Llegados a la tercera entrega de la serie “tebeos japoneses que sólo me interesan a mí” ya va siendo hora de tocar un género clásico del manga y la cultura popular japonesa, el chanbara, o dicho en lenguaje llano, el de tíos con katanas machacándose los higadillos. Pero en este caso hablaremos de un chanbara un poco diferente, uno que no está protagonizado por uno de esos samuráis ahora considerados incorrectos por culpa de un exitoso videojuego, glorificados e idealizados por el nacionalismo japonés más facha debido su estricto código del deber y el honor. Hay que aclarar que esta fantasía bushido fue inventada de cara a los occidentales durante la época de restauración Meiji, entre finales del XIX y principios del XX, por lo general, el comportamiento del samurái en tiempos de guerra era pragmático e hijoputesco como el de cualquiera que se ganara la vida combatiendo a vida o muerte, con unos principios (o falta de los mismos) que hubieran hecho las delicias de Carlos Bilardo y otros titanes del ganar a cualquier precio. Flipamientos nacionalistas japoneses y caídas de guindo contemporáneas aparte, es fácil deducir que los samuráis se dedicaban a la labor tradicional de las castas guerreras a lo largo de la Historia como bien sabemos en Europa; ganar perras y estatus como mercenarios en tiempos de guerra, y coaccionar y someter al pueblo llano mediante la violencia en tiempos de “paz”. Y este es el caso de Azumi, el manga del que hablaremos a continuación, una fantasía desmitificadora del samurái y el camino de la espada donde se entreteje la ultraviolencia más brutal con una visión humanista repleta de matices, enfoque muy influenciado en mi opinión por los jidaegiki o “dramas de época” del gran cineasta Masaki Kobayashi; Samurai Rebellion y, sobre todo, la maravillosa Harakiri.
Azumi, de Yū Koyama
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