La hija del predicador, de Juan Díaz Olmedo

La hija del predicadorEsta novela tiene una cosa buena por encima de cualquier otra: recupera a Juan Díaz Olmedo después de unos años fuera de circulación. Lo hace a través de un western que, cuando funciona, es sobre todo por su esperada inmersión en la fantasía oscura; cómo dota a la historia de frontera tradicional de unos brochazos imaginativos y un punto perverso. Si bien no me ha removido las entrañas de la misma manera que sus mejores historias de terror, imprime al relato de un color que me ha mantenido interesado hasta el final.

Un grupo de colonos busca un lugar donde asentarse en un escenario extremadamente árido. Nada bueno parece llevarles allí, más cuando tienen un guía como el reverendo Blackwood. Este excéntrico hombre de fe parece conducido por una pequeña araña que le susurra palabras al oído. Tras sobreponerse al hambre y la sed, y la visión continua de un paisaje yermo, se topan con un nativo que trata de disuadirles. Él sabe lo que lleva al reverendo hasta allí. Un mal cuya manifestación llegará veinte años más tarde, después de un conveniente salto temporal tras esta puesta en situación.

Cuando La hija del predicador se acerca al “simple” western funciona bien. Sin alardes, Díaz Olmedo maneja con soltura sus códigos y sabe atenerse al discurso que demanda lo que quiere contar. Un estilo lacónico donde las palabras se suceden siguiendo una métrica precisa; las oraciones cuentan acciones o describen situaciones que rara vez se acotan con más de dos detalles; los diálogos en general prescinden de los parlamentos y se mantienen apegados a la sequedad que requiere el lugar narrativo; y la secuencia de descripción, narración, conversación está adecuadamente rota con oraciones que puntean los momentos álgidos.

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El libro de todos los libros, de Ricardo Montesinos

El libro de todos los librosEl progreso tecnológico y la desaparición de las últimas fronteras impulsaron a parte de las novelas aventuras con una base histórica hacia los pagos del fantástico. La conquista del Himalaya y las expediciones polares puestas en peligro por criaturas imposibles (El terror, The Abominable); las peripecias por paisaje extraño en la Edad Media o al principio de la Edad Moderna de Juan Miguel Aguilera en clave de ciencia ficción (La locura de Dios, Rihla); la fantasía concebida como motor de grandes y pequeños acontecimientos por Tim Powers… Los ejemplos son numerosos. La mayoría basa su gancho en la escala, ya sea en la extensión del relato, el tamaño del drama, la magnitud de los sucesos con una base no realista. Cuesta más encontrar acercamientos limitados, intimistas, aproximaciones desde dimensiones más contenidas. Sin embargo, en El libro de todos los libros Ricardo Montesinos cuadra el círculo de conectar ambos extremos. Un libro que recuenta El libro de las maravillas, de Marco Polo, desde la frontera de la fantasía y una serie de artefactos metaliterarios que afianzan su sentido a la vez que resignifican una historia con ochocientos años a sus espaldas.

Montesinos yuxtapone una docena de cuentos/capítulos que relatan el viaje de Marco Polo desde su Venecia natal hasta su entrada al servicio de Kublai Kan. Cada uno se centra en un momento de ese viaje (cómo conoce a su padre después de su regreso de un primer viaje hasta oriente; su llegada a Acre para verse envuelto en uno de los habituales conflictos entre venecianos y genoveses; su supervivencia a un alud de nieve…). La gracia de esta sucesión de estampas se aviva gracias a la persona que las cuenta y enhebra: Shen Su, Guardián de la Sabiduría de la Gran Biblioteca de Quinsai, la actual Tianjin. La última ciudad del reino Song del sur que resiste los esfuerzos de Kublai Kan por conquistarla. En el primer capítulo se zambulle en la juventud de Marco Polo a partir de lo que lee en El libro de las maravillas, a su disposición en la Gran Biblioteca. Algo a priori imposible; en el momento de producirse ese asedio Marco Polo todavía no lo había escrito.

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