Guernica Night, de Barry Malzberg

…la sensación de certeza se vació de nuestras vidas

Barry N. Malzberg

Guernica NightUna novela corta, de apenas 126 páginas, deprimente y desoladora, de un autor que cuesta de ver en las librerías y del que no se habla mucho: eso es, entre otras cosas, Guernica Night. Barry Malzberg, que es un extraordinario prosista –pero extraordinario de verdad, como Avram Davidson– de frase larga y atrevida, perentoria y sinuosa, nos lleva a un mundo resquebrajado en el que no hay tanto sociedades tal como las entendemos nosotros sino grupúsculos de gente más o menos relacionada, y, sobre todo (y por encima de ellos), un gobierno o una especie de gobierno que quiere dominarlo todo.

Sorprenden, ya desde el principio, las descarnadas, frías escenas de sexo en esta historia de soledad. Es una buena representación de sus existencias en ese mundo. (Por su ternura les conoceremos, podríamos decir). El narrador vive en un cubículo de cuyas dimensiones no aporta datos específicos, quizá por vergüenza, y es ahí, en las noches maldormidas, donde recibe las visitas de muertos ilustres, imaginados o no, haciendo de su vida una amalgama de planos de existencia que se confunden entre sí. De ese torbellino surge el narrador.

En ese mundo está el transportador, invento del futuro que, un poco a la manera del teletransportador de Star Trek, permite a la gente ir de un sitio a otro del planeta en unos instantes, con la diferencia de que se explicita aquí que el abuso de este medio de transporte es un peligro para la salud. Para el narrador en primera persona, que, como veremos, no es necesariamente el protagonista, es una evasión y una liberación. Cuando consigue habar con Cage, el inventor del aparato que lo ve como algo entretenido y hasta cierto punto pensado para el ocio y nada más, le plantea una pregunta que es una pregunta también para nosotros, los que leemos, y para entender quizá el porqué de tantas frustraciones, de tantas decepciones en nuestras expectativas en la vida: ¿acaso vivimos en un mundo vaciado de eventos? Claro, no a gran escala porque seguimos cumpliendo con el prontuario autoimpuesto de guerras y genocidios, pero a escala individual, en el ámbito de nuestro día a día, sí. Todo está vacío.

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A Hidden Place, de Robert Charles Wilson

A Hidden PlaceLo que me atrajo fue la portada. Está ese dicho en inglés que sugiere, con bastante sentido común, no juzgar un libro por su portada. Pero la verdad es que no hice mucho caso y el libro ya me atrajo, sin saber de qué iba, sólo por lo evocadora que me parecía la posición de los personajes en primer plano, con ese brillo azul en la mirada de la chica, y, en segundo plano, más allá de la curva de la carretera, por ese otro personaje, vulnerable y desamparado, que claramente era el foco de atención de la imagen. Poco hablamos de las portadas. De lo importantes que son. Esta, del espléndido Jim Burns, aunque pueda tener algo de cutrecilla, me encantó hasta el punto de comprarme la novela, esta A Hidden Place de la que conocía el autor –Robert Charles Wilson– pero no el título y me llevé el ejemplar sin ningún tipo de miramiento. ¡Menudo acierto!

Porque detrás de esta portada hay vagabundos en un tren de mercancías yendo de un sitio a otro en la geografía norteamericana; hay, también, un despliegue de paisajes y la aventura de la itinerancia; y, en medio de esta inmersión en la ciencia ficción rural, están la pobreza, la quiebra de la sociedad y un poco del amor que queda en el mundo. Sobre el vagabundo del tren de mercancías reconozco que decirlo así, pierde (como todo pierde en traducción), pero esa es la idea, o el resumen de la idea, del hobo americano. Es un imaginario que conocemos por el cine (y por Los Simpson) y por algunas lecturas, y por lo visto en la ciencia ficción teníamos esta encantadora, esta excelente ópera prima de Robert Charles Wilson como representante de ese imaginario, como sobresaliente historia de ciencia ficción rural.

La novela se abre con un preludio en el que vemos ese cuadro conocido y a la vez desconocido, y recuerda en su emulsión de aventura, despreocupación, peligro y violencia a las descripciones de estos mismos mundos, de estas almas libres y pobres, que podemos leer en ensayos como Lonesome Traveller de Jack Kerouac, y, sobre todo y más a fondo, en Riding Toward Everywhere de Willam T. Vollmann.

Una delicia de apertura.

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La carretera, de Cormac McCarthy

La carreteraFue ver The Last of Us y querer volver una vez más al mundo de La carretera. Me entraron unas ganas incontenibles, viscerales y entusiásticas, de volver a leer, por tercera vez, La carretera. Lo que tampoco es tan raro: tanto es el parecido, tantas las concomitancias, que viendo la serie recordaba sin esfuerzo la novela. La he releído por eso y porque en principio se estrena, a finales de año, una adaptación al cine de Meridiano de sangre dirigida por John Hillcoat, autor de ese neowestern australiano, violento y árido, que es The Proposition, y quería tener fresco en la cabeza el pensamiento de McCarthy, el imaginario de su escritura. Roger Ebert, en la crítica que escribió en su momento de The Proposition, dijo que esta película, escrita nada menos que por Nick Cave, ya era, de hecho, un pariente cercano de Meridiano de sangre (aunque yo diría que más por su estética y composición que por su representación de la violencia), así que veremos en qué se convierte ese proyecto.

Hace unos meses mencioné en esta página un texto poco interesante que no escribí sobre La carretera, y este sigue, por suerte, sin ser ese texto. De lo que me he dado cuenta, en esta tercera lectura del libro, es de lo mucho que te machaca el autor: no ves las ruinas ni todo ese destrozo, sino que avanzas por él, rodeado, y cada párrafo añade un detalle más de ese horror que se acumula. Te quiere hundir en ese contexto de espanto y degradación y cuando pensabas que el cuadro ya por fin estaba terminado le añade un buen par de pinceladas más para que no te confundas y sepas que estás en un entorno de violencia sin fin. He visto que no te da tregua, y eso que la segunda vez leí La carretera como relato optimista.

La primera vez leí la novela como relato de aventuras, como sinigual historia de supervivencia entre gente demenciada y rota; la segunda, como historia de esperanza, como tenue, pálida y lejana pero aún viva luz de esperanza en un mundo arrasado; y esta vez, esta tercera lectura de La carretera, ha sido para mí la lectura moral. Sé que no descubro nada nuevo con esto pero he visto que el niño es el garante del sentido de la moral en ese mundo. Sin pretenderlo, sin ser plenamente consciente de ello, pero lo es. A pesar de los instintos de supervivencia del padre.

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Comedias parcas en humor

Avenue 5 y Space Force

Heard the sound of a clown who cried in the alley
Bob Dylan

Comedias que no hacen reír o películas de terror que no dan miedo. ¿Y qué hacemos cuando pasa esto? Aparte de lo relativo que es todo –lo que a ti te hace gracia a mí quizá no, y lo que a mí me da miedo igual a ti no– hay comedias que no hacen reír mucho, que no hacen mucha gracia, y parece que eso mismo sea ya la intención en la misma medida en que hay películas de terror más centradas en eviscerar el trauma humano que en asustar. En hacer metáforas de nuestros miedos que en hacernos saltar de la butaca.

Con las comedias, de todos modos, se complica más la cosa. Hay una ligereza en el tono y en la composición, un lenguaje transparente y directo, y hay situaciones, quizá, fuera de lo normal, que nos pueden hacer sonreír, pero el conjunto, como comedia en sí, queda algo limitado en su alcance. Entendemos por qué se publicitan como tal género porque parece que, como mínimo, tienen la intención de hacer reír y porque se ve en la puesta en escena y en los diálogos (y en la interpretación), pero todo está como a medio gas. Son comedias parcas en humor.

Series como Space Force y Avenue 5 son dos buenos ejemplos de este tipo de comedia. La primera, de Steve Carell y Greg Daniels (que ya trabajaron, respectivamente, en las espléndidas y, estas sí, muy efusivamente cómicas The Office y Parks & Recreation), es tan sólo tangencialmente de ciencia ficción, y es una comedia pero sobre todo una historia de familias quebradas y gente intentando ser feliz. Con episodios de media hora de una ciencia ficción suave, para todos los públicos, con algunos momentos estelares (como poder ver a John Malkovich cantando una divertida paráfrasis de amor de ‘What a Wonderful World’, o a Steve Carell bailando y cantando al son de ‘Kokomo’ de los Beach Boys), es una serie simpática y fresca. Momentos como esos no nos harán reír pero nos llenarán de alegría, de simpatía y frescura, hasta de una ternura ilimitada que ya acercan la serie a la comedia parca en humor. No todo tiene que ser humor para ser comedia.

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The Mandalorian o los rezagados del imperio

The Mandalorian

Decir que The Mandalorian reúne los talentos y los imaginarios del western y la ciencia ficción no es decir mucho, la verdad. Decir que logra encajar bien las idiosincrasias, a priori tan opuestas, de esos dos géneros, realmente no añade mucho a lo que hay que decir sobre la serie. Y no es que ‘haya’ que decir nada, pero las capas de ficción que se van añadiendo a un universo cerrado o, como mínimo, tan identificable y autosuficiente como el de Star Wars, tienen el problema de estar condicionadas por el argumento central, por la historia mayor en la que se entreveran. La historia tiene que encajar en otra, ya sea para continuarla o matizarla, y ahí está el verdadero reto. Al fin y al cabo, Jon Favreau, el creador de la serie, ya había jugado a unir los géneros en (la no muy buena) Cowboys & Aliens, o sea que eso no es nada nuevo.

A Jon Favreau hay que reconocerle que se ha atrevido con proyectos no muy seductores, y que ha cumplido donde no era fácil cumplir. ¿Una secuela de Jumanji? Pues sí: Zathura era Jumanji en el espacio y funcionaba la mar de bien. ¿Otra película navideña más pero con Will Ferrell y las cansinas muecas de Will Ferrell? Pues también: Elf, que ya tiene veinte años, es recordada hoy con cariño. La película tenía su consistencia y aportaba algo de frescura al azucarado submundo temático al que pertenece. ¿Grandes producciones Marvel? Claro que sí: sus enérgicas aportaciones a su universo (que no son santo de mi devoción), también son notables, como lo ha sido su osadía de reinterpretar clásicos Disney en cine de imagen real. Pero la aportación clave de Favreau a la cultura de nuestro tiempo es, queda claro, The Mandalorian.

Igual que Star Trek y las series que se van sumando a su universo (no sólo pienso en Lower Decks o Discovery sino, también, y tanto o más que en estas, en películas como Galaxy Quest o en la serie The Orville), The Mandalorian ya viene de antemano predefinida por las coordenadas a las que se adscribe, con todas las reticencias y adhesiones que eso puede provocar en el público. Es una serie Star Wars, por decirlo así, y enfrentarse a eso no es fácil porque expandir algo que ya existe y con la fuerza con la que existe, es un reto: todos te mirarán con recelo. Favreau parece que, como decía antes, encuentra sus mayores talentos (más que en la interpretación, sin duda) cuando se adentra en universos ajenos para aportar su propia visión de las cosas. Su creatividad mejora cuando se apoya en obras de terceros.

La serie transcurre después de los hechos de El Retorno del Jedi: el mandaloriano, el Din Djarin interpretado por un Pedro Pascal al que (casi) no le vemos la cara, se rebela contra sus contratistas –ya al inicio de la serie– y el mundo por el que se mueve es el residuo libertino y desestructurado de un imperio que ya fue. En ese contexto empieza todo, y vemos al cazarrecompensas encariñándose por sorpresa con ese encargo conocido comúnmente como bebé Yoda pero cuyo nombre aprendemos más tarde. Ese es el punto de partida. Una desobediencia. Una apuesta por la ternura entre las ruinas (vivas) del imperio.

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Las huellas del sol, de Walter Tevis

Las huellas del solCuánto puede cambiar una misma voz. Walter Tevis, en Sinsonte, consiguió una novela redonda, sorprendente, llena de momentos memorables, con un sentido de la maravilla cruzado por la necesidad de transmitir sus esperanzas y sus miedos a través de nuestro caleidoscopio verbal, y creó un personaje –el dulce robot Spofforth– que es de lo mejor que se ha escrito jamás. La ciudad de Nueva York y todo el territorio, de hecho, por el que se desplegaba la novela, estaba viva y enriquecida por ese imaginario de ciencia ficción, por esa distorsión de la realidad que hablaba de nuestra soledad y de nuestra prepotencia. También de nuestra necedad.

Luego lees la posterior Las huellas del sol y te preguntas, como digo, cuánto puede cambiar una voz. Ya no sólo la consistencia de una novela, que esté mejor o peor lograda, sino eso tan difícil de identificar como los motivos que hacen que un texto de alguien que no conoces personalmente te genere antipatía o simpatía. Aquella era tierna; esta no. Aquella, Sinsonte, era una novela de consistencia infrecuente, osada, una novela de personajes muy bien dibujados; esta, desmadejada, tiene un personaje protagonista –el narrador– pícaro y no muy agradable (aunque esto no es un demérito del autor, es simplemente el natural carácter del personaje), con sus obsesiones y delirios de grandeza. Aquella tenía un recorrido y una evolución; esta tiene una mirada crítica indisimulada, frontal y poco sugerente. Y tiene, Las huellas del sol, una estructura bifronte y nada sorprende demasiado en el recorrido de sus planteamientos.

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Pepe Carvalho, pulp fiction de primera

Manuel Vázquez Montalbán

El ciclo Carvalho de novela negra me parece una de las aportaciones culturales más importantes del último tercio del siglo XX en España. Tanto los personajes en sí, con Pepe Carvalho al frente, y secundarios memorables como Charo, Biscuter o Bromuro –a quienes tanto queremos– como la descripción de la propia ciudad de Barcelona, las recetas descritas para paladares apetentes y el comentario perspicaz y documentado sobre la cultura de su tiempo, son los rasgos –algunos de los rasgos– más idiosincrásicos del conocido ciclo de novelas de Vázquez Montalbán. En sí mismos ya le dan consistencia e identidad al ciclo, y casi personalidad humana, diría, una a la que te gusta volver, que quieres frecuentar.

La última novela que leí (antes de este apunte) del ciclo Carvalho fue, en 2018, El premio. Menor, francamente menor (con una escena de sexo tan mal descrita que acabas dudando de si el autor tuvo –hijo aparte– algo que decir alguna vez sobre actividades nocturnas), pero igualmente divertida y cumplidora. Aunque no sea una gran novela –ni siquiera una buena novela– la idea central sí que lo es, y acaba siendo pertinente la crítica que hace a la cosa cultural (recuerda a El banquete de las barricadas, de Pauline Dreyfus, o a esa catedral buñuelesca que es El ángel exterminador). Y aparte de esa idea central están los personajes, con su pesimismo social, con su amargura y, debajo, con su brillantez siempre crítica.

A menudo se habla de las novelas de kiosco, de la narrativa publicada en papel barato, en pulpa de papel cutre, y eso es precisamente lo que es este ciclo: su personalidad es puramente pulp. Llegó a miles de lectores en toda Europa con su escritura desenfadada, su crítica social y por cumplir, también, con unas normas internas, con unas expectativas que adscribían su escritura al imaginario de la novela negra y la insertaban en la narrativa pulp de éxito comercial pero también literario. Un inmenso mosaico social e histórico sobre Occidente, eso es el ciclo. Y sumadas las piezas, queda el pensamiento crítico y el marco histórico subsumido, hasta el punto de poder decir, como he hecho en la apertura de esta nota, que el ciclo de novela negra de Vázquez Montalbán es una de las aportaciones culturales más importantes de la transición y, de paso, del último tercio del siglo XX. Sí que hay títulos sueltos que son, en sí mismos, excelentes novelas. Pero quizá ninguno destaca como destaca el conjunto general que subsume todos los aciertos hasta el punto de opacar los fallos o las torpezas, casi siempre expresivas, verbales, y no estructurales o temáticas, de la serie de novelas.

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Cuna de gato, de Kurt Vonnegut

CatsCraddleAparte de alguna alusión suelta a su obra, esto es lo primero que escribo sobre Kurt Vonnegut. No sé por qué no lo había hecho antes, si es uno de mis autores favoritos. Hace años, unos cuantos ya, leí casi toda su obra, y algunos de sus libros siguen estando entre los que más me gustan y mejor recuerdo. He releído Cuna de gato (Cat’s Cradle) precisamente porque no lo era –no era de los que más recordaba, quiero decir– y ha habido suerte –esta vez como tantas otras– con la relectura. Y lo primero que hay que aclarar para empezar a entender la novela, o eso creo, es que ‘cat’s cradle ’ es ese juego para dos personas en el que uno tiende las manos como quien da la mano, pero no una sino las dos, la una mirando a la otra, y se coloca la cuerda para que forme un lazo entre las manos, y no recuerdo exactamente cómo era pero la cuerda se hacía una línea doble, es decir, le dabas dos vueltas y un tramo de la cuerda quedaba cerca del pulgar y la muñeca y el otro quedaba más cerca de la punta de los dedos, y entonces la otra persona tiraba de esas cuerdas de dentro afuera y se formaban rombos, triángulos y formas geométricas que era lo que en el juego infantil se llamaba cuna de gato.

Contranavideña novela sin pretenderlo, las menciones a las fiestas y al imaginario y espíritu de estas fechas queda desactivado, vaciado de significado en la grisura de la ficticia ciudad de Ilium, descrita básicamente como lo peor del mundo. En este panorama el narrador empieza a componer los primeros compases de su historia, de su búsqueda del así llamado padre de la bomba atómica. Es Navidad y lo que preocupa aquí es el inminente fin de todo.

El peregrinaje del protagonista que nos pide –como nos pidió en su día Ismael– que le llamemos por su nombre, le lleva a entrevistar a los hijos (hechos polvo emocionalmente), de uno de los responsables de la bomba atómica, y eso le lleva a ir de un sitio a otro hasta llegar, al final, a la república de San Lorenzo, país inventado del Caribe pero reflejo evidente de la colección de repúblicas bananeras que dejó diseminadas por ahí el imperio económico que todos sabemos. El narrador –este Jonah que va en busca de sus entrevistados– está escribiendo un libro llamado The Day the World Ended, y de ahí el objeto de su estudio. De entre lo que va recopilando hay información también sobre Bokonon, figura religiosa, casi mitológica en ese mundo de absurdo y desesperanza, cuyas enseñanzas están alejadas del cristianismo igual que la paráfrasis se aleja de las palabras que modifica.

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Herejía contra el ciberespacio o los destinos del desertor, de Malú Huacuja del Toro

Herejía contra el ciberespacioDescubrí este libro por completo azar en una Re-Read de la Gran Vía de Barcelona. Me llamó la atención el título, esta Herejía contra el ciberespacio, y entre eso y mi total desconocimiento de la autora –Malú Huacuja del Toro– empecé a curiosear por ahí.

Herejía contra el ciberespacio es una novela de estructura tan episódica que parece un libro de cuentos (o son cuentos tan ligados entre sí que parecen una novela). Hay ejemplos de Angélica Gorodischer y Arthur C. Clarke de libros parecidos, de maridajes afines, o sea que no es la estricta novedad lo que marca este libro. Y es todo tan ‘cíber’ que casi se podría calificar de cyberpunk (o postcyberpunk). No es que haya leído muchos libros así, con esta estructura que es una cosa y su contraria, pero veo que es un tipo de libro que me gusta, aunque le vea alguna limitación: la fusión entre novela y libro de cuentos es creativa, pero el resultado global lo veo lastrado, lo veo con menos posibilidades de lo que pudiera parecer cuando empiezas la lectura.

Tanto los libros de Clarke y Gorodischer como este de Malú Huacuja del Toro que les asocio, tienen, a mi parecer, el mismo problema (si que es lo queremos llamar así): todo acaba siendo un poco lo mismo. Las aventuras del protagonista se dan siempre en el mismo marco y el elemento sorpresivo es siempre el mismo, o, como mínimo, muy muy parecido. Cambia el escenario y el reparto de personajes, pero sólo eso: la gracia o la chispa del cuento es que siempre hay una gracia o una chispa con la consiguiente reacción que provoca entre los personajes circundantes y en ti, también, que lees, y cuento tras cuento, capítulo tras capítulo, ves siempre el mismo fenómeno y la misma concatenación de eventos que llevan a una sorpresa o discurso crítico que da razón de ser al cuento. La escenificación es la misma. Todo está estructurado para que converja hacia un mismo tono, hacia una misma manera e intención, y el orden en el que ocurren las cosas lleva siempre a la misma conclusión. Siguen unos pocos pasos para contar siempre la misma historia, esos cuentos-capítulo.

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La ciencia ficción es un caleidoscopio verbal

Imágenes de cf

Cómo llenarte, soledad, sino contigo misma
Cernuda

Una de las ventajas de leer ciencia ficción, si queremos verlo así, es que estás menos solo. Esto pasa con todo tipo de lecturas, claro, porque todas acaban siendo un lienzo de imágenes entrelazadas que puedes recordar. Pero con la ciencia ficción es un poco distinto. Un poco mejor.

El caleidoscopio verbal que es nuestro género se queda retenido en la memoria a la espera del disparador que lo haga florecer. Y el imaginario asociado está tan alejado de lo que nos rodea en nuestro día a día que es, en general, la propia ciencia ficción la que hará de acicate para que se activen sus bobinas verdeazuladas como en un cine. Como el cine que en el fondo son. Así, leer es un disparador de la memoria. Con otro tipo de lecturas puede suceder lo mismo pero la ciencia ficción, aunque tenga tanto y tanto subgénero, tiene en común la deformación de la realidad, y cada una de sus particularidades, cada deformación individuada, te puede retrotraer a otra.

Esa es, seguramente, la diferencia principal con el otro tipo de lecturas. Podemos leer alguna novela que quiera reflejar lo que llamamos realidad, y sus descripciones, limpias como espejos, nos podrán recordar muchas cosas. Pero evocarán tanto, tanta cosa diferente, que no las asociaremos a las otras literaturas de las que puedan venir. Con la ciencia ficción, en cambio, sí: está más acotada porque una descripción remitirá siempre a otra descripción perteneciente al género. Ese límite hace que los recuerdos sean ilimitados; entre la narrativa así llamada realista, que tiene menos límites porque lo incluye casi todo, nos perdemos, y la capacidad asociativa, por tanto, merma.

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