La señora Potter no es exactamente Santa Claus, de Laura Fernández

La señora Potter no es exactamente Santa ClausNo diría que es leer, lo que hacemos con La señora Potter no es exactamente Santa Claus. Al abrir la novela de Laura Fernández lo que hacemos es adentrarnos en ella, caminar por ella. Vagar por sus páginas de la mano de una prosa que te dirige (como veremos más tarde), en un deambular acompasado. La historia no es una línea recta, tampoco; es una serie de aspersores entrecruzados (vamos a decirlo así, por qué no), y es tan invernal y está tan bien tejido y conseguido el ambiente –la sensación de invierno, quiero decir, por la que casi recomendaría el libro como gran lectura de verano– que verdaderamente te separa del entorno en el que estés, arropándote con las descripciones de ese pueblo con el raro pero inolvidable nombre de Kimberly Clark Weymouth.

Ya de entrada, en los primeros pasos que damos, vemos varias cosas. Lo primero, el paisaje nevado no es sólo una constante: es el elemento definitorio de las vidas de la gente. Me recordó un poco a la Narnia de C. S Lewis (en el único sentido de lugar nevado, hostil y sin encanto), donde la nieve no es una manta silenciosa sino una fatalidad. La topografía es como la de una novela de fantasía sin fantasía: una superficie inventada donde ocurren hechos reales, afantásticos, pero donde todo tiene el inconfundible aroma de lo fantástico, acentuado, como veremos, por el tono y el lenguaje.

La novela dentro de la novela (“La señora Potter no es exactamente Santa Claus”), es una operación parecida a la que vemos en tantos otros libros pero de entre todos los ejemplos no me resisto a citar el caso de  La broma infinita como referente o modelo principal por ese magnífico ‘Frigoríficos Don Gately’ que aparece en la novela como homenaje directo, indisimulado. Todos, en la novela, han leído la novela, y el fenómeno lector ha sido tan extremo que hasta hay una tienda de souvenirs que vende merchandising del libro, con éxito. También hay una serie de detectives con fanáticos y fanáticas que son legión. También se entrecruza la historia de Stumpy, el agente inmobiliario recién llegado al pueblo, con periodistas, el cotilleo extendido de todo un pueblo, la hija del escritor de novelas que se basa o no en la serie, y la ausencia, siempre tan llamativa, de la autora de La señora Potter.

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La broma infinita, de David Foster Wallace

Infinite JestA veces hay que trocear un poco las cosas para entenderlas mejor. Si cogiésemos la literatura estadounidense y, por el bien de la comodidad y la cronología, la dispusiéramos como un fresco, la primera figura, mirando de izquierda a derecha, podría ser –o podría no ser– la de Poe con su bigote y un cuervo en el hombro, y podríamos seguir así, saltando de nombre en nombre, incluyendo tantas luminarias como quisiéramos, hasta llegar al último en ganarse un lugar en el fresco –al menos de momento– y que no sería otro que el de David Foster Wallace con su pañuelo en la cabeza. Sí, cierto, sólo por sus cuentos y ensayos ya podría tener un lugar destacado en ese fresco; pero si a todas esas palabras, a esas ideas y a ese humor, le añadimos la incomparable, realmente incomparable La broma infinita, entenderíamos por qué no sólo figuraría sino que, como la aparición en el muro, sobresaldrían enteras la presencia y el contorno de David Foster Wallace con su bandana y sus gafitas redondas.

Porque a ver, yo me pregunto: ¿de dónde viene este libro? ¿Qué es este libro, hoy y hace treinta años? ¿Algo se le parece, o se le acerca? Esta extravagancia de escritura e ideas, ¿qué es? Es algo más que un libro largo; libros largos hay muchos y no tienen el impacto ni provocan el asombro ni el desconcierto que sigue provocando, tanto tiempo después, la novela de Foster Wallace. Y libros largos con películas dentro, con piruetas metanarrativas y con una voluntad formal, más o menos vanguardista, también hay un puñado –como La casa de hojas, por citar una que ha sido comentada más de una vez en esta página– pero nada como La broma infinita. Hay un juego con el tiempo (sobre el que luego volveré), una manipulación de las expectativas, por así decir, que te desconcierta porque no sabes por qué pasa lo que pasa pero la fuerza (que me gustaría llamar) subléxica –o, lo que es lo mismo, esa desconocida fuerza que corre como magma por debajo del texto– hace que sigas leyendo, encantado por el ritmo, por el imaginario y por las ideas que se desprenden de la prosa, y en esto se ve cómo confía Wallace en la memoria del lector, en su inagotable capacidad para la sorpresa, algo que no se ve en otras novelas de envergadura parecida.

En La broma infinita hay una academia de tenis y ahí vemos a los adolescentes en la confusión de la competitividad y la preadolescencia; hay un centro de desintoxicación (que más que sobre la droga, como podrían serlo Yonki de Burroughs, la obra entera de Easton Ellis o el ciclo de Heroína y otros poemas de Leopoldo María Panero, La broma infinita es, como El jugador de Dostoyevski, sobre la adicción en sí), en el que se ve tanto lo que te hace la adicción como los métodos supuestamente enderezadores que emplean las instituciones que te acogen. Aparecen y desaparecen esos radios de acción en la novela, además de tantas microhistorias añadidas, sobre lo que luego me extenderé, hasta que más o menos empiezas a entender el contexto general de la historia, de esta historia que gira sobre sí misma hendiendo el espacio hasta llegar a lo que está oculto como si el impulso narrativo fuese el de esos vehículos taladro que veíamos en Las tortugas ninja. Y vemos también la destrucción de la familia, de la manera de relacionarse en este capitalismo contrahumano y cómo esto lleva a esa sensación de abandono.

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