Sí, en 1986 ya nos lo veíamos venir. Creo que yo ya tenía un Spectrum hacia ese año, y jugaba al Elite después de cargar con una casette; llegué a conseguir el mecanismo de aterrizaje automático, accedí a varias galaxias (cada una con 256 planetas), vi explotar novas. Pese a maravillas semejantes, no creo que hubiera sido capaz de anticipar cosas como que, apenas cinco años después, pasaría toda mi jornada laboral delante de un ordenador. De las redes sociales, El Rubius, los podcast, Disney Plas y el meme que se pasó de moda ayer ni hablemos.
El cambio se veía venir, no así su alcance ni su verdadera naturaleza. Revisar este librito desde la óptica actual tiene un componente sociológico más que curioso. Hay intuiciones, pero en él la revolución del ordenador se limita a situaciones concretas de corte siempre muy similar, y se dispara a la hora de evaluar la cercanía de la inteligencia artificial “dura”. Que el ocio y la vida laboral de un porcentaje tan alto de personas corrientes pasara por un dispositivo se ligaba sin problemas a los robots (como compañeros de juegos, facilitadores de la vida cotidiana o incluso parejas sexuales), pero jamás a los ordenadores o a su evolución en forma de televisiones o teléfonos. Simplemente, nadie pareció ver (supongo que en el campo especializado de la tecnología sí, pero a esas alturas desde luego no en la ficción o la política) que el centro del tema sería la distribución de información y la comunicación omnipresente. La conversión de casi cualquier contenido cultural en algo disponible al instante y de casi cualquier ciudadano en potencial creador de contenidos.
Thomas Monteleone, además, peca de excesivamente prudente o conservador en esta selección de cuentos sobre el tema. Abundan en ella aportaciones que en realidad no tienen gran cosa que decir salvo un chiste que hoy resulta bien obvio, bien obsoleto, mientras no hay presencia de un solo escritor ciberpunk. Es verdad que Neuromante se publicó ese mismo año, pero Gibson llevaba seis alumbrando cuentos, algunos tan significativos como “Johnny Mnemonic” o “Quemando cromo”. El resto de la alineación titular del movimiento —Bruce Sterling, Pat Cadigan, John Shirley, Lewis Shiner— llevaban al menos seis años en activo también; Rudy Rucker cuatro. En cambio, Monteleone pidió relatos inéditos sobre el tema a segundones tan justamente olvidados como Robert Vardeman, Ralph Mylius o David Bischoff, o a algún nombre relevante de dudoso encaje aquí como Roger Zelazny. Sólo tiene sentido haber convocado para la ocasión a John Sladek, un autor que hizo historia con varias obras sarcásticas, pero también profundas, sobre mecanización.