Verano de corrupción, de Stephen King

And your Aryan eye, bright blue.
Panzer-man, panzer-man, O you.
Not a God but a Swastika.

Sylvia Plath

Verano de corrupción

Cuesta de creer lo que consigue Stephen King en Verano de corrupción. Leí la novela años, muchos años después de ver la película de Bryan Singer, con Ian Mckellan haciendo de viejo y Brad Renfro de crío, y aún recordaba los detalles de esta historia de fascinación por el mal. Se da una paradoja, aquí; una, de hecho, que tiene menos de paradoja que de explicación real de cómo funcionan estas fatales atracciones: que te fascine el mal es una cosa y otra que la fascinación por el mal te acerque al mal y te funda en él, diluyéndote sin que puedas hacer nada. Te dejas encantar por el mal como si ver la serpiente ondulando frente a las manos del hipnotizador te convirtiese, al poco tiempo, también a ti en una forma que resigue los movimientos sinuosos del hipnotizador.

Por lo que recordaba de la película pensaba que se mantendría, al menos al principio, el suspense de saber qué le ocurre al crío, por qué mutaciones pasa su cerebro hasta su entusiasta entrega al mal, pero no ocurre nada de esto. King afila su mirada y ya desde las primeras páginas vemos que el crío, fuera de plano, por así decir, ha descubierto la identidad del nazi –es decir, sabe que el apacible, entrañable viejo de la casa desvencijada de al lado es, en realidad, un criminal de guerra nazi bien conocido y buscado–, y lo que quiere el chaval no tiene nada que ver ni con la justicia ni con la reparación de las víctimas ni con nada que tenga que ver con la bondad o la memoria. Lo que quiere es oír las historias que almacena en su memoria el viejo torturador de los campos de exterminio. Ese es el morbo que motiva al chico. Lo que brilla en sus ojos es el ansia de saber más, y recibir el don del testimonio en primera persona y acercarse todo lo posible a los alaridos, al frío y al hambre de las torturas en el campo.

Cuando empieza a frecuentarlo, es el crío el que domina la situación. Él extorsiona, chantajea y coacciona al viejo nazi que sobrevive entretejido en la vida americana con el respetable aspecto de inocente carcamal (vamos a decir). Vemos a pequeña escala, a una escala del día a día, los mecanismos del totalitarismo y la dominación: el crío es al viejo lo que el nazismo fue a Europa, y de ahí que nuestras empatías se dirijan al viejo. Y King, que es un maestro, hace que empatices con el viejo nazi y odies al crío. Algo que, cuando te das cuenta, es bastante perverso.

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El palacio de la eternidad, de Bob Shaw

El palacio de la eternidadEl palacio de la eternidad cuenta con dos valedores de peso. David Pringle la eligió entre sus 100 títulos publicados entre 1948 y 1984, y el equipo coordinado por Julián Díez para Los mejores libros de ciencia ficción del siglo XX la consideró entre las 100 mejores novelas. No es poca cosa para un Bob Shaw que cuando se publicó este último libro ya estaba en proceso de perderse en las arenas del tiempo. En mi caso nunca le he tenido en demasiado estima. Pinché un poco en hueso con ¿Quién anda por aquí?, mi primer Shaw, y lo que me gustó de Otros días, otros ojos (el emocionantísimo “Luz de otros días”) no fue suficiente para animarme a seguir con otros títulos suyos. Un texto de Carlos Morgenroth me lo volvió a poner en la mesilla. Y aunque de los tres títulos que he leído El palacio de la eternidad me parece el mejor, a lo largo de su extensión me he ido distanciando hasta dilapidar las buenas sensaciones.

Mack Tavernor es un soldado retirado de la guerra contra los pitsicanos, una contienda que la especie humana va camino de perder. Sin embargo, su abandono no tiene que ver con esa contrariedad. Según se contempla en un flashback, a la sazón uno de los mejores pasajes de la novela, Tavernor se cayó del caballo durante una acción terrible iniciada para reprimir el descontento dentro de la propia humanidad. Tavernor vive ahora en Mnemosyne, un planeta con una importante población de artistas, involucrado en una relación con una mujer bastante más joven. Su aislamiento se rompe cuando el planeta pasa a ser controlado por un ejército que arrasa todos los terrenos alrededor de la ciudad donde vive, entre ellos su cabaña. Tavernor pierde pie con la realidad. Alienado respecto a sus antiguos compañeros de armas pero también respecto a la comunidad de Mnemosyne, revive experiencias y se ve obligado a echarse al monte junto a una resistencia perseguida por el ejército de ocupación.

El palacio de la eternidad grita años 60 a pleno pulmón. La contracultura, el castigo de la disidencia, el uso de drogas, el neocolonialismo, la destrucción de los ecosistemas planetarios, las consecuencias del desarrollo sin supervisión de tecnología, una espiritualidad rayando con el new age, pasan con alegría ante un lector probablemente cautivado por el ritmo del relato. Un encadenamiento de escenas entre logradas, las más (la explosión de una nova rompe la quietud de la vida campestre de Tavernor; el descubrimiento de la destrucción producida por la llegada de la armada terrestre), y risibles, las menos (una resistencia más cercana a la de los etarras de aquel episodio de McGiver que a las tropas republicanas de Por quién doblan las campanas).

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Destinos truncados, de Arkadi y Boris Strugatski

Destinos truncadosRevisando la lista de posibles lecturas para este nuevo Clásico o Polvoriento me encontré con una sinopsis de rabiosa actualidad. La primera línea captó toda mi atención:

Un centro de investigación moscovita ha desarrollado el prototipo de una máquina capaz de evaluar la calidad y comercialidad de los textos literarios.

¡Touché! Apenas con esa frase sabía que esta lectura era la ideal. Con todo lo que se está (y se seguirá) hablando sobre inteligencias artificiales, textos generados de manera automática o máquinas que estiman cuánto de un texto puede haber sido plagiado o generado artificialmente, encontrarme una novela escrita entre principios de los setenta y finales de los ochenta con este punto de partida parecía una señal del destino.

He escrito novela, en singular, pero en realidad Destinos Truncados son dos novelas publicadas originalmente con casi quince años de diferencia cuyos capítulos se intercalan a lo largo de este único volumen. Como curiosidad, la edición en inglés, publicada en 2020, se titula Lame Fate/Ugly Swans, es decir, el título de cada novela por separado unido en uno solo. No son los ingleses muy dados a las traducciones y supongo que la pereza fue más fuerte que el ingenio a la hora de escogerlo.

La primera de estas historias es la que da origen a la sinopsis que mencionaba al inicio. El escritor Felix Sorokin está pasando una crisis de la mediana edad. El Sindicato de Escritores Soviéticos le pide llevar una de sus historias a un nuevo programa informático capaz de evaluar si esa obra tiene valor literario y su posible éxito posterior. En un contexto como de la URSS, mezclar arte con influencia gubernamental puede acabar de cualquier manera y casi ninguna de ellas buena, lo que provoca la indecisión de Sorokin sobre qué texto llevar a la evaluación y cómo puede afectar a su carrera como escritor.

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