Temporada alta, de Nadal Suau

Temporada altaEn el sector turístico se suele medir la veteranía del empleado o la empleada por el número de temporadas altas que lleva trabajando. Josep Maria Nadal Suau, crítico de referencia de El Cultural (y no sólo de El Cultural, también del país entero), ha escogido este concepto, Temporada alta, como título de su segundo libro, un ensayo sobre, entre cosas, el turismo en su Palma de Mallorca natal; sobre cómo entender ese fenómeno omnívoro tan complejo, y sobre cómo entender, también, la propia ciudad. ¿Qué es una ciudad que vive del turismo? ¿En qué queda?

Suau abre el libro con una refrescante dosis de sentido común: “un barrio, un domicilio o un salario son puntos de vista”. Consciente de eso, separa esa “otra Palma” que  “se extiende sobre el trazado de Palma” con “la forma de lo vacío, lo rentable y de lo segregado”. Y si vivimos, como dice, en un espacio y en un tiempo en el que “se anula el significado de cualquier icono (…) que no responda a una lógica de la productividad”, ya tenemos un caldo de cultivo perfecto para que arraigue el “monocultivo turístico” de nuestro tiempo. Hay páginas para todas esas Palmas en Temporada alta. Basten estas breves citas para ver una pequeña muestra de cuánto y cómo incide Nadal Suau en estas cosas, con ejemplos y pensamiento crítico tonificantes.

Además, se encarga de espaciar los tramos más ensayísticos de su obra para que quepa su propio punto de vista, para adentrarse en lo que ve. Escoge muestras de un paisaje real, pre-turismo, que se solapan a las de una Palma cedida a los vicios del capitalismo como prueba y contraste de este problema, el turismo masivo, de tan difícil solución, que no produce nada “salvo apariencia de imágenes y de experiencias”.

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Historias del bucle, de Simon Stålenhag

Historias del bucleSi alguien presta atención a las imágenes aleatorias que encabezan C, se habrá dado cuenta que apenas hay un par de artistas repitiendo. Uno de ellos es Simon Stålenhag, ilustrador que saltara a la fama hace una década con Historias del bucle; la concreción de una idea alrededor de un hipotético acelerador construido durante la guerra fría bajo un fiordo al oeste de Estocolmo. La instalación, de dimensiones ciclópeas, alteró de manera decisiva el paisaje rural; aunque continúa siendo reconocible, entre sus granjas, bosques y caminos de tierra germinaron una serie de estructuras que moldearon a los que allí se criaron. Incluyendo al autor de este libro que pinta sus paisajes más reconocibles mientras relata historias alrededor de la estructura, abandonada después de tres décadas de funcionamiento.

Para los fascinados por La Zona tal y como nos la imagináramos mientras leíamos Pícnic junto al camino o la rodara Tarkovski en Stalker, es inevitable sucumbir ante este escenario; una mezcla entre cotidianidad y tecnología avant la lettre, a veces desde una óptica maravillosa donde lo excepcional fuera ordinario, y otras desde una perspectiva decadente. Máquinas de levitación magnética, torres de refrigeración rompiendo la línea del horizonte y robots alterando la vida de los suburbios se entremezclan con dinosaurios que han penetrado en nuestro presente, androides abandonados en vertederos y esferas metálicas que se oxidan bajo los pasos elevados de una autopista.

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El mundo invertido, de Christopher Priest

El mundo invertidoYa el propio punto de partida de este libro es raro. Y lo es de esa manera en que nos desconcierta lo descontextualizado, lo extraño, ante lo que normalmente reaccionamos con alguna de las variantes de la pregunta: ¿cómo se le ha podido ocurrir al autor una cosa así? En El mundo invertido, de Christopher Priest, la ciudad de Tierra, con sus edificios y sus gentes trabajadoras y bien organizadas, se mueve sobre raíles que hay que ir construyendo y arreglando sobre la marcha. La ciudad avanza hacia un punto inalcanzable llamado Óptimo, sin que acabemos de saber, igual que los personajes, por qué. Hay unos gremios especializados en la construcción de puentes para salvar los obstáculos naturales de la orografía, y hay otros gremios, como en el que ingresa Helward Mann, claro protagonista de la novela, llamados del futuro, que es el nombre que le dan a la tierra que tienen por delante, aún por descubrir. La primera frase ya nos empuja a un mundo distorsionado hasta en sus mismas concepciones del tiempo, hasta en la manera misma en que lo miden: “Había cumplido las seiscientas cincuenta millas de edad”.

La primera parte de El mundo invertido está narrada en primera persona, y es a través de Mann, el joven protagonista, que nos familiarizamos con el mundo extraño de Priest, con sus gremios, sus sistemas de trabajo, y con la lejana incógnita del mundo exterior. Es, en ese sentido, una novela de formación, en la que vemos cómo evoluciona la mente y los conocimientos del protagonista, cómo se estructura su personalidad.

Construcción de vías, comida sintética, relaciones programadas, referencias misteriosas a un planeta Tierra que ya no existe: este es el entramado de esta historia en la que el hecho de que una ciudad que se mueva ya es, o para mí al menos ha sido, un detonante de las mejores sensaciones de fascinación que provoca lo cienciaficcionesco. Pero ya en la segunda parte, donde un narrador en tercera persona se encarga de narrar la salida de Helward al mundo ajeno, se vuelve todo un poco loco. La realidad misma se altera, la propia fisicidad objetiva del entorno como los ríos, las montañas o las compañeras de viaje del protagonista pierden su forma original, y fluctúan de tamaño, de color y de forma como imágenes de caleidoscopio, como las coloridas alucinaciones de la psicodelia sesentera. Por eso no es gratuito el cambio de narrador: no sería creíble, dada la metamorfosis de todo lo real en la novela, que una primera persona afectada de tal manera contase lo que le rodea como si no pasara nada.

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Literatura de ideas

Mundo simulado

Hace unos años quedé sorprendido al leer la novela Simulacron-3 de Daniel F. Galouye, publicada en 1964, en plena era de las computadoras de tarjetas perforadas. La novela, para el que no la conozca, anticipa la realidad virtual de una manera que me pareció realmente admirable. Galouye, según leo en la Wikipedia, era periodista, así que supongo que el crédito de semejante presciencia debe ser casi exclusivamente de su imaginación. Todo lo que se ha escrito después sobre realidad virtual, incluidas novelas como Ciudad permutación o El experimento terminal o los guiones de la serie Matrix son refritos más o menos actualizados y más o menos inteligentes de la idea de Galouye, o del autor que la tuviera en primer lugar, puesto que no conozco suficiente la historia de la ciencia ficción para saber si alguien se le anticipó.

Lo que sucede con la realidad virtual no es un caso aislado. Lo cierto es que, si nos ponemos a revisar la historia de la cf, hay muy poquitas ideas básicas que hayan surgido después de los años sesenta. Tanto es así, que uno se pregunta si lo de centrarse en el espacio interior en vez de hacerlo en el exterior, el recurso a temas tabú y todas esas cosas que casan bien con la década, no surgirían porque no se les ocurría nada realmente original. Da un poco de vértigo pensar que la primera historia de Fundación data de los años cuarenta. Los imperios galácticos no son nada nuevo por más que nos los sigan presentando en gran variedad de tamaños y colores. Los viajes en el tiempo existen desde 1895 si le damos el crédito a H.G.Wells, o desde 1887 si se lo damos al anacronópete de Enrique Gaspar. La idea es de las que más juego pueden dar, incluyendo al sub subgénero de la ucronía que data también como poco de los años treinta.

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La ausencia de repercusión de Supernovas dentro del fandom

Margaret BrundageLa Fundación Telefónica en Madrid viene prestando una cierta atención a la ciencia ficción, en especial en las proximidades del festival Celsius cuando aprovecha a los autores que pasan por Avilés para organizar encuentros abiertos al público y retransmitidos por internet. Nancy Kress, Pat Cadigan, Kameron Hurley, junto a Gabriela Campbell o Laura Fernández, son algunos de los nombres que han pasado por ese espacio. Desde la lejanía, cuesta decir que esta relevancia de la ciencia ficción se haya convertido en algo cotidiano; más parecen actividades que ponen la atención sobre un nombre y una serie de temas en un contexto cultural plagado de eventos para todos los paladares. Sin embargo, hace unas semanas el centro de ese espacio lo ocupó Supernovas, la historia de la ciencia ficción feminista audiovisual escrita por Elisa McCausland y Diego Salgado. Lejos de la abulia organizativa de los meses verano, abrieron sus puertas a uno de los libros del momento y, para este servidor, el ensayo sobre ciencia ficción más importante escrito en España desde la Teoría de la literatura de ciencia ficción de Fernando Ángel Moreno. Una relevancia de la cual ya habla este protagonismo y que entronca con los nombres apuntados en el primer párrafo en una línea que el propio Diego Salgado utilizó para explicar el por qué de Supernovas. El estudio obedece a un momento en el cual la perspectiva feminista ocupa el centro del debate social. Una observación que no merece la pena atestiguar porque es evidente para cualquiera que se haya movido dentro del terreno de la propia ciencia ficción los últimos años.

Supernovas está gozando de una atención extendida en el tiempo, hasta el punto que cuatro meses y medio después de su publicación continúa apareciendo en multitud de lugares y medios. Fruto de esa pertinencia temporal y, es de suponer, de la experiencia de una editorial bregada en aprovechar la ola de cualquier evento. Pero no quiero dejar de lado el excelente trabajo realizado por sus autores del cual ya he escrito extensamente. En este contexto, me resultan incomprensibles las exiguas referencias a Supernovas desde el entorno del fandom de ciencia ficción. Como siempre en este rincón es difícil pasar de las sensaciones a los hechos; cualquier afirmación como esta suena más a frase de barraCon que a un hecho constatable. No obstante, invito a comprobar las escasas reseñas escritas en los blogs, webs, portales más escorados hacia la ciencia ficción o visitar su descorazonadora ficha en Goodreads para darse de bruces con la fría recepción entre los lectores más movilizados… más allá de ese gesto tan bonito de alardear que te lo piensas leer algún día. Un bajón agravado cuando lo pones al lado de la ficha de la Nueva Guía de Lectura de Miquel Barceló. Duele observar el número de lecturas y opiniones que tenía en los meses posteriores a su publicación.

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Autonomous, de Annalee Newitz

AutonomousEn uno de los blurbs que ha situado Minotauro en su edición de Autonomous, Neal Stephenson la describe como el equivalente de Neuromante para la biotecnología y la IA. Sin embargo yo la veo bastante, mucho más próxima a la irregular Islas en la red, del otro pionero del cyberpunk Bruce Sterling. Más allá de una experiencia estética de extrañamiento futuro a través de la retórica, Annalee Newitz prioriza la creación y el desarrollo de un escenario especulativo (esas biotecnologías, las IAs mencionadas en el blurb, y todas las estructuras de poder a su alrededor). Y deja el resto sin excesivos cambios para facilitar las conexiones entre su primera novela y nuestra realidad cotidiana, un recurso mucho más amable que el batazo de la inmersión sin medias tintas, siempre recibido con una mayor hostilidad. Así, el protagonismo de Autonomous gravita sobre la tecnología y el funcionamiento del mundo, con las esperables tensiones entre las corporaciones propatentes y los grupos antipatentes, o la integración de las IAs y todo el entramado social, político y económico.

Newitz no se complica la vida al tratar estas cuestiones. Cada una monopoliza un arco argumental de los dos que maneja. El primero sigue a Jack, una activista antisistema en pleno ataque de nervios al haber sintetizado mediante ingeniería inversa un medicamento, la Zacuidad, y darse de bruces con sus efectos secundarios cuando no está supervisado por la empresa que lo suministra. Asustada por las consecuencias, comienza a investigar una cura mientras la corporación responsable, Zaxy, pone sobre su rastro al brazo armado de la Coalición Internacional de la Propiedad. Los agentes de CIPol asignados a su caza, bastante cafres por cierto, son un humano, Eliasz, y un bot, Paladín; el otro 50% de Autonomous, responsables de poner en marcha todo lo referente a las IAs. Y aunque hay momentos en los cuales ambas cuestiones se entremezclan, la compartimentación es la tónica general, con la socorrida estructura de arcos separados hasta que se unen en las proximidades del desenlace.

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Fracasando por placer (X): El secreto del caos y otros relatos, originalmente New Writings in SF 1. Selección de John Carnell. Col. Anticipación nº 2. Edhasa, 1967

El secreto del caos

Hubo un tiempo, allá por el segundo lustro de los años sesenta, en que a sucesivos editores españoles se les ocurrió la estrafalaria idea de que los cuentos de ciencia ficción eran una cosa de gran prestigio que valía la pena publicar en tomos de tapa dura, como de leer ante una chimenea mientras se fuma en pipa y se agita un brandy en copa de balón (lamento la figura heteropatriarcal, usada en beneficio de la comprensión del contexto histórico). Sé que la idea parece absolutamente ridícula, pero a las pruebas me remito: lo hicieron editores de variada ralea y prestigio, a un precio elevado para la época. No tuve jamás la ocasión de preguntarle a ninguno de los implicados, y dado que hablamos de algo que pasó hace camino de sesenta años, creo que va a ser ya complicado salvo por güija. Confieso mi absoluta estupefacción acerca del fenómeno.

En ese momento, no había ninguna razón para una, digamos, dignificación del género. No había aparecido ningún fenómeno mediático (como 2001 poquito después) de prestigio. Las novelas seguían publicándose en formatos modestos, bordeando el bolsilibro, en traducciones infectas, en editoriales relativamente marginales, sin que ninguna hubiera conseguido aún dar una campanada en ventas o asomarse a los suplementos literarios. Ni siquiera Bruguera había empezado a dar cabida a la cf en formato bolsillo a escala popular, como haría inmediatamente después. Borges ya había dicho varias veces que le gustaba Bradbury, pero no estoy seguro de que Borges importara demasiado en España a esas alturas. No había revistas especializadas y las argentinas habían cerrado. Se hablaba en algunos ámbitos de la cf a causa de El retorno de los brujos, de Pauwels y Bergier, pero no parece un colchón suficiente para justificar el fenómeno si lo centramos en la edición más o menos de lujo.

En este contexto, la editorial Acervo, que llevaba publicando antologías policiacas desde 1959 podemos suponer que con algún éxito comercial, arrancó en 1963 con antologías de ciencia ficción, aunque bajo el dignificador título de «de anticipación». Otro rato me releo alguna: ya he explicado en varias ocasiones que estos veinte tomos blancos, primorosamente encuadernados y con sobrecubierta plastificada, gracias a su aspecto pulcro y esa denominación aséptica, se incorporaron a la biblioteca de mi colegio. Yo los leí dos veces de forma íntegra entre los doce y quince años, con las divertidas consecuencias ya conocidas de que accedí al género a través de Aldiss, Ballard y Dick en vez de con Louis G. Milk y Ralph Barby, como se me ha explicado repetidamente que hizo la gente normal. Dado su carácter formativo para mí, recuerdo bastante vivamente esos relatos. No sé si releerlos, aunque puede valer la pena. Por el rollo de hablar de Acervo y su posterior deriva hacia el nazismo, también. But I digress

El caso es que aquella peregrina idea de coger la parte menos comercial de un género a todas luces maldito y venderla en el formato en que debían comprarla los lectores más elitistas debió funcionar por algún motivo que, francamente, escapa por completo a mi capacidad de análisis. Acervo reeditó algunas de esas antologías. Y otras editoriales se pusieron a imitar la idea sucesivamente con más o menos insistencia, incluyendo algún caso mítico como el de Labor. También se fijó en esa opción, con perspectivas más modestas, la reina de la cf en España: Edhasa. En 1967 llevaba 130 números largos de la colección Nebulae. Había publicado a Asimov, Heinlein, Clarke, Simak, Sturgeon, Anderson, Pohl… E incluso los jóvenes pujantes del momento, Aldiss, Ballard, Dick, Silverberg. Todos en modestas ediciones de tapa blanda. Con perspectiva, la colección debía andar en sus últimos estertores, porque no duró mucho más. Decidieron hacer una apuesta nueva, más cara, y usar la tapa dura para sacar antologías. De autores ingleses desconocidos.

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