Nada más empezar a leer La piel fría, se experimenta un regusto a ciertas lecturas iniciáticas: a Louis Stevenson y a Daniel Dafoe, y también a Jack London y algún otro que con los años he olvidado. Desde las primeras páginas, la novela nos habla adoptando el lenguaje clásico de la aventura: la isla perdida en una latitud ignota, la llegada del oficial atmosférico con la sola misión de anotar la fuerza y la dirección de los vientos, la profunda soledad que experimenta un personaje del que se nos dice que es, además, huérfano. En la isla hay, aparte de su casa, un faro abandonado habitado por un ser huraño y brutal, un personaje que no se sabe muy bien si ejerce de antagonista o colaborador, una criatura que responde al nada críptico nombre de Batís Kaffó, y que termina siendo el vínculo entre Kollege (otra referencia robinsoncrusoniana) y el misterioso mundo acuático que vomita cada noche una caterva de criaturas monstruosas con la –aparente- determinación de eliminarlos a los dos.
Sin énfasis, sin calor alguno, Batís Kaffó y Kollege se ven en la tesitura de defenderse mutuamente del puntual asedio de unos seres de piel fría, lisa, cráneos pequeños y ojos redondos a los que disparan y dinamitan sin piedad. El hosco farero oculta, además, a una criatura que ha hecho suya y que se llama Aneris (¿Sirena?), y que se mueve en el límite entre una humanidad primitiva y la animalidad más abyecta e indiferente. Es así que van emergiendo otros ecos literarios, otras visiones: la segunda parte del Viaje al fin de la noche de Céline, cambiando la clave húmeda y tropical por una ambientación gélida y acuática; pero sobre todo, El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad. La referencia a la antropología de salón, al etnocentrismo de la visión del protagonista, se esboza en la conservación de un único libro en la isla: La rama dorada de sir James Frazer.