El hombre en el laberinto, de Robert Silverberg

El hombre en el laberintoLa búsqueda de “Robert Silverberg” en el catálogo electrónico de la biblioteca pública en la que escribo esta reseña arroja sólo seis resultados. Cinco de ellos son de antologías que recopilan cuentos de varios autores, el otro es de una de sus novelas: Gilgamesh el rey. Una escasez extraña, si consideramos la importancia y el nivel con los que cuentan los numerosos relatos y novelas de Silverberg dentro de la ciencia ficción, pero quizás un hecho bastante normal si atendemos a la incidencia que estos han tenido fuera del género. Mientras que apellidos como los de Dick, Lem, Ballard, Le Guin, Bradbury o Gibson han ido abriéndose camino y siendo admitidos dentro de la literatura general, algunos otros que, se presumía, iban a seguir el mismo destino no han logrado dar el salto. La obra de Robert Silverberg, al igual que la de algunos escritores importantes como Brian Aldiss o Thomas M. Disch, no por casualidad relacionados con la new wave, espera ser reivindicada y descubierta fuera de los muros del género. Seguramente se trate de un fenómeno arbitrario ante el que poco se pueda hacer mas que esperar la serie televisiva de éxito o la recomendación del influencer de turno.

Desgraciadamente, lo acontecido hace unos años tampoco ha ayudado mucho al escritor de Brooklyn. Aunque no puede decirse que hayan tenido nada que ver con su, digámoslo así, irrelevancia exterior, las declaraciones filtradas del autor sobre el discurso que dio N. K. Jemisin al recibir su tercer premio Hugo consecutivo[1] le han reportado cierta antipatía en algunos sectores internos. Silverberg nunca fue un tipo que callara sus opiniones, por muy controvertidas que estas fueran. En “Reflections”, la sección de artículos de opinión iniciada en 1986 en Amazing Stories y continuada hasta el día de hoy en Asimov’s Science Fiction, el autor ha ido volcando durante casi 40 años sus opiniones y ha abordado todos los temas posibles sin miedo a la polémica: de la ablación a la pedofilia, pasando por los negacionistas del Holocausto y, naturalmente, las interioridades de la ciencia ficción. Siempre del mismo lado, fue uno de los firmantes del documento contra la guerra de Vietnam que promovieron en 1968 Judith Merril y Kate Wilhelm y que dividió a los escritores de la época. Silverberg firmó en la página de los que se oponían.

Lo cierto es que dentro de la ciencia ficción del siglo pasado la obra de Silverberg contó con grandes reconocimientos. Es el autor con más obras de ficción nominadas a los Hugo y los Nebula, premios que obtuvo en cuatro y cinco ocasiones respectivamente. Ostenta el título de Gran Maestro y es autor de novelas y cuentos magníficos, bien escritos y de gran profundidad. Aunque ha publicado una gran cantidad de novelas y cuentos, la buena consideración que tiene como escritor dentro del género se debe, principalmente, a una remesa de obras de gran calidad publicadas en un periodo de tiempo muy concreto, que el propio autor sitúa entre 1968 y 1973.

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En torno a Omelas

Quienes se alejan de OmelasMisteriosos son los caminos por los que progresa la cultura; investigar cómo ciertos movimientos y obras sobrenadan la corriente temporal hasta perdurar y destacar entre el resto se convierte en una labor, más que detectivesca, de rastreador profesional. Qué aleatorias parecen las causas por las que muchas veces un libro, una película o cualquier creación artística se mantienen, recobran vida y se proyectan hacia el futuro. En estos tiempos de información sin fin, fuentes ilimitadas y canales por doquier es prácticamente imposible seguir los vericuetos de la popularidad y determinar las causas del éxito de un producto cultural o el porqué de su resurrección. Les pondré un ejemplo de lo caprichosa que parece, en ocasiones, la recuperación de una obra.

En 2019, BTS, la gran boy band de los últimos años, ídolos del pop coreano y mundial, lanzan el videoclip de la canción “Spring Day”. En sus imágenes aparecen un par de referencias de ciencia ficción, ambas procedentes de dos obras distópicas. El objetivo al incluirlas en el vídeo no es profundizar en su carácter político, sino crear con ellas reflejos estéticos. De la película Snowpiercer, un pequeño éxito también coreano, se menciona el nombre en la letra de la canción. En el videoclip se puede ver a algunos miembros de la banda recorrer los pasillos de un tren que atraviesa la nieve. No es mucho, pero tras el estreno del vídeo hubo algunas alusiones en las redes a esta referencia. Si no obtuvo mayor repercusión fue debido a que la segunda acaparó casi toda la atención de los fans. En un par de planos, en grandes letras, aparecía una misteriosa palabra: Omelas.

La canción de BTS aborda la añoranza, el sentimiento de tristeza que te embarga al echar de menos a alguien querido. Las imágenes, en las que Omelas aparece dos veces como un rótulo luminoso, recurren a ese nombre propio con fines creativos, para provocar sensaciones estéticas mediante el uso de algunos elementos del trasfondo del relato al que da título. El más evidente muestra el malestar de uno de los miembros en soledad, siempre en contraste con la alegría del grupo unido. A los dos segundos del estreno, millones de adolescentes, toda una generación nueva, se interesaron por el texto que dio vida a esa palabra, el inmortal relato de Ursula K. Le Guin titulado “The Ones Who Walk Away From Omelas”. Busquen en youtube y encontrarán decenas de vídeos hechos por adolescentes tratando de explicar la fuente, el origen de esa palabra que da nombre a una ciudad y el significado del cuento que la incluye. Teorías, opiniones, análisis a mansalva más o menos certeros. Da igual que un fuerte porcentaje de este interés se corresponda, como bien sabemos, con la necesidad actual de generar contenido, de sacarlo de donde sea. Lo que cuenta es el impulso que recibió el relato de Le Guin, ese segundo aire en el presente y la seguridad de su permanencia en esas mentes en el futuro, su visibilidad para las siguientes generaciones. Algo tremendamente positivo, pues se trata, sin duda alguna, de un texto que va más allá de su valor literario, una de esas raras obras que, debido a la influencia de su discurso, no es exagerado calificar como imprescindibles.

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Mis cinco libros de ciencia ficción (8)

NeuromanteEs complicado elaborar la lista de las cinco mejores obras de un género literario tan diverso y amplio, que ya contaba con excelencias antes de que, hace casi un siglo, se le pusiera nombre. La cantidad de libros escritos es ingente y el número de obras maestras elevado. Para colmo, el ser humano y las apreturas nunca se llevan bien (hay personas que se ven incapaces de valorar un libro en una app ciñéndose a un baremo de cinco estrellas, figúrense). Lo mejor que se puede hacer en estos casos es ajustarse a la premisa principal del encargo, así que he configurado esta suerte de top five tratando de ser lo más riguroso posible.

Ninguno de los libros que he incluido aquí están presentes por otro motivo que el de parecerme, realmente, las mejores obras de literatura de ciencia ficción que he leído. No he seguido criterios de utilidad, no he colocado una obra por representación de otras o porque sirva de comodín para explicar todo un movimiento ni por cuota temática. Pueden reunir esas características, por supuesto, ser seminales o resumir todo el género, como ocurre en algún caso, y me referiré a ello en sus apartados correspondientes, pero son virtudes que aluden a la propia obra, no están ahí para dar visibilidad a sus referentes ni, mucho menos, a sus herederos. Estas novelas (pues los cinco libros citados pertenecen a ese género literario) no están en la lista por una labor didáctica, para abarcar lo máximo posible dentro de su género temático, sino porque la calidad intrínseca que poseen, basada en diversos órdenes, me parece superior a la del resto.

Por poner un ejemplo, entre mis elegidos no figura ni una sola de las grandes distopías: La máquina se para, Nosotros, Un mundo feliz, Farenheit 451 o 1984. Todas estas representantes de la falsa utopía, son, a mi parecer, obras mayúsculas. Si hubiera incluido la novela de Orwell, mi preferida entre todas ellas, el subgénero más relevante de la ciencia ficción política, la que más prestigio ha alcanzado, habría quedado representado. No lo he hecho, sencillamente, porque creo que hay cinco novelas de otras temáticas que son mejores que 1984. Sin más. Tampoco he mirado a los autores, por supuesto. Jamás he creído que su sexo, raza, edad, credo, nacionalidad o ideología tengan nada que ver con la calidad de la obra, así que, en una lista basada en esa característica, tanto la biología del autor como su intención pintan, a mi entender, poco o nada.

Como todas las propuestas de este tipo, la lista va a generar una inevitable crítica a las ausencias. En estos tiempos tan amigos de los extremos, que una obra no figure aquí va a significar para unos cuantos mi declaración de que no considero tal o cual libro lo suficientemente bueno. Nada más lejos de la realidad. Detrás de estas cinco podría citar decenas de novelas que me parecen obras maestras, el máximo calificativo que le otorgo a una obra artística. Lo único que señala su ausencia es que las elegidas me parecen mejores. Es mi opinión personal, nada más. Seguro que la gran mayoría de lectores de esta selección tiene preferencias distintas. De hecho, estoy convencido de que habrá pocas coincidencias entre las listas de todos los que participamos, pues el canon, si es que hay alguno, es muy amplio.

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Stoner, de John Williams

Stoner Butcher’s Crossing es uno de los libros que más me han gustado en estos últimos años, una obra maestra de corte clásico perteneciente a un género que merecería un mayor respeto: el western. En su día, me pareció increíble que un libro de semejante calidad no tuviera una popularidad mayor en el mundillo literario, y más increíble aún que los entendidos afirmaran que la gran obra de Williams no era esta, que no solo tenía una maravilla del género histórico premiada con el National Book Award titulada El hijo de César, sino que además había escrito otra superior a ambas, ya casi de culto y también ignorada durante muchos años. He guardado la lectura de Stoner para un momento determinado de tranquilidad y claridad personal en el que pudiera apreciar toda su estatura literaria, y he de decir que, de nuevo, el autor me ha dejado absolutamente sorprendido. Tanto como emocionado. Porque es cierto, Stoner supera a la novela que tanto me gustó. Es, de hecho, una obra de tanta calidad que merecería figurar en los más altos puestos de la literatura contemporánea.

En esta obra maestra se narra la vida de William Stoner, hijo de granjeros que acude a la universidad para estudiar agricultura y seguir con la tradición familiar, pero que ve cambiar el curso de su vida al tener una epifanía en la clase de literatura. Siguiendo su vida, el lector asiste en segundo plano a eventos lejanos como las dos guerras mundiales y la guerra civil española y en primero al desarrollo de la vida del protagonista, desde que ingresa en la universidad siendo un adolescente hasta su muerte por enfermedad. Stoner es un ser anónimo del que no quedará huella, así se presenta la historia en su primera página, y esa es precisamente una de las mayores grandezas del libro, que la vida que se muestra es la de una persona normal, carente de grandes peripecias, sin nada reseñable que destacar más allá de su trabajo universitario y su entorno familiar. Y sin embargo, el libro se devora, se lee con la misma pasión que un pasapáginas de acción, como si las desgracias y los pequeños triunfos personales de este insignificante profesor universitario fuesen acontecimientos extraordinarios, su historia personal y su intimidad convertidas en una epopeya.

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Ventiladores Clyde, de Seth

Ventiladores ClydeDe aquellos años en los que trabajé como vendedor, dos sucesos puntuales quedaron marcados para siempre en mi memoria. Ambos, opuestos, simbolizan y resumen lo mejor y lo peor de ese oficio. El primero de ellos se enmarca en la parte buena, la condición de viajante, y sucede en la carretera comarcal que conduce a Robledo de Chavela, un pueblo situado al oeste de la provincia de Madrid. Es un día frío de invierno, he comido un menú casero en Fresnedillas de la Oliva, el pueblo anterior, en una tasca escondida que ha resultado ser uno de esos descubrimientos casuales invaluables. Voy en el coche sonriendo, recordando las ventas matinales, satisfecho por lo bien que he sabido trabajarme a los clientes. En el reproductor suena Loreena McKennitt y voy pensando en la que podría ser la cuarta comisión del día. La música celta, el calorcillo agradable de la calefacción y la digestión del estofado me tienen sumido en un atontamiento feliz. Voy despacio, disfrutando con la vista del campo más allá de la carretera. Diviso al frente una colina sorprendentemente verde para la época. Hay caballos recorriéndola. De repente, empieza a caer aguanieve, cada vez más gruesa. En ese instante todo se fusiona, un sentimiento de felicidad me embarga y me veo obligado a detener el coche en una entrada de tierra lateral para grabar bien el momento en mi memoria. Esos pocos minutos contemplativos, secretos, plantado en medio de ninguna parte, se cuentan, qué tontería, entre los de mayor felicidad de mi vida.

El segundo hecho sucede un lunes de otoño, tras un domingo malo en el que, como tantas otras veces, la presión mental que me produce la planificación del objetivo semanal me ha amargado el fin de semana. Llevo un mes apretado, voy corto para las cifras marcadas por la empresa y la ruta del día es de las difíciles. Me ha costado levantarme. Voy tocado, me he obligado a ducharme, afeitarme, ponerme el traje y salir a la calle. Ni siquiera paro a desayunar como todos los días, el agobio me ha quitado el apetito. Hago los 30 kilómetros que separan mi casa de Móstoles y aparco enfrente del primer cliente, uno de los duros. Apago el motor, permanezco sentado en el coche mirando cómo varias personas entran y salen de la tienda y, veinte minutos después, incapaz de salir del vehículo, arranco de nuevo y conduzco de vuelta a casa. El regreso es una viñeta oscura como las que abundan en este cómic.

La lectura aislada de la primera parte de Ventiladores Clay, obra del autor canadiense Seth, ha reflotado estos recuerdos, puesto que ambos están, en esencia, presentes en la historia, tanto el descubrimiento de lugares nuevos como la presión diaria. Este detalle, por cierto, el de leer sólo la primera parte, también he de explicarlo. Esta obra ha tardado veinte años en completarse (un poco menos de lo que tardó Jason Lutes en acabar su Berlín), una labor titánica. Ediciones Sinsentido publicó sólo la primera parte, dividida a su vez en otras dos, hace nada menos que 18 años. Como no lo indica en ningún sitio, al coger el cómic en la biblioteca interpreté que contenía la obra completa. Y podría haberlo sido, pues tiene valor independiente, sentido unitario por sí misma. En principio me pareció una novela gráfica notable, un prodigio en el que se desgranan, a traves de la historia contrapuesta de dos hermanos, desde el futuro y el pasado, los pros y contras de un oficio para el que es fundamental tener empaque. No sólo labia, sino un carácter y un aguante determinados. La venta es una profesión que castiga y recompensa, y que incluso te propone dilemas éticos. Puede endurecerte o acabar contigo, depende de lo que lleves dentro. Esto cuenta esa primera parte, con un guión espléndido y un dibujo que se me antoja perfecto para la historia que desarrolla. Holla en el ámbito del cómic el mismo terreno crítico que Glengarry Glenn Ross en el medio cinematográfico, pero con una personalidad artística superior. La narración es fascinante, acumulativa, va dejando poso y pistas a enlazar sin que lo percibas, utiliza diferentes registros y controla los tiempos de forma magistral.

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La Máquina se para, de E. M. Forster

La máquina se paraLa reciente concesión del premio Nobel al escritor tanzano Abdulrazak Gurnah es, como casi todos los años, el recordatorio de que la literatura es inabarcable, de que, por mucha avidez y empeño que un lector ponga de su parte, le será imposible llegar a todos los rincones de su vasto territorio. El reino de los libros es casi infinito y las pistas desinteresadas por las que poder encontrar sus joyas más ocultas son, a menudo, bastante escasas. La calidad se esconde caprichosamente en localizaciones diversas, en los recovecos de mil lenguas, en el laberinto de géneros clasificatorios y en los particulares modos de creación, tan ligados a la sensibilidad e idiosincrasia de las distintas culturas. Y sobre todo ello impera el elemento comercial, que lo adultera todo. Piensen, por ejemplo, en que a los habitantes de Tanzania los apellidos Unamuno, Baroja o Delibes les sonarán tan marcianos como a un español el del actual premio Nobel de Literatura, a pesar de tratarse, como sabemos, de escritores monumentales. La triste verdad es que un lector, a lo largo de su vida, sólo tendrá conocimiento de un pequeño porcentaje de todo lo bueno que se ha escrito en la historia del mundo.

En la lucha por la notoriedad hay, en todo caso, literaturas que juegan con ventaja, como las escritas en lengua inglesa. No creo que haya que explicar los motivos, pero lo cierto es que es más difícil que a uno se le escapen joyas ocultas de la literatura anglosajona, o más bien de ciertos países, que de muchas otras. Al escritor E. M. Forster lo conoció medio mundo por el cine, al ser adaptadas sus cuatro principales novelas en la década de los 80, en el breve periodo de ocho años. El gran David Lean dirigió Pasaje a la India, pero fue James Ivory quien se especializó en Forster, llevando a la gran pantalla Una habitación con vistas, Maurice y Regreso a Howards End. Se trata de uno de esos escritores ingleses clásicos, carne de la BBC, atento a las interioridades de la alta burguesía inglesa y del colonialismo británico, pero, tal como destaca el crítico Harold Bloom en su análisis del escritor, siempre desde una cierta religiosidad no dogmática, centrada más bien en lo espiritual. La única obra suya que yo había leído hasta ahora, Pasaje a la India, cuadra perfectamente con esa descripción. En ella, el hinduismo y el país son tan importantes como la peripecia y los propios personajes. Hay un hálito de globalidad y misticismo en sus historias, una preocupación por la vuelta a las esencias, una perspectiva que encaja muy bien en nuestra época.

Pero les decía que uno nunca deja de llevarse sorpresas literarias, de descubrir cosas nuevas incluso en el campo que más ronda. E. M. Forster, de quien este lector esperaría historias de flema y dinastía a lo Evelyn Waugh o John Galsworthy, escribió en 1909 una novelilla corta, o más bien un cuento largo, que yo no conocía hasta ahora y cuya lectura, 112 años después de su publicación, he disfrutado enormemente. Porque a pesar de su escasa longitud, apenas 55 páginas, me ha parecido la mejor obra de ciencia ficción, la más actual, que he leído en mucho tiempo. La Máquina se para es interesante por varios motivos. La mayoría de ellos reside en su carácter distópico, tanto en lo que cuenta como en su significado literario. Forster describe un mundo futuro en el que la Humanidad ha renunciado a la superficie y vive en ciudades subterráneas, recluida y separada voluntariamente en apartamentos individuales. La dependencia de la civilización humana de la tecnología es total. La Máquina es la gran cuidadora, tanto del bienestar de las personas como de su propia supervivencia, detalle, este último, que esa sociedad adocenada ha acabado por olvidar. Su existencia eterna al servicio de los humanos se da por sentada, su figura está comenzando a revestirse de cierta religiosidad. La Máquina provee y permite que la vida, reducida a la comodidad suma, continúe. No hay casi contacto entre las personas; éstas se comunican y se ven utilizando artilugios sofisticados. El relato sólo cuenta con dos personajes definidos, Vashti, una mujer entrada en edad, y su hijo Kuno, que vive al otro extremo del mundo y le ruega que vaya a verle. Kuno es el consabido protagonista presente en toda distopía, el individuo que tiene una revelación. Tras realizar un viaje clandestino a la superficie, se da cuenta de que no viven en una utopía, sino en su reverso. Narra a su madre la experiencia que le ha abierto los ojos, pero fracasa en el intento de que ella abra los suyos. No volverá a aparecer mas que para decir una sola frase, el anuncio del fin.

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Los (otros) 10 mejores libros de ciencia ficción del siglo XXI

Amazon Zon Zon

Ya lo he contado alguna vez. Cuando limpio el kippel de mi ordenador, cosa que hago de Pascuas a Ramos, me suelo encontrar con textos jugosos que guardé en su día y que al poco desaparecieron de mi memoria. Pues bien, el olvido del artículo que finalmente ha dado origen a este texto es un caso especial. Su lectura provocó que me viera obligado a escribir instantáneamente una suerte de reflexión personal, casi un manifiesto con carácter contestatario. Lo acabé abandonando por no meterme en guerras absurdas en un momento en el que andaba bajo de ánimo por asuntos de índole personal. Al reencontrarme con él, casi un año después, he creído que contenía los suficientes puntos de interés y utilidad como para someterlo a una reelaboración. Aunque, para ofender al menor número de lectores posible, he eliminado las partes más polémicas.

Bajo el título “Los 10 mejores libros de ciencia ficción del siglo XXI”, el diario El Confidencial publícó en julio de 2020 una lista de recomendaciones literarias que les invito a leer antes de continuar. Aunque el artículo se encontraba dentro de la sección de Cultura, el contenido parecía elaborado con un espíritu claramente comercial, sospecha corroborada por la presencia de la palabra Amazon al principio del epígrafe. El caso es que encontré muchos puntos de interés en ese artículo, más que por las recomendaciones en sí, porque identifiqué en él algunas de las cosas que me habían estado rondando la cabeza durante los últimos años, pues hacía hincapié en una actitud del aficionado que se ha ido agudizando de manera notable en estos últimos años.

En realidad, a pesar del rimbonbante título del artículo, al que dan ganas de añadir entre paréntesis un evidente “hasta el momento”, esta lista recomienda diez libros que en España han sido o bien publicados por primera vez o bien reeditados en formatos más lujosos exclusivamente -y esto es lo reseñable- en sólo una de las décadas del siglo XXI, la segunda para ser concretos. La sensación de que se buscaron publicaciones recientes, fueran novedad o reedición, es inequívoca. De hecho, si uno coteja la lista con los libros presentes en la sección de ciencia ficción de cualquier librería importante, parece una wishlist de novedades de los últimos años que poder adquirir en el acto.

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Subsolar, de Emilio Bueso

SubsolarSiempre es difícil concretar la calidad individual de la novela que cierra una serie. Su valor intrínseco está estrechamente relacionado con la conclusión de la historia que se ha estado desarrollando en los libros anteriores. No debería ser así, pero el último volumen suele acabar ejerciendo la función de mero instrumento finalizador. Con Subsolar esto no ocurre, debido a una determinada particularidad. Mientras que la separación entre la primera y la segunda parte estaba bien delimitada, en esta tercera entrega no hay una marca diferenciadora con respecto a dónde dejó la trama al lector en el libro anterior. La última parte de la trilogía “Los ojos bizcos del sol” parece más bien la segunda mitad de Antisolar, sin pausas en la continuidad y sin otra diferencia que el cambio de escenario. Tampoco se dan los consabidos apoyos de oficio con los que se suele refrescar la memoria de lo sucedido en los libros precedentes, para que el lector recuerde cómo se llegó a esta situación hace ya más de un año, de tal modo que el principio invita a releer los últimos capítulos de la segunda novela. Así pues, la sensación de unidad es mayor y elude el peligro de parecer un mero apéndice. En ese aspecto, recuerda a aquellos volúmenes que Ediciones B dividía en dos entregas debido a su largo número de páginas (Neal Stephenson y otros tochos semejantes). En este caso, la extensión no parece ser el motivo del corte y tengo el convencimiento de que la publicación en un único tomo, hecho que sucederá pronto, será más satisfactoria.

Con independencia de cómo ejecuta la suerte suprema, asunto que trataré más tarde, Subsolar es una novela que se muestra a la altura de las precedentes, convirtiendo la regularidad en una de las virtudes de la serie. La historia sigue entreteniendo por divertida y original, aunque la sorpresa por el novum que hace interesante todo el ciclo —ese mundo en simbiosis con moluscos, insectos y ahora arácnidos— vaya a menos, como es normal. La peripecia es, quizás, la que menor variedad ofrece, pues lo que se desarrolla en sus páginas es un periplo continuado por el desierto con parada en varios núcleos de población, algo monótono en cuanto al viaje de los héroes, que hasta ahora había recorrido una gran diversidad de escenarios. Sin embargo, las diferencias entre esos distintos centros urbanos están bien marcadas, su exotismo bien trabajado. Como mandan los cánones de la fantasía, hay una gran batalla final que, contada desde el punto de vista del narrador, recordemos que en primera persona, produce un efecto de inmersión potente, sin que penalice el contra efecto inevitable de ocultar el plano general de la batalla.

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Regreso al Edén, de Paco Roca

Regreso al Edén

Como lector, tengo una relación especial con Paco Roca. Pude charlar por primera y única vez con él hace unos años, en la reconvertida ExpoComic, donde hice cola junto a decenas de admiradores para que me firmara el regalo que quería hacerle a un amigo. Era un ejemplar de Los surcos del azar, una novela gráfica que me había gustado mucho y en la que ya pude encontrar el respeto que el autor demuestra sentir por el pasado en cada una de sus obras. El dibujo con el que firmó aquel regalo, la fluidez y facilidad con la que las líneas salían de su pluma, me sorprendió y maravilló como siempre que veo trabajar a estos genios del arte secuencial. Con su talento y su amabilidad, Roca se ganó a un potencial lector para el futuro, un tiempo que no tardaría en llegar y que, de forma insospechada, estrecharía mi relación con su obra de forma directa. La lectura de tres de sus obras ha ido coincidiendo, con cierta sincronicidad, con momentos relevantes de mi existencia, estableciendo un vínculo con mi memoria pasada y presente. Arrugas, relato de un hombre obligado a vivir sus últimos días en un asilo de ancianos, llegó a mí un año después de tener que ingresar a mis padres en una de estas residencias. La casa, leída meses más tarde, reflotó en mi memoria recuerdos del pasado, de los veranos en el pueblo y de la relación con mis hermanos, más estrecha estos últimos años por las visitas compartidas a la residencia, que, precisamente, se encontraba en aquel mismo pueblo. Ahora, recién fallecida mi madre, víctima de la pandemia, Roca publica esta obra sobre la suya, sobre todas las madres de una generación que se nos muere, encerrada, recluida tras los barrotes, y que retoma en su última hora el padecimiento que les tocó vivir durante sus primeras décadas.

Regreso al Edén es una de esas obras que describen toda una época y que huyen de ese bigger than life tan afín a la narrativa. Nada es más grande que la vida, parecen pregonar este tipo de obras que, como un retablo, carecen de una trama de ficción al uso, ya que, en ellas, la trama es la vida misma. Magníficamente estructurada, la historia se va deteniendo en cada uno de los miembros de la familia y progresando por medio de sus vivencias individuales y de la relación entre ellos. La obra brilla en el devenir narrativo, aunque el ritmo se quiebra en los raros momentos en los que se entromete el frío dato histórico: Franco y su dictadura. Esta debilidad del relato hay que entenderla desde el éxito de Paco Roca, reciente ganador del Eisner, el gran premio norteamericano del cómic, a quien se le ha abierto el mercado internacional. Supongo que la publicación en otros países hace necesaria la introducción de un contexto en las obras históricas que aquí, en el país de origen, probablemente sobra. Y es que, más que los grandes datos, son los padecimientos de nuestros padres y abuelos, su quehacer diario, los que llenan de vida las páginas de un cómic que, como ocurre con gran parte de la obra de Paco Roca, toca el corazón.

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Ciclo del Centro Galáctico, de Gregory Benford

En el océano de la nocheAunque hayan estado más en boga que nunca en esta década que el maldito 2020 no acaba de cerrar, el gusto de la ciencia ficción por las series no es, ni mucho menos, algo reciente. Baste recordar que al mismísimo Julio Verne le gustaba establecer relaciones entre novelas y dar continuidad a ciertos personajes en distintas narraciones. Desde el principio, prolongar las historias y los universos en los que estas tienen lugar fue una beneficiosa estrategia editorial alentada por el propio autor, que contaba con las ventajas de tener ya ganados a muchos de los posibles lectores y de ahorrarse desgaste imaginativo y trabajo de documentación en la creación de sus mundos ficticios. El problema con las series vino con el paso de los decenios y la progresiva escalada del fenómeno, que ha acabado culminando en este siglo, tanto en la cf como en otros géneros de la literatura, en un abuso del concepto, en un fructífero estiramiento del chicle que ha producido monstruos, leviatanes de miles de páginas repletas de reiteraciones y de paja. Donde antes valía con una novela de 300 páginas, ahora no bastan ni 1200. La literatura al peso, de la que hay algunas muestras en el pasado, es hoy mayoritaria, hasta el punto de que una novela suele no ser algo independiente, sino sólo el primer paso. Si echamos un ojo a los premios a mejor novela en los últimos años, los Hugo, Nebula, Locus, etc., encontraremos que la novela ganadora de Cixin es la serie de Cixin, la novela de Jemisin es la serie de Jemisin, la novela de Leckie es la serie de Leckie y así todo.

En realidad, lo que ha aumentado es el número, la cantidad de obras planificadas previamente como inicio de algo mayor. Quizás antes no ocurriera con tantas novelas (ahora casi nadie se plantea algo unitario), pero sí con muchos de los libros más populares del año. Llama la atención, dado el éxito que tienen y han tenido las series, que tanto los medios como los aficionados de la cf le hayan dedicado un interés significativamente menor a la hora de elaborar listas, esos populares tops de grandes éxitos y mejores obras que tanto gusta publicar y discutir a críticos y lectores. Creo que el motivo viene dado por el desinterés actual por el pasado. Dada la salvaje diferencia entre esta década y todo lo anterior, debido a esa brecha temporal que se ha abierto entre la cf actual y la añeja, casi mundos aparte, se hace difícil practicar el ejercicio necesario de evaluación para aplicar comparativas y adjudicar puestos. ¿Están las series citadas más arriba a la altura de Dunes, Fundaciones e Hyperiones? ¿Resistirán el paso del tiempo como estas? ¿Serán recordadas? Difícil saberlo. Muchas de las series que en su día tuvieron gran fama y seguimiento hoy están semienterradas. ¿Los titerotes, los cheela, los pajeños? ¿Les suenan estos nombres a los aficionados más jóvenes? No lo creo. Hay una serie en concreto que, seguramente, muy pocos habrán leído, y que dudo que obtuviera lugar en una lista corta de las mejores series de cf de todos los tiempos. Sin embargo, yo le guardo mucho cariño, el suficiente para desempolvarla.

El Ciclo del Centro Galáctico, serie de seis novelas escrita por Gregory Benford, es peculiar en varios sentidos. Uno es el largo tiempo transcurrido entre la apertura y el cierre del ciclo, que va de 1977 a 1996, y que es incluso mayor si contamos la fecha de aparición en revista de la primera parte del primer libro, nada menos que 1973. Alrededor de veinte años a lo largo de tres décadas, en las que, sin mostrar influencias de la moda imperante en cada decenio y a pesar de los libros publicados por Benford entre medias ajenos a la serie, no se aprecia evolución en cuanto al estilo o modos de abordaje. La regularidad estilística es tan extraña como lo es su naturaleza narrativa, que, merced a un salto temporal enorme y a un cambio de los personajes protagonistas, divide en dos el arco central del ciclo, dedicando un par de novelas a unos personajes, tres a otros y una última a todos juntos. La serie es eminentemente hard, de ciencia ficción dura tal como se conocía en los 80, y progresa de principio a fin uniendo diversas subtramas, siempre dentro de las dos historias principales. Cada novela es diferente, y sólo uno de los libros parece prescindible. El tema central es la lucha de la Humanidad por la supervivencia en una Vía Láctea dominada por las máquinas, un argumento que, si bien ha sido tratado en bastantes obras del género (lo primero que me viene a la mente es Akasa Puspa), pocas veces se ha hecho con la profundidad y prodigalidad con que se muestra en esta serie. Veamos los libros uno a uno.

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