Haciendo memoria, me doy cuenta de la gran cantidad de libros de literatura postapocalíptica que he leído en los últimos años. No es nada extraño, se trata de uno de los subgéneros de la ciencia ficción que más me gustan. Además, su presencia en las librerías de todo el mundo ha sido apabullante durante las dos últimas décadas, imposible de resistir. Ahora que el confinamiento comienza a estar en el recuerdo, me ha parecido interesante hacer un somero comentario sobre los últimos libros de este subgénero que pasaron por mis manos. No quiero cansar a nadie, así que solo van a ser tres; no deseo hacer una lista de grandes recomendaciones, que ya se han visto demasiadas en los grandes medios, sino significar brevemente la poca conciliación que suele darse entre la ficción literaria y la realidad. Aunque, para qué voy a mentir, estas lecturas son apetecibles sin necesidad de utilizar subterfugios, por sí mismas. Confieso que soy un lector más bien de contraste, de los que prefieren leer aventuras en los mares del sur durante el invierno y relatos polares en verano, pero creo que la excepcionalidad de la situación que vivimos durante cien días y que aún sufre gran parte del planeta bien merece saltarse la norma, y que, por pura catarsis o por identificación escapista, también es sugerente leer ahora historias enmarcadas en escenarios tan singulares (y fascinantes si logramos abstraernos de lo trágico) como el que se ha extendido los últimos meses más allá de nuestras ventanas y hacia el futuro. Lo cierto es que jamás ha habido una atmósfera más propicia para sumergirse en este tipo de lecturas. Los libros son La ciudad, poco después, de Pat Murphy; La muerte de la hierba, de John Christopher y La sequía, de J. G. Ballard.
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Barbagrís, de Brian W. Aldiss
Lo escribió Julio Numhauser y la cantó Mercedes Sosa, aunque ya lo sabíamos desde Heráclito. Panta rei, todo fluye, todo cambia; en la realidad y en la vida, en las costumbres y los hábitos. Y en los pequeños asuntos cotidianos. Si se compara el mercado del libro actual con el del pasado se percibe enseguida un claro contraste. Aquellas tendencias que hace treinta años apenas comenzaban a vislumbrarse, hoy son imperio. La necesidad de estar al día, de leerse lo último, esa novedad de la que todo el mundo habla, ha pasado de mero postureo a obligación. Las editoriales se encargan de que la dependencia sea intensa y esté bien cubierta. No puede ser de otra forma en nuestra amada sociedad capitalista. El negocio es el negocio. El caudal insostenible de novedades, así como la obligación autoinfligida de leer lo que hay que leer, acaba provocando un cierto estrés a ambos lados del libro. Como “ritmo demencial” lo denunciaba el escritor Guillem López, ganador de los dos últimos premios Ignotus en la categoría de novela española, en un tweet reciente. “Un día de estos, alguien tendrá que plantear el debate, porque no es normal y no está bien”, acababa diciendo.
Lo cierto es que, antes del cambio de siglo, aun existiendo el normal interés por la novedad, no se llegaba a estos extremos. Entonces pesaban más los nombres antiguos que los nuevos, uno quería leerse antes a los escritores consagrados que al autor del último hit, comentar las grandes obras antes que las novedades. Buscabas primero en la biblioteca y luego en la librería. Ahora sucede al revés, el orden se ha invertido y realiza más estar leyendo (e informar de que se está leyendo) lo últimísimo que hayan puesto a la venta las editoriales o los autores mejor promocionados. Las novelas con más de diez años solo son rescatadas por sucesos ajenos: alguna iniciativa de club de lectura, una película o, como ha sucedido con El cuento de la criada, de Margaret Atwood, gracias al éxito de una serie de televisión. Y esta displicencia se da con los clásicos, a los que es difícil ignorar debido a su pervivencia en las listas o en los escritos de los críticos viejunos; si vamos un paso más allá, encontraremos que las novelas con solera cuyo pecado fue el de ser “solamente buenas” están, a estas alturas, casi enterradas.
Llama la atención ese desafecto por lo anterior, el hecho de que atraiga más una novedad cuya calidad está por ver que un libro cuya bonanza literaria ha sido confirmada tanto por numerosas opiniones como por su perdurabilidad. Más cuando el descubrimiento de esos libros añejos por parte del devorador de novedades suele acabar con exclamaciones de sorpresa y satisfacción. Desentrañar las causas de semejante fenómeno no es labor de este texto, pero sí tratar de recuperar uno de esos libros a dos pasos de la excelencia. El fallecimiento de Brian W. Aldiss y algún comentario sorprendente sobre su irrelevancia no me han dejado opción a la hora de elegirlo.