Fracasando por placer (XXIV): La rebelión de las masas y otros ensayos, José Ortega y Gasset. Alianza, 2014

La rebelión de las masas

Con los años, y en una incuestionable prueba de mi irreversible condición de pollavieja, voy apreciando cada vez más a esos intelectuales que florecieron entre finales del XIX y la guerra civil. La capacidad descriptiva o el experimentalismo de Azorín (cuando no se pone pelma), el naturalismo preciso de Pardo Bazán, el gigantismo de Galdós, la brutal honestidad intelectual de Unamuno, la exquisitez de Machado, el preposmodernismo inteligente de Lorca, la amenidad reflexiva de Baroja, la excentricidad creativa de Valle Inclán, la energía de Clara Campoamor, el genio de María Zambrano, la impecable formalidad de Gerardo Diego, la sencillez en la perfección de Rosa Chacel. el humor insuperable de Camba, Fernández Flórez, Jardiel Poncela, Muñoz Seca y Mihura, la campechanía talentosa de Josep Pla, el compromiso de Chaves Nogales, la capacidad infinita para la belleza de Cernuda o Salinas. Y Buñuel, Dalí, Ganivet, Sender, Concha Espina, Marañón, Madariaga, Ramón y Cajal, Ramiro de Maeztu, Miguel Hernández, Gómez de la Serna, Gutiérrez Solana, Miró, Zuloaga

Esa gente a la que (en su mayoría, porque también cuento ahí con algún nacionalista periférico no menos talentoso) le dolía España. Que eran, como dice Slavoj Zizek, auténticos patriotas: de los que se avergüenzan de los defectos de su país y quieren remediarlos. Que pensaban (bueno, luego unos cuantos se torcieron con la edad) que el honor era más importante que la fama, que la pluma podía vencer a la espada. Gente que defendía los valores buenos, sin que resultaran por ello anticuados o ridículos. He citado una lista enorme, y me falta gente, mientras que me sale una cortísima de las personalidades que me parecen de la misma pasta desde la guerra civil hasta hoy: Delibes, Julio Llamazares, Eduardo Mendoza, Torrente Ballester, Ana María Matute, Carmen Martín Gaite, Carmen Laforet, Buero Vallejo, Sánchez Ferlosio, José Hierro, Fernández Cubas, Juan Marsé. Quizá también Merino, los Goytisolo, Vázquez Montalbán, Muñoz Molina, Cercas. Y nadie más.

(Sí, he dejado sin mencionar a todos los galardonados con premios Nobel. Hemos tenido muy mala pata con los premios Nobel. En mi opinión, cada uno de ellos debería haber sido sustituido por otro de mucha mayor valía: Galdós por Echegaray, Unamuno por Benavente, Baroja por Juan Ramón Jiménez, María Zambrano por Aleixandre, y Delibes por Cela, por ejemplo. García Lorca, Salinas, Cernuda o Machado lo habrían merecido también más que los premiados, mucho más, pero murieron prematuramente).

Un mundoCuando me propusieron escoger una ilustración para la portada de mi antología de cuentos, Formas que adoptan mis sueños, no dudé en recurrir a alguien de esa época: Ángeles Santos, una de las Sin Sombrero de la generación del 27, que pintó su obra maestra, Un mundo, con sólo 18 años. La primera vez que vi ese cuadro en el Reina Sofía, hace unos cuantos años ya cuando alguien tuvo la buena idea de destacarlo en la colección permanente, me quedé ojiplático: no podía ser que no conociera esa maravilla hipnótica hasta entonces, no podía ser que ese sueño fantástico e inspirador hubiera surgido de la nada. Por cierto, hay otro pintor español de la época con cuadros “de género” en el mismo museo, aunque no tan impresionantes: el canario Óscar Domínguez.

De hecho, como han ido demostrando investigadores como Mariano Martín o Nil Santiáñez-Tió, efectivamente el nuestro fue un territorio más frecuentado de lo que parece por entonces. No fueron pocos los autores de preguerra que hicieron pequeños acercamientos a las temáticas de la ciencia ficción; sería largo detallarlo, y ya se ha hecho en numerosas ocasiones. Sin embargo, de un tiempo a esta parte alumbré la fantasía de que las cosas hubieran sido de otra forma. Aún más intensa. Quizá se pudiera escribir una ucronía sobre la rivalidad entre Sorprendente, revista de Ramiro de Maeztu, y Asombroso, revista de Ignacio Sánchez Mejía. Podríamos asignar algunos roles para los colaboradores más destacados: Unamuno como Heinlein, Camba como Sheckley, Azorín como Van Vogt, Ramón y Cajal como Asimov, Valle Inclán como Ellison, Azorín como Leiber, Sender como Jack Vance, Gómez de la Serna como Lafferty, Machado como Sturgeon. Después llegaría una siguiente generación con Delibes como Silverberg, Torrente Ballester como Zelazny, y la revolución femenina de Matute como Le Guin, Laforet como Russ o Martín Gaite como Tiptree…

Más allá de este juego, lo que sí pensé seriamente en más de una ocasión es en la posibilidad de que Ortega y Gasset hubiera sido nuestro Aldous Huxley. Que buena parte de sus especulaciones de carácter más sociológico y político las hubiera plasmado en una distopía, en lugar de en forma de ensayos y artículos. Que las hubiera estructurado como relato.

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Por qué El hoyo es una (excelente) película neocon

El Hoyo

Me contaron en una ocasión que Miguel Sebastián, el que fuera asesor económico y ministro de Industria con el gobierno Zapatero, hizo su tesis doctoral sobre la insostenibilidad del sistema de pensiones en España y la necesidad de derivarlas a empresas privadas. Refiero el dato porque su fuente era del todo fiable, si bien admito que no puedo confirmarla con algún enlace, que no he encontrado. Además, la tradición de eminentes miembros de gobiernos socialistas de corazón libremercadista es sólida y contrastada: desde Miguel Boyer hasta Elena Salgado, pasando por aquel Carlos Solchaga que dijo que era muy fácil hacerse rico y lo demostró usando en su momento una estupenda puerta giratoria.

La cuestión tiene un significado profundo: en realidad, el neoconsevadurismo ha conseguido convencer a la socialdemocracia de que no es una metodología política viable (el comunismo ya se encargó de lo suyo él solito). El formidable rearme ideológico de la derecha en la era Reagan-Thatcher, prolongado con el hostigamiento continuo de la Alt-Right de las últimas décadas, hizo que la socialdemocracia cayera en el error de aceptar a escondidas unas reglas de juego que nos han gobernado hasta hoy, y que no le son propias. Yo he hablado personalmente en más de una ocasión con distinguidas personalidades supuestamente de izquierdas que me han transmitido la sensación de que ellos sí quieren ayudar a los desfavorecidos, promover la igualdad social etcétera, pero claro, es que no se puede, no es sostenible.

Como ya comenté en mi largo ensayo anterior, al final consiguieron impregnarnos con la idea de que el fin del capitalismo actual (no del capitalismo en sí, sino de esta versión trucada e insensata en la que llevamos ya unas décadas viviendo) es el fin de la civilización, algo en lo que incide Slavoj Zizek en un libro que acaba de publicar en inglés y del que igual hablo otro rato.

La idea de retocar las reglas del juego se les plantea a ese tipo de personas de pseudo izquierdas, que se han adscrito al ideario del Partido Demócrata estadounidense para abandonar el progresismo real, como un imposible absoluto porque haría bajar la Bolsa, sería obstaculizado por Bruselas, condenaría a nuestros descendientes a un déficit eterno o cualquiera de las excusas habituales, que a poco que arañemos un poco tienen un denominador común: esos cambios alterarían los beneficios de alguien, podrían conducir a socializar tanto ganancias como pérdidas.

El hecho es que todos hemos comprado en mayor o menor medida ese discurso. Soy el primero que se ha intranquilizado sobre su propio futuro al ver caídas en los mercados, pese a que quizá le diera mis ahorros al Bananillo o los Mindolos antes que meterlos en Bolsa. Y también se ha alterado con todo ello nuestra visión del futuro, o de posibles alternativas especulativas consecuentes con el mundo que vivimos, como las planteadas por la literatura prospectiva.

Ya hablé en su momento aquí de cómo El ministerio del tiempo, una serie tan jaleada y con incuestionables aciertos (aunque su factura me parezca deficiente), contiene en el fondo un mensaje ideológico bastante repelente, conformista de la peor especie. Vengo a hablar ahora en este mismo sentido de El hoyo, disponible en Netflix, ganadora del último festival de Sitges, que creo que para muchas personas va a pasar en el recuerdo como «la película del coronavirus», y que ha llegado a ser el contenido más visto de la plataforma incluso en Estados Unidos en determinados días.

Lo primero que debo decir es que hay una diferencia importante con El ministerio del tiempo para mí: El hoyo es excelente. Un peliculón. Decir que es el mejor filme español de ciencia ficción de la historia (bueno, si es ciencia ficción, pero aceptemos pulpo como animal de compañía a efectos de seguir adelante) me parece una obviedad; creo más bien que es candidata a estar entre las quizá veinte mejores del género en lo que va de siglo a nivel mundial. Sin embargo…

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El fraude en el etiquetado de la distopía

SelecciónEn alguna ocasión comparé a un crítico o un reseñador con el maitre de un restaurante de lujo. Bien, se trata de una metáfora con bastantes grietas, pero me permite hacer hincapié en varios puntos. Que el chef, el creador, el escritor, es la verdadera estrella; que el maitre sólo es un transmisor y nada más que puede dar cuenta de lo que hacen los verdaderos talentos; y que por tanto su misión es informar al cliente de lo que hay. Parece desaconsejable que un maitre diga que un plato está bueno o no; pero sí debe informar, si se le solicita, de datos como sus ingredientes (por si alguno puede producir una alergia), el modo de preparación, el tipo de sabor… En suma, si el cliente está interesado por el plato y duda de si puede gustarle o no, el maitre debe proporcionarle la información necesaria, con sinceridad, que le permita decidirse. Y también puede darle cuenta de platos que le hayan pasado inadvertidos y se ajusten más a sus gustos, o especialidades del día que no figuren en la carta.

El hecho de que al maitre le guste ese plato o no es relativamente secundario; lo importante es que sepa explicarle a su cliente cómo es para que tome su decisión. Trasladado a nuestro terreno, si comprar y leer o no el libro.

Todo esto es muy periodístico, lo sé; soy periodista y tengo una manera de ver las cosas tan anticuada que ya ni siquiera se estila en el periodismo de ahora, el de enviar las irrelevancias que pueden contarse en 140 caracteres para crearse una “marca personal”. Más allá de esta visión por mi parte de las críticas o reseñas se encuentra el análisis literario, en un terreno totalmente distinto. Es incluso más valioso, pero creo que hay que reservarlo para platos de verdadera entidad y debe hacerse con otro tiempo, con otras aspiraciones.

La cuestión es que el maitre necesita para su explicación utilizar ciertas generalidades. Si el plato es de verduras, de pescado o de carne; si va frito, cocido, asado o la plancha; si es especialmente dulce o picante. Por supuesto, la cocina evoluciona precisamente en la dirección de ofrecer combinaciones sofisticadas; pero siempre existen datos básicos. Si alguien quiere comer pescado, es fácil determinar si un plato es en esencia de pescado o no para ofrecerlo.

Lo que quiero comentar se relaciona con este último punto. Los reseñadores necesitamos etiquetas como medio de informar a nuestros lectores de la condición del libro sobre el que queremos escribir. Las vueltas y revueltas sobre qué es o no ciencia ficción, que en realidad no tienen mayor importancia, son para mí relevantes porque quiero poder explicar con precisión si un libro pertenece a ese género o no, y puedo presentarlo como tal a mis clientes, a quienes confíen en mi criterio.

Se da la circunstancia en los últimos tiempos de que hay una etiqueta dentro de la ciencia ficción que se ha puesto de moda: la de distopía. Ya que estamos entre amigos, me permitirán que me cuelgue una medallita: hace tiempo que dije que esto podía pasar. A mi juicio, el problema de la ciencia ficción es que se empeñó en resultar cada vez menos pertinente para el lector común, centrándose en hechos como la novedad en los temas, que obliga necesariamente a un alambicamiento metarreferencial. La distopía, en cambio, supone una interpretación de nuestra realidad, una proyección de tendencias que observamos hoy en un futuro cercano y plausible.

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