Atribuirle el mérito de la originalidad a una novela (o a cualquier obra de la creatividad humana), es delicado, siempre, por lo relativo que es y porque la originalidad en sí misma no tiene por qué ser ni mejor ni peor que su contrario. Pero bueno, da un poco lo mismo: qué buena idea tuvo Robert Silverberg en Hawksbill Station (Estación Hawksbill), qué novela tan bien pensada, y sobre qué idea tan original se construye. Es sencillo: Silverberg convirtió nuestro pasado geológico en un futuro desolador para los personajes. La estación Hawksbill del título es una condena: como en la sociedad futura de la novela ya no creen en la pena de muerte, los funcionarios inventan el viaje en el tiempo unidireccional, enfocado al pasado, para usarlo como alfombra bajo la que esconder con prisa las vergüenzas propias. Es decir: construyen la estación Hawksbill, situada mil millones de años en el pasado, para enviar a los acusados de rebelión a una era en la que la Tierra era sólo roca pelada y humedad. Así el Estado se protege del pensamiento crítico. En la novela el tiempo es espacio, lugar inmóvil.
Silverberg ya situó una de las claves de A través de un billón de años, alucinante novela donde las haya, en un pasado tan lejano que es alienígena. El efecto es casi más fascinante que imaginar el futuro porque modifica todo el tiempo posterior, como si la base temporal, al cambiar, cambiase con ella todo lo que iría después. En otras palabras: cuando leemos una historia ambientada en el año no sé cuántos mil, nos fascinan las visiones del futuro que la imaginación del autor o la autora ha parido, pero cuando lo que se reimagina es el pasado más remoto, vemos un mundo virginal y virtualmente alienígena, que, a su vez, reconfigura todo el chorro temporal posterior que nos es conocido. Es toda la línea evolutiva del tiempo lo que cambia.