Al final, termino escogiendo los libros para esta sección no tanto porque me apetezca leerlos (que no es que no quiera, vamos a entendernos), sino porque me abran la puerta (lo que en periodismo llamamos servir como «una percha») para comentar algunas cosas que no haya repetido ya, o que me parece que vienen a cuento, o lo que sea. Es curioso el proceso por el que escribir termina en mi caso por devenir siempre en una cierta obligación, incluso en una sección sin demasiadas reglas como esta que me diseñé a medida (con el amable consentimiento del responsable de la página) para hablar de cosas que me divierten y sobre las que tengo un volumen considerable de documentación y conocimientos inútiles, y que por tanto no me suponen mayor trabajo. Es obvio que la razón de esta perversión mía del (eso dicen) placer de escribir es que ha sido mi actividad profesional durante años, y no consigo del todo convertirla en un pasatiempo sin objetivo definido.
O tal vez a este rollo se le esté acabando el carrete y no hay más vueltas que darle.
Dicho todo esto, en algún momento tenía que pillar por banda algún Nebulae, y éste cuadraba por muchas razones. No lo leí en su momento, para empezar, porque no tengo una opinión especialmente favorable de la autora. Además, creo que no he hablado suficientemente del tema de las novelas cortas «de verdad». Por todo ello, encajaba este volumen además con ciertos hábitos lectores especialmente pijos y absurdos que vengo desarrollando, y con los que procederé a aburrir a los amables lectores que aún me sigan en estas letanías.
Resido a una hora y media de tren de Madrid y debo desplazarme a mi aborrecida ciudad natal con alguna frecuencia, a veces para hacer una sola gestión, o una visita, y después volverme el mismo día sin más paseos. El caso es que para esas ocasiones se ha convertido en una especie de prurito personal subirme al tren sin más que un libro: ni maletín, ni mochila, nada. Móvil, llaves, cartera y librito. Y mientras a mi alrededor la gente ve películas, se desquicia por la falta de cobertura de los túneles o actividades similares (que a mí me ocupan tantas otras veces), yo leo papel con la sonrisa de superioridad de quien sabe cómo manejarse a la adecuada altura intelectual en cada uno de los recovecos de la vida, como si no hubiera superado recientemente el nivel 2.000 del Candy Crush. Escojo libros pequeños, que me quepan en un bolsillo, y preferiblemente que pueda terminar o casi entre la ida y la vuelta: 200 páginas como mucho. Las novelas de Maigret son una compañía habitual para estos casos, pero esta vez le tocó al par de novelitas cortas que componen este volumen: una para la ida y otra para la vuelta. Mi plan, en esta ocasión, tuvo una fisura: descubrí en el retorno que, pasada cierta hora nocturna, las actuales medidas de ahorro energético llevan a que se apaguen las luces interiores de los trenes, con lo que superé creo que cinco o seis niveles y terminé la novela corta al día siguiente.
Bien, vamos por partes. Nebulae. Uf, qué mal manejo tienen estos libros a estas alturas, cómo se desgastan espantosamente, qué diseño más ramplón. Aquí se da el chiste involuntario además de que, al tratarse de un volumen titulado Nave de fuego, la pequeña ilustración de cubierta es de una nave espacial incandescente, cuando en el texto se califica al protagonista como «nave de fuego» porque es como uno de esos barcos vikingos que lanzaban ardiendo contra las flotas enemigas para quemarlas, o sea, nada que ver. Tampoco tengo claro que los vikingos hicieran eso realmente.