Llegué a Homoconejo gracias a una crítica de Juan Francisco Ferré. El autor de Providence enmarcaba esta novela entre una serie de obras (Paprika, la carrera de David Lynch, Inception…) con pedigrí suficiente como para servir de anzuelo. Destacaba el nombre de J. G. Ballard, un autor con una enorme influencia en el ámbito británico, referencia ineludible en los mundos de la literatura y el cine o a la hora de contextualizar cualquier noticia sobre al uso de las nuevas tecnologías en ámbitos que van desde las comunicaciones hasta los juguetes sexuales. Pero si cambiamos a España su obra apenas encuentra un mínimo eco. Me cuesta nombrar un escritor al que haya servido de referente; en su estilo o, particularmente, en su genuina mirada al ser humano contemporáneo. Quizás por su manera de recuperar ese enfoque he disfrutado más de Homoconejo, una narración Ballardiana que remite tanto a relatos de los 70 (“Aparato de vuelo rasante“) como alguna de sus novelas más recientes (Noches de cocaína).
Alfonso García-Villalba emplaza Homoconejo en el campo de Cartagena, un entorno donde la presión urbanística de los tiempos de la burbuja ha dejado entre regadíos y llanuras áridas numerosos esqueletos en la forma de edificios a medio construir. En este paisaje junto a la costa del Mar Menor el megalómano Cumas Baba desea levantar un laberinto, una construcción más allá de un seto conformado en hormigón. Para la tarea contrata a una arquitecta, M., que involucra en el diseño a su pareja, el narrador de la historia. Mientras éste se prepara para su labor comienza a percibir elementos extraños a su alrededor. En especial la presencia de una mujer que parece el reflejo perfecto de M.