En una antigua China que nunca existió, el campesino de noble corazón Buey Número Diez solicita los servicios del único sabio al que puede permitirse contratar: el excéntrico Li Kao. El centenario maestro, de astroso aspecto y con un «ligero defecto en su carácter», acepta acompañarle y buscar el antídoto al misterioso mal que aqueja a los niños de la aldea de Ku-fu. Viajando sobre la espalda de Buey Número Diez, el maestro Li recorre el Reino Medio o región central de China en busca de la Gran Raíz del Poder, una planta mítica que es a la vez el más poderoso agente curativo conocido. Tras innumerables –y divertidas– aventuras acaecidas en los más variopintos escenarios, atravesar laberintos que ocultan fabulosos tesoros, enfrentarse a criaturas espantosas armados únicamente del ingenio y recibir en el proceso diversas sentencias de muerte, el final del viaje les depara nada menos que la resolución de una mítica leyenda.
Puente de pájaros (i) posee el tono mágico, armonioso y ancestral propio del alma china. Una narración que derrocha ingenio y originalidad, construida a base de concatenar pequeñas historias y leyendas que se unen con acierto al relato principal –como, por ejemplo, la de los cazadores de ginseng o la de la Danza de Espadas, usada como telón de fondo para narrar una bella historia de fantasmas enamorados que, a la postre, supone el quid del relato–. La narración avanza, pues, con una cadencia deliciosamente tranquila, reflejando una forma de sentir que hace del respeto a la tradición, las enseñanzas morales y el amor a la vida sencilla sus signos distintivos. Sin embargo, tal vez sea la fina ironía, tan oriental, el aspecto más sobresaliente de la novela, ironía que con frecuencia se torna franca socarronería cuando no hilaridad grouchiana en algunos episodios merced al «ligero defecto en el carácter» de cierto personaje cascarrabias.