Son las cinco de la tarde de un anodino domingo de febrero y usted acaba de aparcar, torcido el gesto, en las entrañas de algún centro comercial a las afueras de su ciudad. Un torrente de personas deambula de aquí para allá, sube y baja por las escaleras mecánicas, llena el espacio con un murmullo que se mezcla con los mensajes publicitarios y es amplificado por la acústica del abovedado recinto. Rectas avenidas, imponentes superficies de mármol que no pierden su brillo a pesar de los miles de pies que las recorren, conducen a un sinfín de sugerentes establecimientos que dan la bienvenida a familias sonrientes, juraría que felices, al acecho de las oportunidades que puedan haber sobrevivido a las rebajas navideñas. Los cines están llenos, hay cola para ver los últimos estrenos en los que el héroe hecho a sí mismo se enfrenta al injusto sistema y triunfa sobre las adversidades. Más allá, un grupo de chavales, ataviados con la camiseta de su equipo, celebra a voz en grito la última victoria, refresco en mano, camino de la sala de recreativos. Como en los viejos tiempos, piensa mientras les observa con una medio sonrisa, como se ha hecho toda la vida. Se sorprende al darse cuenta de que hasta hace un momento parecían no gustarle mucho estos sitios, pero bien mirado no están tan mal. Se tiene a mano lo que se necesita: entretenimiento, bienes y servicios, gente de la misma condición, sin diferencias. Y cuando sale de viaje rumbo a alguna ciudad extraña, reflexiona, ¿no es el centro comercial un lugar donde uno se siente como en casa, familiarizado con su estética y todas esas tiendas y restaurantes conocidos? Diablos, se dice ahora, lo suyo es quejarse de vicio. Sacude la cabeza y sigue su camino, uniéndose a la animada multitud, perdiéndose en ella…
Bienvenidos a Metro-Centre, de J. G. Ballard
Responder