Las terceras trampas del relato breve

Aquí no es MiamiEs cierto que no sólo en el relato breve se esconden estas terceras trampas narrativas, pero el salto de sus resortes es más visible en el terreno corto, quizá porque en la novela hay más espacio para todo y no hay que acotar tanto la escritura. Pero bueno, a lo que vamos: esta tercera trampa que nos tiende la escritura es –además de eso, una trampa– una tentación especialmente irresistible, un comodín: me refiero a cederle al argumento, o al tema general, la contundencia emocional del cuento, confiando en que el tema mismo se encargará de tejer las inercias que impactarán o conmoverán a quien lea. Mi tema es tan serio que no puede (ni puedo) fallar, y el argumento que escojo para representarlo es tan extremo que me basta con mencionarlo para conmover. Pero lo que hace ese gesto es apartar el texto de ti y acercarlo a algo previo, existente, que no necesita de tus aportes.

Para hablar de la maldad humana escribiré un cuento sobre películas snuff, alejándolas del murmullo distorsionante de las leyendas urbanas, acercándolas a lo que nos queda cerca y conocemos mejor. A lo demostrable. Seré grave y mi escritura cruenta porque mi tema será cruento y grave. Hacer así es cómodo porque es una tentación descansar del esfuerzo de escribir. Y ante la garantía de que el tema, que es tan extremo, te asegura la transmisión del horror, te relajas, porque ya está todo hecho, y te sientas a ver el espectáculo de las reacciones lectoras. Acomodaticio, confías en que el tema lo hará todo por ti. Pero lo que estás haciendo es cederle a la realidad X (intolerablemente macabra), el peso y la potencia emocional del cuento, y no a tu talento. Que es quien debería transmitir esos tormentos. De adentro a afuera. Porque la contundencia no viene dada por la escabrosidad de lo narrado: decir películas snuff confiando en que ese submundo enfermizo será suficiente para que tiemblen las manos lectoras es quedarse afuera de la intención y del texto. Es nombrar lo que todos sabemos y no añadirle nada. Encontrar una situación cotidiana y extraerle ese mismo temblor a las manos lectoras es lo que hace el talento de verdad, que es un movimiento que, como digo, va de adentro a afuera.

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Las voladoras, de Mónica Ojeda

Las voladorasLas voladoras es una colección de cuentos en la línea de los primeros libros de Mariana Enriquez publicados en España por Anagrama. Desde una mirada comprometida y una propuesta estética propia, Mónica Ojeda se acerca en sus ocho relatos a aspectos relevantes de la actualidad, ahondando la vía abierta en Nefando y Mandíbula. Este carácter potencia la sensación de conjunto, aunque no ha sido suficiente para pasar por alto pequeños excesos o carencias que, tal y como los percibo, desequilibran varias historias. Veamos por qué a partir de una de ellas: “Soroche”.

“Soroche” se sostiene sobre los abusos que padece una mujer: de su marido y, colateralmente, de su grupo de amigas más cercanas. Lo viciado de sus relaciones se evidencia desde el momento que cada una de sus protagonistas cuenta cómo valora al resto en primera persona. Unos pensamientos que detallan unos vínculos donde lo que cada una expresa está en continua contradicción con lo que creen. La toxicidad en la que se maceran realimenta la baja autoestima de la víctima y la empuja a dar un salto transformador delante de sus compañeras. Esas perspectivas en primera persona, formuladas a modo de confesión, se suceden de manera certera y desnudan sin miramientos la hipocresía general. Sin embargo, todo lo que tiene “Soroche” para promover una reacción a partir del daño padecido por la víctima se enmaraña y se ahoga acogotado por una retórica exagerada. Sin tregua, Ojeda insiste en esa falsedad en el trato y subraya cuestiones innecesarias (la clase social) en una formulación que escora los retratos hacia lo paródico. Si le sumamos lo precipitado del desenlace, la gravedad se evapora y las virtudes del relato quedan neutralizadas.

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Mandíbula, de Mónica Ojeda

“¿Qué es lo que pasa cuando vemos algo blanco?”, le preguntó Annelise a Fernanda sin esperar respuesta. “Que sabemos que se va a manchar”

MandíbulaEste brevísimo fragmento resume como pocos el leit motiv de Mandíbula, una siniestra novela en la que Mónica Ojeda escarba en las inseguridades y miedos de la adolescencia. Esos años de certezas resquebrajádonse y de nuevos valores abriéndose paso, impulsados por una educación que actúa por varias vías. El resultado conduce a una abracadabrante xenogénesis desencadenada por un entorno ciego, insensible a las consecuencias de su acción sobre esa personalidad extremadamente plástica. Este terreno, ya de por sí atractivo, viene en Mandíbula acompañado de una característica que imprime un jugoso amargor: cómo el relato se apoya en lo cotidiano para acariciar el horror cósmico, sin llegar a penetrar en los transitados caminos de lo preternatural y lo ominoso. Unos adjetivos que, de tan manoseados, han perdido resonancia y parte de su sentido.

Ya desde su estructura, Ojeda se muestra perspicaz. Huye del relato cronológico para acudir a una sucesión de textos enhebrados con ingenio. Las entrevistas de una joven con su psicólogo, breves diálogos entre dos adolescentes, un ensayo escrito por una alumna… se integran entre una terna de narraciones más convencionales. En la primera, en una cabaña perdida en las afueras de una ciudad ecuatoriana, una estudiante ha sido atada a una silla por su profesora. En las otros dos se rememoran las historias que propician ese trágico acontecimiento: la de Clara, la profesora de literatura que sufrió un asalto unos meses antes y ha terminado perpetrando un acto semejante; y la de Fernanda y sus compañeras de un colegio del Opus, entregadas a las exploraciones habituales de su edad sin complejos, con amplias exhibiciones de falta de empatía y desprecio por cualquier autoridad.

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