Dune, de Frank Herbert

DuneEspero que no siente mal lo que voy a decir, pero Dune no parece una novela de ciencia ficción. Los elementos cienciaficcionescos están ahí –¡cómo no iban a estarlo!– pero no son lo suficientemente constitutivos del texto como para integrarlo en el género de manera cabal. Me explico: la ciencia ficción deforma la realidad para cuestionarla o criticarla, para embellecerla o caricaturizarla. El espacio y el tiempo están agredidos y dados vuelta para que entendamos o cuestionemos lo que llamamos realidad, y el vasto imaginario de la ciencia ficción engloba todo tipo de distorsiones visuales y conceptuales. Muy bien. Dune, en ese sentido, tiene el imaginario. La personalidad, en cambio, no.

Arrakis, el planeta también conocido como Dune por sus oceánicas, fluctuantes dunas de arena desértica, está tan lejos que el autor, con buen criterio, no se molesta en explicarnos a cuánto está de nosotros, y el futuro en que transcurre la historia, remotísimo, tampoco está especificado. En lugar de fechas tenemos vagos destellos de un pasado donde los humanos surcaban el universo en busca de estrellas, lo cual es un acierto. Detalles como los escudos o ciertas habilidades cognoscitivas de los personajes son propios del género, como lo que comentaba antes, pero viven en un mundo feudal, en una sociedad piramidal, hiperjerarquizada, donde el Duque Leto Atreides, punta visible de la pirámide, es obedecido con militante fidelidad. Hay un heredero al trono, Paul Atreides, el futuro Muad’Dib de la saga, y no hay siervos, pero sí hay una población, los Fremen, nativos de Arrakis, que son explotados por los Harkonnen, en un enfrentamiento frontal maniqueo y poco matizado. La existencia de los personajes recuerda más a la versión que hizo John Steinbeck de Los hechos del Rey Arturo que a la ciencia ficción que se escribía en esos años sesenta en que se pergeña la novela. Amoríos, traiciones, celos y otras manifestaciones de la vida palaciega abundan en Dune. Esos son los elementos constitutivos, realmente idiosincrásicos, del texto. El imaginario cienciaficcionesco, en Dune, es sólo un disfraz.

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Un prólogo a Dune de 2003

Siempre cuento que le debo a Frank Herbert dos cosas: el haberme enseñado a dejar libros por la mitad y el haberme permitido prologar un libro con decenas de miles de ejemplares de tirada. El primer hecho se produjo cuando yo tenía 20 años, porque recuerdo que compré Estrella flagelada cuando salió, en 1988, abriendo la colección que dirigió brevemente Domingo Santos para la editorial Destino. Ya había tenido malas experiencias con las dos primeras continuaciones de Dune y no había querido seguir con la cuarta (o quizá no la habían publicado aún en bolsillo), pero bueno, pensé, cosas que pasan, igual el tipo había alargado demasiado el tema. Era el momento de dar otra oportunidad si es que Santos (que en su calidad de ex director de Nueva Dimensión era para mí infalible) había confiado en esa novela para un primer número.

Pero no. La prosa de Herbert, que consigue combinar lo empalagoso de la mermelada de torrezno con la pretenciosidad de un meñique alzado tomando té, se dispuso a convertir mis vacaciones gallegas en un infierno. Empecé, literalmente, a padecer dolores de cabeza cada vez que intentaba continuar, pasada la página cien; nunca he sufrido un fenómeno de somatización similar. Pero la conclusión fue provechosa, al precipitar ese paso que todo lector debe dar en algún momento: no es necesario terminar todos los libros. Hay algunos que, simplemente, no es posible, bien por razones objetivas o subjetivas. Es indiferente: leer es una actividad solitaria y sólo cuenta una opinión para proseguirla.

He leído sin mayor provecho algún otro libro de Herbert (recuerdo alguno de los que publicó Nova como potable), pero básicamente me rendí con él. Sin embargo hete aquí, azares del destino, que en 2003 se pusieron en contacto conmigo desde El Mundo para pedirme el prólogo de una de esas ediciones populares que regalaban por entonces los periódicos. Iban a publicar Dune en dos tomos en la colección Las mejores novelas de la literatura contemporánea universal. En una serie de colecciones en las que había prólogos de Roberto Bolaño, José Hierro, José Antonio Marina, Manuel Vázquez Montalbán, Bernardo Atxaga, Soledad Puértolas, Andreu Martín o Guillermo Cabrera Infante, por limitar el namedroping sólo a gente a la que realmente he admirado, me pedían uno a mí. Para unos libros con una distribución prevista de decenas de miles de ejemplares.

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