Atlantic City siempre me ha parecido el primo poligonero de Las Vegas. Frente al glamour, el oropel, las actuaciones estrella o los combates del milenio, la ciudad de New Jersey apenas puede ofrecer cuarto y mitad de lo mismo, envuelto con toneladas de polipiel y martelé de colores estridentes. Atrae tu atención como lo hacen los mafiosos de las películas de Scorsese en una rueda de reconocimiento codo con codo con la estirpe de fantasía creada por Mario Puzo y Francis Ford Coppola para los Padrinos. Quizás por ese punto descastado me ha resultado tan seductor en el campo de la ficción.
Anthony Russo es el hijo adoptivo de uno de los mafiosillos del depauperado submundo de Atlantic City a comienzos de los 90. Sin demasiado éxito ha intentado mantenerse alejado de los asuntos de su padrastro, hombre de confianza de un capo venido a menos. Sin embargo no ha logrado sacar la cabeza con su pequeña empresa de construcción y, de manera irreversible, se ve empujado hacia sus negocios. Parece que pintan bastos hasta que se abre ante él una oportunidad: un antiguo campeón de boxeo quiere retornar a la primera línea y necesita un promotor para hacer valer sus intereses ante un futuro combate por el título. Es el negocio soñado para terminar de una vez con sus deudas y servidumbres. Convertirse en un ciudadano respetable.