El marciano, de Andy Weir, y Marte, según Drew Goddard y Ridley Scott

Marte

Recupero –adecentado para C–, un antiguo texto sobre la adaptación al cine de El marciano, de Andy Weir, aprovechando que se publica la traducción al castellano de Project Hail Mary, su nueva novela. Parafraseando al Rodrigo Fresán de El fondo del cielo, cuando matizaba que la suya no era una novela de ciencia ficción sino con ciencia ficción, podemos decir que Marte no es una historia sobre el planeta rojo, sobre sus características y potencialidades, sino ubicada en Marte. Nada más. De ciencia ficción tiene poco.

Es tanto el rigor, tanta la ciencia que desprenden las páginas de la novela, que lo imaginado no es un descabellado salto al vacío sino los siguientes pasos, muy documentados, de lo que la ciencia actual permitiría. Weir estudió la realidad de nuestro tiempo, el estado de las ciencias duras, llegó hasta el límite mismo de lo posible, y dio sólo un pasito más. Con eso y, sobre todo, con el sorprendente talento que tiene para la recreación literaria de la personalidad humana, consiguió una de las mejores novelas de ciencia ficción dura de lo que llevamos de siglo.

Artemisa, su siguiente novela (auténticamente soporífera), se centraba demasiado en los supuestos enigmas de una trama de contrabando y sabotaje, de corrupción y crímenes, que no acababa de funcionar: era aburrida y las páginas avanzaban sin gracia, salvo, otra vez, por la imantadora personalidad de su personaje principal, Jazz, que era carismática y chispeante. Weir dio un paso más en sus atrevimientos imaginativos, y así como en su ópera prima, como digo, se empapó de la última ciencia puntera y dio el siguiente paso lógico, autorizado por el conocimiento, respaldado por la empírica ciencia de sus estudios, para orquestar su situación de supervivencia en Marte, en Artemisa se atrevió a crear una sociedad lunar, dando así un buen salto imaginativo con respecto a la realidad contrastable.

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Ready Player One, según Steven Spielberg

Ready Player OneEn la literatura reciente hay dos óperas primas que han sido adaptadas al cine por directores consagrados, con medios faraónicos: el primer caso es el de El marciano, de Andy Weir, con versión de Ridley Scott, y el segundo caso, más reciente, es la novela Ready Player One, de Ernest Cline, que acaba de llegar a nuestras salas de la mano, nada menos, que de Steven Spielberg. Eso debe ser el vértigo de un escritor.

El gancho particular de la novela de Weir era la magnética personalidad de su protagonista y el nivel de detalle con que recreaba –o creaba– el reto de la supervivencia en Marte; en la de Cline, el gancho particular no es el tejido distópico en que se desarrolla la historia, ni la personalidad del protagonista –más colorida en la novela que en la película–, sino la red de referencias que lo interconecta todo, que lo define todo, que le da sentido a todo. Se puede decir así: Ernest Cline ha hecho de la cultura popular la materia prima de sus novelas (lo mismo pasa con la reivindicable Armada, la novela que sigue a Ready Player One).

El ambiente distópico de la historia es un añadido más; hasta se podría decir que lo es sólo de pasada. Con sus trailers puestos uno encima del otro, el futuro imaginado es una excrecencia del nuestro. Wade Watts, el protagonista, malvive en uno de ellos con los restos infelices de su familia desestructurada, y asimila la realidad virtual como sustituto balsámico de la vida real. Es ahí donde es feliz. Esa es la doble clave de Ready Player One: los peligros del escapismo y el homenaje constante y desacomplejado a la cultura nerd, a la cultura pop de los 80 y 90, o, en otras, más certeras palabras, a la cultura. Punto. Sin adjetivos. La vida es gris en esta historia, en este vistazo rápido al futuro, pero al menos tenemos nuestros referentes, parecen decirnos. (Hasta el personaje que interpreta Mark Rylance aparece con un aire al Jimmy Page actual).

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