Me sorprende que Cormac McCarthy sea siquiera nombrado al escribir sobre Butcher’s Crossing. Lo que John Williams aborda en sus páginas no tiene conexión temática o estilística con el autor de Meridiano de sangre, más allá de la poderosa presencia de un lugar, la frontera, y su efecto sobre quienes viven allí que mismamente lo podría vincular de manera superficial con, yo que sé, Karl May, Leigh Brackett o Wallace Breem. Este gancho de la mercadotecnia, una vez más mordido por todo tipo de lectores, expone la dificultad para colocar una historia tremendamente clásica cuya concepción bebe de Waldo Emerson y su trascendentalismo, de Melville y de London, con unos tintes románticos en su descripción y exaltación de la naturaleza, rescatada medio siglo después de su publicación original. Cianuro para las expectativas de ventas y, aún así, todavía con cierta presencia en las mesas de producción de Hollywood. ¿Hay algo más loco que gastarse 150 millones de dólares en una adaptación de La llamada de lo salvaje?
La historia de Will Andrews, un joven de Boston recién aterrizado en Butcher’s Crossing para experimentar la vida en las grandes llanuras y las montañas entre Kansas y Colorado, se convierte en un relato de iniciación de dimensiones Melvillianas. La descripción de su llegada en la diligencia, su visita al Hotel/Saloon, sus primeras conversaciones con los lugareños… ponen sobre la huella de una visión muy clásica del Oeste, convencional sin asomo de alternativa, que si se alza sobre esta característica es por la cadencia precisa y el tremendo gusto de Williams a la hora de fijar su atención sobre qué contar y qué omitir. Qué detalles debe desarrollar y durante cuánto tiempo antes de progresar.