Némesis, de Isaac Asimov

NémesisHay veces en que apetece algo de un autor y resulta que ya no tienes. Siendo a priori no tan fan de Asimov, hay veces que la simpatía, la pereza, la nostalgia, una combinación de varias de esas posibles causas, hacen que me pida el cuerpo una dosis. Y ahora ya lo leí todo. De hecho, releí en los últimos años, en torno a la pandemia, toda la saga Robots-Fundación. Y antes Los propios dioses. No me quedaba más que El fin de la eternidad. Aunque…

Un momento…

Tenía una novela de Asimov sin leer. Se me había olvidado por completo.

Puedo aducir varias razones. Cuando apareció Némesis yo venía del desengaño consecuente al entusiasmo juvenil por Asimov. Recibí con verdadero entusiasmo y leí luego con creciente escepticismo el retorno a la actividad en el género que supuso Los límites de la Fundación, que cuando yo tenía 15 años llegó a anunciar su edición en la tv española. Mi fervor decreció con las sucesivas entregas, al punto de aguardar a comprármelas en bolsillo finalmente, y creo que en algún caso ni llegar a leerlas en su momento. A mí el cuerpo me pedía más y Asimov me iba dando cada vez menos; la edición que en su momento adquirí de Némesis ni siquiera fue la primera que apareció en bolsillo, sino que aguardé supongo a algún momento propicio para después dejarla más o menos sepultada y olvidada. Tampoco recuerdo que apareciera por entonces ninguna reseña que la elogiara especialmente, lo que podría haberme servido de motivación. Creo que casi todos andábamos en un barco parecido.

En mi caso, además, llevé muy mal la década de los ochenta de los clásicos, impulsada por un rendimiento comercial que posiblemente ninguno de ellos había conseguido en los momentos más distinguidos de su carrera. Los veinte años largos finales de Robert Heinlein fueron en resumen ridículos, acumulando gruesos volúmenes consagrados a pontificar anarcomachiruladas incoherentes y chocheando con fantasías incestuosas (cada vez más vergonzantes, hasta el descarrilamiento final de la nunca reeditada Viaje más allá del crepúsculo, que es quizá el único libro publicado en la historia que tiene como tema central «qué cosa rica zumbarte a tu familia, hum»). Pero bueno, en realidad me da igual: que Heinlein terminara cascándosela como más o menos pudiera ante la idea de echarle un polvo a su madre está en realidad a la altura del nivel mostrado en una notable porción de su trayectoria literaria y vital.

Más penoso es que las novelas finales de autores más entrañables como Theodore Sturgeon, Clifford Simak y Alfred Bester, Cuerpodivino, La autopista de la eternidad y Los impostores, son metahomenajes vacíos, con momentos en algún caso autoparódicos. Arthur C. Clarke, algo más joven, tardó más en echarse totalmente al monte, pero ya he escrito unas cuantas veces que 3001 es uno de los libros más vergonzosos que he leído en mi vida.

En comparación con ellos, Asimov no consiguió mantener su mejor tono, pero sí al menos la amenidad y la dignidad, dos cualidades importantes para cualquier escritor. (Lo mismo puede decirse de dos amigos que le sobrevivieron y siguieron escribiendo hasta edad muy avanzada, Frederick Pohl y Jack Williamson, con sus más y sus menos como es natural). Tras la relectura que hice de Robots-Fundación, se me hicieron obvios y algo cansinos una serie de manierismos del Asimov crepuscular, sumados a los ya conocidos (sí, las escenas fuera de cámara y los diálogos interminables sobre todo): los personajes adolescentes marisabidillos, la inclusión de subtramas memorablemente superfluas para alcanzar con precisión milimétrica la extensión acordada con la editorial, la creciente sensación de que todo lo exhibido forma parte de un teatrillo gigante más improvisado de lo que se quiere reconocer.

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La ciudad y las estrellas, de Arthur C. Clarke

La ciudad y las estrellasAún conservo un papelito lleno de dobleces con un puñado de títulos extraídos de las listas de Barceló y Pringle para peinar las librerías. Entre ellos estaba La ciudad y las estrellas, novela que no pude conseguir hasta los tiempos de Cyberdark (2002 o 2003). El ejemplar de Nebulae Segunda Época acumuló polvo en la estantería esperando su oportunidad… una década. Un día me puse a leerlo y con la conjunción de mi exquisitez y mi creciente presbicia ya no estaba para tal esfuerzo. Lo reemplacé por la entonces reciente edición de Alamut, con una nueva traducción y un breve estudio de Julián Díez, y ahí se quedó hasta hace unas semanas, cuando el confinamiento me ha empujado hacia un puñado de clásicos. No tantos como me hubiera gustado. La coyuntura tampoco ha supuesto más tiempo de lectura por todo lo asociado al nuevo purgatorio del profesorado: sacar adelante un alumnado y unas familias entrenados en modelos presenciales. Pero ese es otro asunto.

Desde luego, llegar a este libro con 45 tacos y bastantes imaginarias a las espaldas no parecen las mejores condiciones. Más cuando me cuesta apreciar al Clarke novelista: son sus peores textos los que prevalecen en mi recuerdo. Tampoco puedo decir que las primeras páginas de La ciudad y las estrellas me hayan ablandado la mirada. En las correrías del joven Alvin por las calles y edificios de Diaspar no podía dejar de ver una versión juvenil de Titus Groan pasada por un rotoscopio con prisas. Donde en Peake observo un trazo detallado, barroco, repleto de personajes matizados, en Clarke veo un despertar a la realidad menos sugerente, en un entorno y con unos personajes más acartonados.

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Una chispa

Entre los hábitos que mantengo en relación con la cf está el de leer revistas o antologías de forma salteada, caprichosa. Es fácil conseguir viejos ejemplares de Asimov’s, The Magazine of Fantasy & Science Fiction, Astounding o Galaxy a través de la red, si no buscas uno concreto con algún contenido mítico (la primera publicación de «Flores para Algernon», el primer cuento de «La torre oscura»…). La suscripción a las que aún siguen vivas es relativamente económica, sobre todo en formato electrónico, y aún lo es más el adquirir la interesante Clarkesworld o leerla online (gratis). Para mí, por la forma en que me introduje en el género, la verdadera esencia del placer que me produce la cf está en los formatos cortos; sumergirme en la incertidumbre de un mundo nuevo una y otra vez, ideas frescas, en ocasiones sorpresas magníficas, en la mayoría simplemente sueños adocenados pero que me remiten a unos códigos que me son familiares, hacia los que no puedo evitar cierta indulgencia. Es verdad que en los contenidos actuales abunda más el relato de fórmula, de taller literario, que en su predictibilidad y esquematismo tiende a generarme antipatía, pero tampoco faltan textos mucho mejores.

Una señal de madurez es que ya apenas buceo en el material complementario que aparece en esas revistas. En mi adolescencia, reunía de forma esforzada mi colección de Nueva Dimensión en la Cuesta de Moyano y, de vuelta a casa en el autobús, siempre leía con avidez las páginas verdes. Absorbía cada pedazo de información para saber más de los autores que me llamaban la atención, encontrar referencias a libros que no conocía o seguir con diversión las peleas del momento en la sección del correo. Leo o releo de vez en cuando también Nueva Dimensión (que sigue manteniendo un nivel aceptable en cuanto a calidad de contenidos y traducciones en comparación con otras cosas de la época), también las otras revistas españolas, pero casi nunca miro ya esas secciones. Sólo me interesan las historias, en ocasiones los ensayos.

De vez en cuando, como decía, salta la sorpresa: encuentras un relato que no recordabas y te sorprende por su estructura, por una idea original, por un instante perturbador. Algunos ya son bien conocidos y forman un bagaje histórico formidable: «El día millón» de Frederik Pohl, un cuento de diez páginas escrito hace cincuenta años por un autor ya cincuentón, es una suerte de enmienda a la totalidad al adanismo imperante en el género de hoy. Y es sólo uno de un centenar de ejemplos. Lamentablemente, nadie pondrá hoy bien en twitter este cuento, porque el pobre Pohl ya no está en condiciones de devolver el favor. Aunque sí Samuel Delany: quienes no estuvieron allí podrían informar a ese hombre que no ocultaba su bisexualidad (difícilmente tampoco el color oscuro de su piel) de que el género en su conjunto era un campo que marginaba unánimemente la gente como él en esa época, cuando ganó el Nebula de novela de forma consecutiva a los 25 y 26 años… Hace más de cincuenta.

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