Vivimos tiempos convulsos. No sólo por la concatenación de la macrocrisis económica, la degradación de nuestro estándar de calidad de vida, el progresivo aumento de las desigualdades sociales, la pérdida de confianza en la casta política que elegimos elección tras elección… A la vuelta de la esquina hay una serie de cuestiones que apenas se han tratado debido a todo el bagaje que llevan consigo y que se acercan inexorablemente.
Sirva de ejemplo cómo se ha tratado en España el tema de la energía nuclear y cómo se ha dilatado la gestión de los residuos de alta actividad que se producen en las centrales; 3 o 4 décadas de bidones acumulándose en piscinas junto a los reactores, o enviándose a Francia por un “módico” precio, sin que los que debieran haber solucionado el asunto se decidiesen a construir el almacén destinado a albergarlos hasta hace unos meses. Uno de esos melones que nadie quería tocar y que sólo se abrió cuando huir dejó de ser una opción. Pero ahora toca hablar de otro problema complejo y poliédrico, más acuciante y, por tanto, más obviado: el agotamiento del petróleo barato.