Hace ya muchos años pasé por una fase de adicción a todo lo que por aquel entonces pensaba que era Japón: Kurosawa, el manga y el anime, el idioma (breves escarceos sin oficio ni beneficio), su cultura e historia, los samuráis… tópicos recurrentes para un freak en ciernes. La cosa quedó ahí hasta que, bastante tiempo después, vi Hiroshima mon amour y experimenté esa sensación de extrañamiento que supone acercarse a la realidad desde otro ángulo, prestando atención a detalles antes inadvertidos pero que siempre han estado ahí. Un nuevo mirar, buscando mi lugar en el mundo. La adolescencia quedaba atrás.
Centrado sobre todo en sus letras, grandes desconocidas hasta ese momento, fui retomando el acercamiento a Japón por caminos alternativos, totalmente distintos a la par que complementarios. A día de hoy la trayectoria no es muy larga, aunque tampoco puede decirse que sea un neófito. Y en esas sigo, cada vez más fascinado por una literatura que a menudo aborda temas universales —el amor, la familia, el paso del tiempo, la memoria, las ausencias— de una manera transparente y muy lírica, y que me gana sobre todo por su forma de narrar. La ficción se concibe como una ventana abierta a la vida por la que asomarse y mirar libremente, en contraposición a la más rígida estructura de inicio, nudo y desenlace a la que estamos acostumbrados por esta parte del globo y en la que nada queda sin explicación. Claro está que tirar monte a través puede desorientar incluso al viajero experimentado. No hablemos ya del talento que requiere abordar lo cotidiano con tanta sensibilidad; de lograr, sin caer en paroxismos, capturar lo etéreo y lo sublime en la superficie de las cosas más mundanas. En mi humilde opinión, se trata de un tipo de literatura para adultos que demanda un bagaje vital importante y exige al lector algo a cambio. Esto, que a muchos puede parecer un absoluto tostón, a mí me hace sentir (por expresarlo de algún modo) satisfecho y privilegiado, y sin lugar a dudas constituye una de las principales razones por las que disfruto tanto cada vez que me asomo a un libro de autores como Kawabata, Mishima, Dazai o Kunikida, por citar algunos. A la lista viene a sumarse de manera obligada Hiromi Kawakami.
El cielo es azul, la tierra blanca (o El maletín del maestro, si traducimos literalmente el original) es su obra más conocida y recibió el Premio Tanizaki en 2001. La edición española toma por título un verso de una canción popular japonesa que aparece en la novela, utilizando como cebo el lema “Una historia de amor”[1]. Este idilio tiene como protagonistas a una mujer bien entrada en la treintena y a su antiguo profesor de japonés, que casi la dobla en edad. Por su estilo contemporáneo, que tiende vías entre las tradiciones oriental y occidental, es una lectura muy accesible y altamente recomendable para aquellos que, como yo, han empezado a transitar el maravilloso mundo bajo el sol naciente.