Vindicación y necesidad de Waterworld

Waterworld

Si te pones a rescatar los restos, los pocos restos aceptables de una película en general vapuleada, parece que quieras llamar la atención sobre ti mismo, y ser el extravagante reseñista que, señalado, ha sabido ver las delicias incomprendidas de una obra que nadie valora. En ese gesto de rescate está el riesgo de caer en una condescendencia intelectual, por así decir, o en que tus argumentos suenen a la más aburrida boutade. Pero si se trata de los restos de Waterworld, dirigida por Kevin Reynolds en 1995 y protagonizada por un chispeante Kevin Costner –película que fue un fracaso comercial y crítico de primer orden– esos riesgos pierden consistencia, y merece la pena sentarse un rato a espigar sus valores silenciados, valores que sorprenden por su vigencia y poder visual, y que se valen por sí mismos hasta el punto de no tener que ir con tanto cuidado a la hora de alabar la película.

No es que uno quiera acudir a esos restos para hacerse el interesante que ha sabido ver, como ya digo; es que realmente, vista hoy, Waterworld sí se puede considerar un título infravalorado, cruelmente defenestrado de las consideraciones habituales de las mejores películas de género de los años 90, y realmente contiene elementos suficientes como para ser considerada no sólo una digna película de ciencia ficción, sino una pieza de acción precursora de toda una ética, y una película concienciada con los problemas inminentes de hace veinte años, y que hoy, con esperable puntualidad, siguen aquí, agravados. Ese cambio climático, tan negado por algunos, imaginado en la película por el aumento del nivel del agua que provocaría la fusión de los polos norte y sur, queda como consecuencia visual de una humanidad que, fanatizada, no quiere ver los riesgos del progreso.

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