Hace unas semanas, leí un artículo que establecía un paralelismo entre el estado de Nueva Orleans tras las inundaciones del huracán Katrina y la ciudad imaginaria de Bellona tal como la describía Samuel Delany en Dhalgren, víctima de un cataclismo sin especificar y teatro de la disolución de la moral y las costumbres. Delany, pues, refrendaría la reputación profética del género irreal, convertido con el paso de los años, y en ocasiones como esta casi a su pesar, en una ficción bastante más relevante que cualquier sueño de sus detractores. Pero, por otro lado, Delany sería un precursor del empleo de la ciudad como escenario fundamental de mucha fantasía moderna, donde la urbe se convierte en un espejo de aspiraciones, en un reflejo surreal de nuestro medio ambiente cotidiano, desde la Viriconium de M. John Harrison hasta la Nueva Crobuzon de China Miéville o la Ambargrís de Jeff VanderMeer.
Ambargrís, como Bellona, es una «ciudad del miedo», obsesionada por el recuerdo de un hecho traumático, el «Silencio», en el que todos sus habitantes se volatilizaron durante una expedición fluvial de su gobernante y su ejército. El enigma, atribuible o no a los «gorras grises», habitantes originales de la ciudad exterminados durante la colonización y refugiados bajo tierra, pesa sobre la conciencia colectiva de los habitantes, y podría o no ser una de las claves de los estallidos de violencia durante el Festival del Calamar de Agua Dulce, celebrado cada año. El ambiente decimonónico y decadente de la ciudad, lleno de pintoresquismo grotesco, arquitectura ruinosa y secretos atroces a punto de revelarse, supone una creación única en el fantástico contemporáneo, por su manera de unir paranoia contemporánea y exquisitez anticuaria que no desentonaría entre los venerables abuelos editados por Valdemar en la colección El club Diógenes.