradicional de sus cuentos, y sí a transmitirnos sensaciones y estados de ánimo. Se trata de un autor que parece dotado de un enorme talento innato para la narración de historias, y a veces nos da la sensación de ser capaz de rozar la brillantez casi sin esfuerzo aparente.