Wish I Was Here, de M. John Harrison

Wish I Was HereLos escritores que participaron de la new wave han fallecido prácticamente todos. Así, sin mucha reflexión, entre los nombres con un cierto peso apenas quedan entre nosotros Samuel R. Delany, Michael Moorcock y Norman Spinrad. Dada su edad y problemas médicos, la terna años con un perfil bajo, un relato allí, otro allá… De quienes continúan al pie del cañón, ya octogenario y tras haber sufrido un infarto, el más renombrado es M. John Harrison. Aunque su producción principal no comenzó hasta la década de los setenta, su manera de entender la literatura no se puede explicar sin aquella revolución que dinamizó la cf una década antes para terminar marcada con la señal de Caín. Lejos de entregar la cuchara, Harrison se convirtió en uno de los mayores defensores del movimiento sin más discurso que predicar a través de su obra.

Cuando H. G. Wells escribió La máquina del tiempo y construyó el elemento central de su novum, la humanidad escindida en elois y morlocks, hizo mucho más que construir un artefacto para hablar sobre la sociedad victoriana. Fue uno de los pilares en los cuales se levantaría la ciencia ficción posterior, vehículo para contar, desmontar, criticar, proyectar el tiempo en que se escribe. Ciento treinta años más tarde gran parte de la ciencia ficción remite a los elementos narrativos que Wells puso en juego en ella y las cinco novelas que publicó a continuación, con variaciones incorporadas posteriormente, sobre todo argumentales. Como si nuestra forma de pensar fuera la misma, continuáramos trabajando en las grandes industrias, viviéramos acumulados en barriadas, hubiera dos partidos políticos que representaran ideas contrapuestas, los estados nación continuaran gobernando nuestros destinos…

También están ahí los arcos dramáticos donde la evolución de los personajes debe ir aparejada al despliegue de una trama cuyo final debe responder con una claridad meridiana a la mayoría, por no decir todas, las cuestiones abiertas; una línea entre autor y lector libre de broza y un mensaje nítido formulado con rotundidad, como si el mundo fuera el del modernismo, la fe en la ciencia y la confianza en el progreso de la humanidad. O el posmodernismo quedara arrinconado a aspectos formales, a jugar con la trama o la figura del narrador dejando interpretaciones nítidas, apenas abiertas a discusión.

Harrison lleva décadas trabajando en otra línea, más o menos satisfactoria para los lectores que se cruzan en su camino, en una continua búsqueda de cómo plasmar el espíritu de nuestro tiempo en una serie de relatos y novelas que apenas se parecen en nada al resto de lo que se sitúa en las estanterías a su lado. Cuando Harrison hizo promoción de Nova Swing, grabó un audio superexpresivo en el cual trataba de definir lo que había escrito. Hoy en día no se puede escuchar, pero sí leer la traducción de Luis G. Prado.

En 2023 Harrison publicó un libro de memorias: Wish I Was Here. Y, como era esperable, nos entregó un texto que no es una biografía al uso, o una sucesión de recuerdos con algún tipo de hilo conductor, una progresión… Por ese motivo, para quien busque (como yo en algún momento) unos recuerdos disciplinados que cuenten lo que fue el swinging London, moverse en el fandom de los 60 y los 70, su percepción de su obra desde la senectud… puede ser frustrante. Pero para los interesados en la escritura o en una literatura construida más allá de las ideas y la trama, puede ser estimulante.

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La Nave, de Tomás Salvador

La navePara la ciencia ficción española, los años 50 suelen caracterizarse por la aparición de Luchadores del espacio, la colección de la Editorial Valenciana en la cual George H. White comenzó a publicar la Saga de los Aznar. Sin embargo, durante esa década también aparecieron dos novelas generalmente menos recordadas: La Bomba increíble, de Pedro Salinas, y La Nave, de Tomás Salvador. Sobre todo porque su influencia cabe calificarse de marginal. Para el Clásico o polvoriento del año pasado me leí la primera y este 2024 he hecho lo mismo con la segunda. Un suculento ejercicio de arqueología acrecentado con la edición de Reno que conseguí en su momento. Menos agradable que la última reedición por parte de Berenice en 2005 pero con ese punto retro que da la necesidad de tener cuidado para que no se te desmonte entre las manos el volumen y el papel oscurecido por el paso del tiempo; para que después me den la turra con el encanto del papel, como si la mayoría de ediciones en este soporte estuvieran pensadas para sobrevivir en el tiempo como si hubieran sido publicados por Gigamesh.

Mientras que la novela de Pedro Salinas tiene su origen en la invención de la bomba atómica y el pánico a un apocalipsis planetario, Tomás Salvador se sirve de otra idea fundamental en la ciencia ficción: la nave generacional, base de dos obras impresionantes aparecidas poco antes: Aniara, de Harry Martinson, publicada entre 1953 y 1956, y La nave estelar, de Brian Aldiss (1958). Aunque otros escritores habían cultivado antes el concepto, fue “Universo”, de Robert A. Heinlein, la historia que en 1941 marcó el devenir del concepto: por la popularidad de su autor pero, sobre todo, por cómo se acercó a la historia del viaje de cientos de años dentro de un vehículo donde la sociedad ha perdido la noción de su origen y ha involucionado a un estado pretecnológico. Una circunstancia esencial en las novelas de Aldiss y Salvador.

En su escritura, el autor de Los atracadores, El atentado y las historias de Marsuf prescinde del vuelo imaginativo de Aldiss, en aquella época en plena eclosión gracias a peripecias coloristas y vibrantes como Invernáculo, Los oscuros años luz o la propia La nave estelar. En contraposición, el escenario de La Nave resulta un entorno más gris, sin exotismos, muy apegado a la decadencia de la humanidad que se viera en La máquina del tiempo de Wells, con nuestros descendientes escindidos en dos castas en conflicto: los kros, que mantienen con dificultades la tecnología original y detentan un cierto poder, y los wit, que viven en los niveles inferiores, parte de los cuales mantienen con su trabajo el funcionamiento de la nave.

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Fracasando por placer (XLIII): Volúmenes de relatos completos

Relatos Completos

Una de las causas por las que esta sección ha quedado en hiato es que en los últimos tiempos he variado mis hábitos de lectura de relatos cortos. La razón fue una reorganización de mi biblioteca. La cantidad de veces que escojo libros por motivos totalmente circunstanciales y ajenas al texto (que me apetezca un formato determinado; el número de páginas según lo que tengo previsto leer en un viaje; que no me entre uno más de una colección que llena un estante y quiera despachar alguno para que los demás encajen; simplemente que esté a mano) no es algo muy erudito, pero no deja de ser una realidad.

En general, organizo mis libros por colecciones, por motivos prácticos de tamaño de los estantes, y sólo excepcionalmente dedico rincones a temas concretos. Sin embargo, decidí hacer algo para movilizar mis tomos de cuentos completos, que tenía muertos de risa desperdigados por distintos rincones. La razón estuvo en una súbita nota de realismo en mi visión del futuro (no hablo de la muerte, que también): nunca me voy a leer un tomo de 800 páginas de cuentos de F. Scott Fitzgerald a machamartillo, un relato detrás de otro, hasta dejarlo leído y ponerlo después en algún lugar poco accesible para dar paso a otros libros con mejores perspectivas de lectura. Por añadidura, estos volúmenes se abren frecuentemente con relatos primerizos y se suelen cerrar con otros repetitivos, derivativos o incluso chocheantes. Todo esto es una obviedad, pero por algún motivo no lo había trasferido a términos organizativos, y una vez ocurrió me vi empujado a un cambio de tratamiento de esos tochos: lo aconsejable era tenerlos a mano y picotear. Señalar a lápiz en el índice qué cuentos cuyo título podía no recordar ya quedaban despachados (preferiblemente con algún indicador si me parecían especialmente buenos) y asumir que esos libros siempre estarían por ahí, a mano y como un refugio ocasional.

Con las revistas y antologías es posible agarrar una y terminarla, pero por mucho que te guste Chejov, los cuatro tochos de Páginas de Espuma con todos sus relatos no se los puede empapuzar uno de principio a fin ni siquiera como proyecto de años, porque al cabo de las primeras mil páginas empiezas a tomar compulsivamente arenques y vodka mientras añoras la calidez del roce de la rodilla de Tatiana junto a aquel samovar. Sin embargo, acudir a Chejov de vez en cuando, ay, amigos y amigas lectores y lectoras, eso es algo que cualquier persona con un mínimo de sensibilidad agradece en extremo. O aunque no se haga, qué tranquilizador y hermoso es saber que puede hacerse.

Si cabe decir algo así de Chejov, que al fin y al cabo es quizá el más sensible y empático de los narradores de todos los tiempos, ¿qué decir de nuestra alegre muchachada cienciaficcionera? ¿Realmente se ha leído alguien del tirón los cinco tomos de los Cuentos Completos de Philip K. Dick y ha vivido para contarlo conservando la condición de persona cuerda y razonable? Porque hablo no ya de sumergirse durante cientos de páginas en una paranoia dickiana, sino en una sucesión de distintas paranoias dickianas, cada una con sus propias leyes y pautas.

Y ya que menciono a Dick, él es obviamente uno de los autores presentes en mi nuevo y accesible estante de obras completas. ¿Quiénes son los otros escritores del género que han conseguido el reconocimiento que supone una publicación intensiva así? ¿Cuántos valen la pena por su obra en conjunto o cuáles nada más que firmaron algunos buenos relatos dentro de un volumen con un montón de páginas de completismo injustificado? Me limito a un rápido repaso por orden alfabético de las opciones disponibles en español, que por supuesto son bastante más reducidas que en inglés.

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Literatura de ideas

Mundo simulado

Hace unos años quedé sorprendido al leer la novela Simulacron-3 de Daniel F. Galouye, publicada en 1964, en plena era de las computadoras de tarjetas perforadas. La novela, para el que no la conozca, anticipa la realidad virtual de una manera que me pareció realmente admirable. Galouye, según leo en la Wikipedia, era periodista, así que supongo que el crédito de semejante presciencia debe ser casi exclusivamente de su imaginación. Todo lo que se ha escrito después sobre realidad virtual, incluidas novelas como Ciudad permutación o El experimento terminal o los guiones de la serie Matrix son refritos más o menos actualizados y más o menos inteligentes de la idea de Galouye, o del autor que la tuviera en primer lugar, puesto que no conozco suficiente la historia de la ciencia ficción para saber si alguien se le anticipó.

Lo que sucede con la realidad virtual no es un caso aislado. Lo cierto es que, si nos ponemos a revisar la historia de la cf, hay muy poquitas ideas básicas que hayan surgido después de los años sesenta. Tanto es así, que uno se pregunta si lo de centrarse en el espacio interior en vez de hacerlo en el exterior, el recurso a temas tabú y todas esas cosas que casan bien con la década, no surgirían porque no se les ocurría nada realmente original. Da un poco de vértigo pensar que la primera historia de Fundación data de los años cuarenta. Los imperios galácticos no son nada nuevo por más que nos los sigan presentando en gran variedad de tamaños y colores. Los viajes en el tiempo existen desde 1895 si le damos el crédito a H.G.Wells, o desde 1887 si se lo damos al anacronópete de Enrique Gaspar. La idea es de las que más juego pueden dar, incluyendo al sub subgénero de la ucronía que data también como poco de los años treinta.

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El archivo de atrocidades, de Charles Stross

Poco se imaginaba el bueno de H.G. Wells que la parábola socialista escenificada por los morlocks y los eloi que el escritor inglés presentaba en su clásico La máquina del tiempo, acabaría convirtiéndose en metáfora de uno de los conflictos laborales más crudos y despiadados de nuestra contemporaneidad; la guerra soterrada que transcurre en las oficinas de todo el mundo entre los ingenieros y técnicos de IT, popularmente conocidos como “los informáticos”, y todos los demás. Así que por un lado tenemos a los eloi, los de contabilidad, ventas o marketing, que consideran a los trabajadores de IT poco más que un mal necesario, quejicas y rezongones a la hora de colaborar o solucionar entuertos, siempre presentando irritantes objeciones expresadas con una condescendencia apenas reprimida en el mejor de los casos. Y por otro lado los morlocks, los sufridos trabajadores de IT, atrincherados en el rincón más apartado de la planta baja, presas de un complejo de superioridad técnica e intelectual, pero cuyos conocimientos de cómo funciona la realidad de las cosas informáticas no son valorados en absoluto. Esclavos de horarios demenciales, sufren el desprecio y la incompetencia de los eloi quienes, atrapados aún en el pensamiento mágico en lo que a tecnologías de la información respecta, solicitan características imposibles de implementar en los sistemas, no se molestan en leer los putos correos de seguridad y encima imponen una serie de procedimientos y directrices administrativas absurdas que complican cada vez más el trabajo. Y mientras, se consuelan a la hora de comer; “ay, el día que hagamos huelga se lía, vaya si se lía…”

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La guerra de los mundos, de H. G. Wells, con ilustraciones de Henrique Alvim Corrêa

La guerra de los mundosConocí los dibujos de Henrique Alvim Corrêa para La guerra de los mundos en una conversación allá en 2005 a través de Jean Mallart, un erudito de la ciencia ficción en aspectos siempre sorprendentes. A raíz de la adaptación de Steven Spielberg me descubrió la pequeña edición iluminada por este artista brasileño para el mercado Belga en 1906, ahora recuperada por Libros del zorro rojo. Una editorial que se ha ganado un nombre gracias a su línea de clásicos hermosamente ilustrados y que, en este caso, mantiene la excelencia que he podido comprobar a través de otros títulos como Cuentos de imaginación y misterio, con los dibujos de Harry Clarke, o El horror de Dunwich, con el arte de Santiago Caruso.

De las seis novelas de ciencia ficción escritas por Wells entre 1895 y 1901, La guerra de los mundos no me parece la mejor resuelta. Nueve de cada diez veces me quedaría con La isla del Doctor Moreu y la otra con la primera de todas ellas, La máquina del tiempo. Sin embargo a la hora de abordar una edición ilustrada, La guerra de los mundos cuenta con el mayor potencial. Wells estuvo particularmente inspirado a la hora de idear su invasión alienígena, las criaturas responsables, sus máquinas y métodos de conquista… Además cuenta con secuencias muy atractivas para cualquier artista, caso del viaje de su narrador por un paisaje desolado en lo que hoy es la zona metropolitana de Londres y a finales del siglo XIX eran un puñado de pueblecitos alejados de la gran ciudad. Un trayecto donde es fácil reconocer las bases de la narrativa apocalíptica más tarde explorada por otros autores británicos como M. P. Shiel en La nube púrpura o John Wyndham en El día de los trífidos.

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El Ministerio del Tiempo, ideología y mecanismos de la ciencia ficción

El Ministerio del Tiempo

En estos tiempos que corren, se da por descontado que no estar a favor es estar en contra. Y, por añadidura, muy en contra. Las discusiones en internet se inclinan de inmediato a los extremismos. A la hora de poner mis peros (numerosos) a El Ministerio del Tiempo, me encuentro en la tesitura de que, ante la ola de entusiasmo, se me coloque en el bando de los haters. Y no, no es cierto. Entiendo en parte las razones de la rápida popularidad de esta serie, pero me resulta pasmoso el entusiasmo que está generando. Y en particular, me desconcierta que guste en el sector de los aficionados con cierto bagaje en la cf, cuando se trata de un producto con serias carencias respecto a otras obras del género que seguramente conocen, y con los que por tanto lo pueden comparar.

Para que no quede ninguna duda sobre mi posición al respecto, empezaré con las razones obvias por las que entiendo que El Ministerio del Tiempo no es un mal trabajo.

+ La producción en general está por encima de la media de las series españolas. La ambientación es obviamente cuidada, las interpretaciones bastante razonables por lo general… No, no es la HBO, pero se trata de un producto técnicamente correcto.

+ Siempre he defendido la idea de que la cf española debería utilizar materiales locales (historia, leyendas…) como medio para atraer a un público mayor. El Ministerio del Tiempo lleva a cabo esa labor de manera adecuada. No es algo hecho desde fuera, sino con cariño y conocimiento, y eso está pesando mucho en su favor. De manera lógica.

+ El sentido del humor y las referencias. Poner en una serie de viajes en el tiempo a los heavies de la Gran Vía, por citar un ejemplo, es brillante. Sí, puede que no sean más que chistes para consumo doméstico; pero la simpatía se cultiva con esos mecanismos.

Bien, son aspectos con algún peso. Mi sorpresa es cuando se obvian en cambio problemas bastante evidentes.

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De Kant a la ciencia ficción

«Si quieres construir un barco, no empieces por buscar madera,
cortar tablas o distribuir el trabajo.
Evoca primero en las personas el anhelo del mar libre y ancho.»
(Antoine de Saint-Exupéry)

Historia y antología de la ciencia ficción españolaEn la introducción a la antología que trabajamos Julián Díez y yo para Cátedra, hacíamos una afirmación que varias personas me han cuestionado con mayor o menor escepticismo. La afirmación era la siguiente:

Tras Kant se había separado el conocimiento en dos grandes áreas complementarias: la cuantificable con fórmulas y números, y la que pertenece más al terreno de lo trascendente. Esta separación creó un nuevo concepto de sociedad, de ser humano, de universo. A partir de ese momento, comenzó a plantearse que la estética, la ética, la justicia, el amor… tenían una parte material y otra parte de construcción intelectual. Es decir, se certificó que muchos supuestos postulados se deben a opiniones nuestras disfrazadas de justificaciones divinas o (falsamente) universales.

Durante el siglo XIX este cisma derivó en el positivismo y en la pasión por la ciencia y la tecnología. Combinada con la revolución industrial que se producía de forma simultáneamente en esos años, introduciendo en la sociedad de manera progresiva elementos de ciencia cada vez más avanzada, constituiría así el germen del nacimiento de la ciencia ficción.

Este texto final ya contenía algunas modificaciones de Julián a mi teoría de que existe cierta vinculación entre la nuevas perspectivas de la Ilustración y lo que siglo y medio después sería conocido como «ciencia ficción». En fin, las puntualizaciones de mi querido colega me parecieron pertinentes, tanto desde un punto de vista teórico como desde lo divulgativo, especialmente en lo referido a la revolución industrial.

Considero justificadas las críticas que me han llegado desde la publicación, por el acto de fe que exijo ante una concepción de la historia del género que, hasta donde llego, nadie había defendido. Entiendo el escepticismo, que se dude de mi intención, puesto que no creo en ningún acto de fe en ciencias humanísticas. (Cuando dicho acto se le debe a un profesor de universidad, creo menos aún, si no se aportan explicaciones detalladas; conozco demasiado bien la universidad (española o no) como para confiar en los postulados de muchos investigadores.)

Por otra parte, me encantaría realizar algún día una comprobación empírica de mi teoría para satisfacer a los fanáticos irracionales de la razón. Lamentablemente, como tanto pasa en Humanidades, a menudo debemos basarnos en deducciones y justificaciones teóricas más que en comprobaciones empíricas. Eso no deslegitima a las Humanidades, sino que invita a trabajar sus afirmaciones, sincrónica y diacrónicamente, de una manera diferente que en las ciencias empíricas. Sobre esto también escribo más abajo.

Por cierto, aprovecho para defender que de ahí parte la necesidad de una imprescindible visión postmoderna de las mismas (no equivalente a un «todo vale»), visión no aplicable a las certezas empíricas de la tecnología. Esta manera de entender la cultura humana resulta fundamental para lo que pretendo exponer aquí, pero desgraciadamente su discusión merece otros espacios de debate. Espero que el propio desarrollo de mi argumentación permita prescindir por el momento de la eterna e interesante discusión sobre la postmodernidad.

En fin, todo esto me sirve para aclarar que mi afirmación se basa solo en una teoría, aunque esta parta, por supuesto, de las investigaciones y estudios que durante muchos años he realizado en torno a la ciencia ficción, la cultura popular y la filosofía y la historia del siglo XIX y principios del XX (con todas mis humildes limitaciones). Insisto: como debe hacerse siempre en Humanidades (y en cualquier tipo de estudio), mis afirmaciones habrán de ser complementadas, ratificadas, hundidas o matizadas.

Al lío…

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La isla de Bowen, de César Mallorquí

La isla de Bowen

La isla de Bowen

Hace unas semanas, César Mallorquí ganó el premio nacional de literatura infantil y juvenil con La isla de Bowen. Según el jurado, “un canto a la aventura y homenaje a la literatura clásica, escrita con pasión, amenidad, humor e inteligencia”. Cuesta no dar la razón a tal elogio, incluido al uso del calificativo clásico, en demasiadas ocasiones utilizado para enmascarar una obra apolillada, vetusta, antigua. La isla de Bowen surge del amor a una literatura de otra época, cuando todavía quedaban territorios inexplorados sobre nuestro planeta, los escritores contaban con abundante terreno para sorprender y los lectores eran más impresionables.

En un texto escrito a raíz del premio, el propio Mallorquí relata la génesis de La isla de Bowen y cómo buscó recuperar con ella el espíritu de la novela de aventuras a caballo de los siglos XIX y XX. Es fácil encontrar en sus páginas el hálito de las grandes obras de Verne, London, Stevenson o Wells, el cine de Richard Fleisher (Los Vikingos, 20000 Leguas de viaje submarino) o La isla del fin del mundo (basada en la novela The Lost Ones, de Ian Cameron), con la que comparte pequeñas similitudes. Sin limitarse a ser una mera imitación, utilizando con ingenio múltiples recursos ya inventados, sin caer en vicios que deslucen hoy algunas de ellas (me costaría encontrar una novela de Verne en la que no pasase páginas y más páginas leyendo en diagonal).

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La guerra de los mundos, de Howard Koch y Orson Welles, y el estudio posterior de Hadley Cantril sobre la psicología del pánico

Nota inicial (30/10/2013): Antes de la lectura de esta reseña recomiendo pasarse por el siguiente artículo que habla sobre la repercusión que tuvo la emisión del Mercury Theatre, bastante menor de lo que se suele comentar. Sus autores, Jefferson Pooley y Michael Socolow, son profesores universitarios de comunicación y periodismo y autores de un libro sobre el fenómeno La guerra de los mundos y el estudio de Cantril. El artículo señala varios errores cometidos en el estudio de las cifras por el sociólogo de la Universidad de Princeton que se refieren a las dimensiones del “pánico”, pero no a lo que llevó a parte del público a alarmarse/asustarse.

El título más largo e inexacto del mundo

El título más largo e inexacto del mundo

Hace 75 años, el 30 de Octubre de 1938, el Mercury Theatre puso en antena la adaptación de La guerra de los mundos de H. G. Wells escrita para la ocasión por Howard Koch. El temor que indujo entre un porcentaje significativo de sus oyentes, especialmente en zonas rurales, forma parte de nuestro imaginario colectivo, probablemente sobreestimado por el paso del tiempo y el efecto magnificador de unos medios de comunicación que disparon su alcance. Este libro resulta interesante para indagar en lo ocurrido; además del guión utilizado por la compañía de Orson Welles incluye un estudio del sociólogo Hadley Cantril sobre las causas del pánico desencadenado aquella noche de otoño. Entre miles, decenas de miles o centenares de miles de radioyentes.

El guión de Koch es un pequeño dulce. Uno pasa sus páginas mientras se imagina la puesta en escena y entiende por qué la gente se pudo alarmar de aquella manera. De un ingenio sibilino, y con una densidad más que notable, toca todos los momentos claves de la obra de Wells. No solo cuenta la llegada de los marcianos sino que también ofrece un vistazo a lo que sería el mundo tras la presumible aniquilación de la civilización humana antes de la proverbial salvación vía microbios. En apenas una hora junto a la introducción, las piezas musicales para crear atmósfera, los primeros noticiarios…

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