En su primera novela, Miguel Martín Echarri imagina las calles de un Madrid en un futuro cercano muy próximo al de la década posterior a la Guerra Civil. La actividad diurna está bajo mínimos. Sus habitantes se guarecen de un aire tórrido y fétido en las entrañas de unos edificios en los cuales el aire acondicionado es un recuerdo de tiempos mejores. Dependen de una economía de subsistencia donde trenes, autobuses y coches son chatarra abandonada. Apenas sirven para poner un tenderete o freír un huevo sobre sus carrocerías. Decenas de correveidiles transitan la ciudad de extremo a extremo con mensajes para entregarlos por un módico precio. Los avejentados teléfonos y ordenadores acumulan polvo sin un enganche eléctrico donde poder cargarlos. Ésta es la España de Muerto el sol, un solar en la intersección entre el decrecimiento y las consecuencias del calentamiento global, primo hermano del visto en Un minuto antes de la oscuridad, de Ismael Martínez Biurrun, y relativamente cercano al de El sanador, aquella novela negra de Antti Tuomainen centrada en la búsqueda de un asesino en serie en un Helsinki preapocalíptico.
Sobre este escenario se presenta una historia criminal un tanto ambigua. Un grupo de hombres y mujeres buscan hacerse con la electricidad de una de las urbanizaciones de lujo de las afueras, enchufados a unas fuentes de energía renovables que les pertenecen por derecho de conquista. Su objetivo es conseguir una fuente de ingresos sin perder la vida en su empeño. La infraestructura está custodiada por un servicio de seguridad que aplica la ley como se hace en la Filipinas de Duterte o la MegaCity 1 del Juez Dredd.