Ralph Adams Cram (1863-1942) es uno de esos personajes curiosos y peculiares que, da la sensación, sólo es posible encontrar entre los aficionados a la literatura fantástica. Prestigiosos arquitecto estadounidense –principal defensor en su país del neogoticismo, profesor universitario, divulgador de su arte, autor del edificio de la Academia de West Point–, cuando falleció parecía la quintaesencia del espíritu norteamericano: partidario a ultranza de la democracia, del liberalismo y del american way of life. Y, sin embargo, Cram abominó siempre de los excesos que cometió en su primera treintena de vida. Excesos, como veremos, inofensivos pero que, visto como iba a acabar, parecen pertenecer a la vida de otra persona.
En efecto, Cram en su juventud podría haber protagonizado sin muchos esfuerzos una de las novelas de Henry James o Edith Warthon; una de esas historias de ricos norteamericanos fascinados por la vieja y decadente Europa. En el caso concreto de Cram esta fascinación fue llevada hasta extremos un tanto ridículos y extravagantes. En efecto, nuestro autor viajó extensamente por el Viejo Continente –especialmente por Italia, Francia, las Islas Británicas y Alemania– y se declaró férreo partidario del catolicismo más tramontano, del Antiguo Régimen, del absolutismo político y, en el colmo de su delirio, partidario de los pretendientes Estuardo al trono de Inglaterra y Escocia. O sea, jacobita irredento. Viniendo de un hijo de los jóvenes EE.UU. no deja de tener su gracia y no es extraño que el maduro Cram –que de toda su juventud sólo mantuvo su fe en el estilo gótico– echase pestes de estos deslices no tan juveniles. Como parte de su obsesión, el joven Cram publicó un par de relatos en 1893, no muy afortunados.
“El decadente” es una extravagante defensa de un nuevo credo político que defiende el hedonismo más disoluto, el absolutismo político y el anarquismo revolucionario. Leído hoy, este supuesto homenaje a Oscar Wilde (¿?) no deja de resultar un tanto incoherente y absurdo. “De cómo cabalgó Jaime por el rey” es una fantasía jacobita escrita a lo Stevenson y claramente dentro del género de la literatura juvenil. Agradable e inofensivo, es un cuento que demuestra que imitar al autor de La isla del tesoro no es tan fácil como parece.
No contento con estas obritas, en 1895 Cram publicó Black Spirits and White, una antología de cuentos de terror que recoge seis relatos. En cuatro de ellos, Cram se nos muestra como un autor poco afortunado y claramente anticuado. Cuentos como “La hermana Magdalena”, “La villa blanca” o “Vigilia en Knopsfberg” nacen con, al menos, 100 años de retraso. Hijos del género gótico, están escritos al estilo de Radcliffe, Maturin y Lewis y, evidentemente, poco tienen que ofrecer al lector actual. Como pastiches que son reflejan pálidamente la grandeza de las obras que intentan copiar, y. únicamente, pueden resultar interesantes como reflejo de la fascinación y el morbo que Italia y Alemania –lugares donde están ambientados– despertaban en determinados espíritus impresionables y muy estadounidenses. “Nuestra señora del mar”, una historia de locura y amor ambientada entre una colonia de artistas franceses es levemente mejor pero tampoco acaba de remontar el vuelo.
Tanto se avergonzó Cram de estos experimentos narrativos que, en vida, prohibió la reedición de su obra que pronto pasó al olvido. Hasta que Lovecraft entra en escena. El solitario de Providence conocía este librito –¡cómo no!– y dejó escrito que, en su opinión, “El valle de muerte” es una de las mejores historias de terror jamás escritas. Suscribo esta opinión y, añado, que “El 252 de la calle M. Le Prince” no le va a la zaga. Son los dos relatos que me quedaban por reseñar y, hasta cierto punto, parecen escritos por otra persona distinta al autor de los cuatro anteriores. Comparten algunos puntos con las otras narraciones: ambientación «exótica» –Suecia uno, Francia el otro–, relato en primera persona. Pero, en lo esencial, son radicalmente distintos. No es raro que gustasen a Lovecraft y aún hoy en día nos lleguen a fascinar. Representan a la perfección ese subgénero bautizado por el de Nueva Inglaterra como terror preternatural, una temática que él bordó en sus mitos de Chtulhu pero que otros autores previos ya habían tanteado, como es el caso de Hodgson, Blackwood o Machen.
Con estos dos cuentos Cram está a la altura de todos ellos, incluido Lovercraft. ”El 252 de la calle M. Le Prince” –que abre el libro y despierta, por desgracia, demasiadas expectativas–, no deja de ser una historia de casas encantadas, pero el horror que acecha a sus visitantes está muy cerca de los dioses pretéritos que soñó Lovecraft y las insinuaciones sobre los extraños cultos que en ella han tenido lugar crean un ambiente ominoso sencillamente magistral. “El valle de la muerte” es mejor aún. El terror que asola el citado valle no tiene lógica, ni explicación, parece más una fuerza ciega de la naturaleza que otra cosa y nos es mostrado por medio de una descripción de un paisaje desolado impactante y difícil de igualar.
Los comentarios de Lovecraft llevaron la obra de Cram al terreno de la leyenda, y no fue hasta su muerte que sus cuentos pudieron reeditarse y ser paladeados por los aficionados. Este volumen de Valdemar que recoge la obra completa de Cram, alguien que si hubiese perseverado por la línea de estos dos cuentos podría haber sido realmente grande, posee el cuidado habitual con el que esta editorial realiza su labor aunque no es menos cierto que muchos aficionados pueden preguntarse si merece la pena el gasto para sólo dos cuentos. Bien, aquí entramos más en el terreno del vicio que de la crítica. Y, como demostró Sade, en esto de los vicios cada uno es muy suyo.