A pesar de los peros, disfruté bastante de la lectura de Herederos del tiempo. Una space opera que recuperaba los escenarios de elevación, aquellas historias tan populares durante la década de los 80 del siglo pasado en las cuales una especie se topa con sus creadores, se desata un enfrentamiento o colaboran para plantar cara a una civilización más avanzada. Adrian Tchaikovsky planteaba el primer escenario: el relato de una especie empujada en su evolución por una humanidad que, miles de años más tarde, se las veía con unos descendientes insospechados en su deseo por hacerse con un planeta. Una aventura espacial afinada en el flujo del relato y un extrañamiento bajo mínimos desde el momento en el que cualquier asomo de dificultad en la comprensión quedaba obliterado por un narrador omnisciente hiperexplicativo, hasta grados a mi modo de ver innecesarios. Herederos del tiempo tenía un final más o menos cerrado con una escena que daba pie a una continuación en la forma de una misión de exploración; los protagonistas de esta Herederos del caos.
Tchaikovsky mantiene algunas constantes mientras introduce variables desde algo más que el argumento. De lo primero, lo más reseñable es su estructura dividida en dos secciones entrelazadas; primero, se desarrolla durante una decena de capítulos la acción de un lugar narrativo para después saltar a otro para relatar la segunda, de alguna manera vinculada. En Herederos del caos lo relevante en este esquema no es el espacio sino el tiempo: las dos secuencias ocurren en el mismo sistema solar, con una miles, cientos, decenas de años de diferencia. De esta manera la historia progresa alrededor de plantear misterios, enigmas que más o menos tendrán su resolución en la otra mientras se dejan interrogantes sin resolver que empujan la novela hacia su clímax.