Zona uno, de Colson Whitehead

Zona unoEl reciente Pulitzer a Colson Whitehead por El ferrocarril subterráneo se ha traducido en la recuperación de dos obras ya publicadas y hasta hace unas semanas fuera de catálogo: su personal guía sobre la Gran Manzana, El coloso de Nueva York, y esta Zona Uno. Una narración de temática zombie traducida en 2012 y reimpresa hace unas semanas por Destino. Como utilizar la etiqueta zombie estigmatiza casi al mismo nivel que decir que tocas el bajo en un grupo de agropop o escribes novelas post-románticas, al realizar las aclaraciones pertinentes sobre Zona uno se suele precisar que a) no parece un libro de muertos vivientes y b) lo importante es la parte literaria del texto. Se entienda lo que se entienda por esto. En ocasiones también se alude a c) lo mortalmente aburrida que resulta y d) la falta de carisma de sus personajes. Así, entrando por la directa.

A las pocas páginas ya es evidente cómo Zona uno se aleja de los patrones más trillados en los relatos de muertos vivientes. No en lo que suele resultar mejor recibido: el escenario. Whitehead se mantiene fiel al canon en su criatura, la imaginería y el resto de recursos argumentales: te muerden y después de la muerte te aguarda un regreso a la vida; los personajes se desempeñan entre los vestigios de la sociedad desaparecida; hay un atisbo de reconstrucción… Lo radical de su propuesta surge de su libro de estilo, en las antípodas a los grandes éxitos Z tanto en ventas nacionales (los inconsistentes Apocalipsis Z o Los caminantes) como foráneos (Guerra Mundial Z). Su mirada y, sobre todo, la manera de estructurar y contar su narración participan de estándares ajenos a la épica del superviviente o el giro en la trama. Mientras, cultiva un discurso concienzudo obsesionado con retratar el paisaje interior, la nueva sociedad tras el desastre y los vínculos de ambos con sus existencias anteriores.

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Robopocalipsis, de Daniel H. Wilson

Robopocalipsis

Robopocalipsis

Vaya por delante que en una hipotética guerra de robots contra humanos, me pondría del lado de los robots. Reconozcámoslo, el único régimen político que puede meternos en cintura de una santa vez es la dictadura del robotariado. Así que, aunque aprovecho la ocasión para ofrecer mi lealtad a nuestros futuros amos robóticos, intentaré ser lo más imparcial posible.

Porque Robopocalipsis va de eso, la rebelión de las máquinas, el síndrome de Frankenstein de toda la vida, contado por enésima vez ¿Encontraremos esta vez algo distinto, un punto de vista original en un tema clásico de la cf? Veamos; el doctor Hank Pym logra crear en su laboratorio la primera Inteligencia Artificial consciente; Ultrón V, quien, tras balbucear el clásico “¿papá?” se cosca de que es el último de una saga de conejillos de indias cibernéticos sacrificados en aras de la ciencia, así que ya a la tercera línea de diálogo, presa de un Edipo frustrado, se rebota. Que si es un ser superior, que si los humanos estáis acabados como especie, que os voy a borrar de la faz de la tierra, en fin, el habitual discurso de máquina con delirios de grandeza, fruto del típico subidón de neonato.

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World War Z, de Max Brooks

World War Z

World War Z

En 1968, basada libremente en la novela Soy leyenda, de Richard Matheson, llegó a la gran pantalla una película destinada a sacudir y revitalizar los cimientos del terror en el cine y la literatura. El film en cuestión se titulaba La noche de los muertos vivientes; y los padres de la criatura, George A. Romero y John A. Russo, se ganaron con él un lugar de honor en el Olimpo particular de los aficionados a disfrutar pasando miedo. Casi cuatro décadas más tarde, en septiembre de 2006, uno de estos aficionados decide rendirle tributo a la obra de Romero con una novela destinada a convertirse en éxito de ventas desde el momento mismo de su gestación. Nace así World War Z, del neoyorquino Max Brooks. Y digo bien, WWZ es un sentido homenaje a Romero y «sus» zombis, no tanto a Russo y los suyos, por motivos que expondré a continuación.

Impulsada por la buena acogida de la ópera prima de su autor –The zombie survival guide, 2003–, así como por el relativamente reciente redescubrimiento de la temática zombi entre escritores y cineastas, WWZ se gana rápidamente el beneplácito de críticos y lectores por igual con una decidida «vuelta a los orígenes», saliéndose a propósito de la nueva carretera que intentan asfaltar películas de reciente cuño como Resident evil, 28 días después, Slither o Planet Terror. Los zombis que nos ofrecen éstas y otras obras contemporáneas se apartan del canon involuntariamente establecido por George Romero y abrazan sin disimulo algunas de las bases sentadas por John Russo en su obra individual, caracterizada principalmente por dos factores: sus muertos vivientes retienen la capacidad de correr, y su estado se debe a una causa reconocible, a veces incluso reversible. Los zombis de Max Brooks, sin embargo, tienen más en común con los de Romero: caminan a duras penas, arrastrando los pies y con los brazos levantados, entre gemidos, y el origen de la infección permanece envuelto en las nieblas del misterio. Para ellos sólo existe una cura posible, y ésta pasa por la destrucción de su cerebro.

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