Qué barbaridad la saga del Exilio en el Plioceno de Julian May. Qué barbaridad en todos los sentidos: para lo bueno y para lo malo. Porque qué derroche de imaginación, aventuras y sentido de la maravilla. Cuánta ambición y originalidad. Pero, pardiez, qué cantidad de personajes, muchos de ellos —aunque no todos— de una monocromía exasperante. Sus mil y un nombres (y algunos son literalmente solo eso, un nombre que se menciona en una o dos ocasiones para no volver a aparecer jamás) acaban amalgamándose en una lista interminable que arrolla al lector sin piedad, como un tsunami de fonética extravagante. Y cuántas, cuantísimas páginas también. Muchas más de las que hubieran sido necesarias para narrar lo que tiene que ser contado, incluso teniendo en consideración los numerosos meandros que dibuja la trama. Estos son algunos de los factores que hacen que la lectura de las dos primeras entregas de la tetralogía (La tierra multicolor y El torque de oro, publicadas por La máquina que hace ping,) sea una experiencia irregular. Las novelas brindan sin duda momentos emocionantes y de auténtico disfrute: uno chapotea en los alardes de imaginación de May como un gorrino en un charco. Sus excesos, sin embargo, a veces hacen que la narración se atragante como un mendrugo a palo seco.
Publicada en 1981, La tierra multicolor ganó el Locus a la mejor novela de ciencia ficción (aunque, en mi opinión, la obra encaja más en fantasía) y fue también finalista de los premios Hugo y Nebula, entre otros. El arranque del libro describe un siglo XXII en el que la humanidad, cuyas colonias se extienden a lo largo de centenares de planetas, está integrada en el «Medio Galáctico», una especie de confederación interplanetaria a la que pertenecen también cinco especies alienígenas: los «exóticos». Esta sociedad del futuro no solo dispone de una tecnología sumamente avanzada, sino que además pululan por ella algunas personas con «poderes metapsíquicos» como telepatía o telekinesis. May, en cualquier caso, apenas nos deja vislumbrar una pizca de cómo es la vida en ese Medio Galáctico (pocos años más tarde le dedicaría su propia saga), porque aquí el quid de la cuestión es otro: un científico francés, Theo Guderian, ha creado un portal temporal que conecta con el Plioceno, aunque este funciona únicamente en sentido ida: quienes lo cruzan no pueden regresar jamás. El «Exilio en el Plioceno» acaba siendo una opción abrazada con entusiasmo por románticos e inadaptados y aceptada a regañadientes por algunos convictos, a quienes se les ofrece como alternativa a la cárcel o el tratamiento de «docilización».