La R y la A que preceden al apellido Lafferty significan Raphael Aloysius. Novecientas abuelas, una de sus colecciones más conocidas, recuerda, en su tono directo y parco, a los relatos de Robert Sheckley. Son cuentos directos y expeditivos.
Alérgico a las complicaciones literarias, técnicas y reputadas de un Samuel R. Delany, Lafferty se mueve con soltura en un terreno de cuentos generalmente cortos, imbuidos de un sentido del humor que sobrevive a las traducciones, eficaces en su aparente sencillez y contundentes en sus críticas.
El Robert Silverberg de Unfamiliar Territory o el Clifford D. Simak de All The Traps of Earth, por poner dos ejemplos de mi estantería elegidos al azar, cuidan más la escritura, le sacan más brillo a sus imágenes, e implantan sus imaginarios en lugares muy alejados de la ciencia ficción rutinaria, urbana y como de entre semana de R. A. Lafferty. Esto no lo digo como descrédito del autor: igual que Sheckley, a Lafferty le interesa insertar o sugerir el sentido de la maravilla los martes o los miércoles, no los festivos de guardar. Coge elementos “consuetudinarios que acontecen en la rúa”, o “lo que pasa en la calle”, como diría Machado, y les añade ese sutil toque de ciencia ficción con una prosa llena de bocinazos, timbres e ingenio.
James Tiptree, Jr., Cordwainer Smith, Ray Bradbury, Stanislaw Lem o hasta Walter Tevis –no tan conocido como cuentista–, han escrito mejores piezas literarias de ciencia ficción en formatos breves. (Cada uno tiene sus cuentistas favoritos, y estaría bien enumerarlos y explicar el porqué). Lo que le pasa a Lafferty, lo único malo de sus cuentos, es lo mismo que lastra la calidad de los textos de Isaac Asimov: su abuso del diálogo. Ese parece ser el único recurso literario que dominen. Siempre es todo diálogo, todo gira a su alrededor y eso no es tan sugestivo como una descripción, un monólogo o la simple pero inexplicable fuerza narrativa que implica el ir del punto A al punto B y del B al C.