Ciencia ficción capitalista. Cómo los multimillonarios nos salvarán del fin del mundo, de Michel Nieva

Ciencia ficción capitalistaLa única vez que he hablado en mi vida con el por lo demás admirable Jorge Herralde, tras cumplir con el motivo que nos había reunido con Luis Goytisolo, saqué el tema de la literatura de ciencia ficción y él lo rechazó con elegante firmeza. Después su editorial, Anagrama (supongo que ya no bajo su guía directa por pura lógica de edad), ha sido ejemplo de esa travesía a la que hemos asistido en los últimos años: esconder el término «ciencia ficción» en cualquiera de sus publicaciones, luego mencionarlo para negarlo («no se trata de ciencia ficción, sino…»), más tarde utilizar el incluso más abominable «una obra que trasciende la ciencia ficción», después admitir su existencia como algo de interés folklórico (véase la publicación de biografías de autores a los que a su vez no se publica) y finalmente aceptarlo al punto de dar a luz, como en el caso que nos ocupa, un ensayo sobre el género que incluye la etiqueta en su propio título. En el fondo para decir que es caca, pero de una valiosa forma más sofisticada.

Michel Nieva es un interesante autor argentino al que tenía pendiente leer. Aquí, en las primeras sesenta páginas de este breve volumen, pura y simplemente da en el clavo. Me parece muy difícil que cualquier análisis del impacto y la relevancia de la cf en los próximos años en términos más allá de lo literario no pasen por el concepto de «ciencia ficción capitalista» que Nieva desarrolla de forma impecable. Porque esa es una de las cuestiones clave para entender la ciencia ficción: es literatura, sí, y como tal hay que juzgarla, pero también es algo más, sí, y en esos términos tiene un potencial mayor que el del 95% de lo que se publica como literatura.

En resumen, Nieva lanza la idea de que el capitalismo tecnológico (lo que genéricamente solemos denominar como Silicon Valley) se ha apropiado del lenguaje de la ciencia ficción, y además utiliza buena parte de sus especulaciones como justificación para sus actos. ¿Que viene el cambio climático? Bien, la ciencia siempre podrá inventarse algo. ¿Que nos cargamos el planeta? Bueno, llevamos siglos soñando con llevarnos el tinglado a otra parte. Con dinero y talento emprendedor, amigos, todo puede solucionarse.

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Némesis, de Isaac Asimov

NémesisHay veces en que apetece algo de un autor y resulta que ya no tienes. Siendo a priori no tan fan de Asimov, hay veces que la simpatía, la pereza, la nostalgia, una combinación de varias de esas posibles causas, hacen que me pida el cuerpo una dosis. Y ahora ya lo leí todo. De hecho, releí en los últimos años, en torno a la pandemia, toda la saga Robots-Fundación. Y antes Los propios dioses. No me quedaba más que El fin de la eternidad. Aunque…

Un momento…

Tenía una novela de Asimov sin leer. Se me había olvidado por completo.

Puedo aducir varias razones. Cuando apareció Némesis yo venía del desengaño consecuente al entusiasmo juvenil por Asimov. Recibí con verdadero entusiasmo y leí luego con creciente escepticismo el retorno a la actividad en el género que supuso Los límites de la Fundación, que cuando yo tenía 15 años llegó a anunciar su edición en la tv española. Mi fervor decreció con las sucesivas entregas, al punto de aguardar a comprármelas en bolsillo finalmente, y creo que en algún caso ni llegar a leerlas en su momento. A mí el cuerpo me pedía más y Asimov me iba dando cada vez menos; la edición que en su momento adquirí de Némesis ni siquiera fue la primera que apareció en bolsillo, sino que aguardé supongo a algún momento propicio para después dejarla más o menos sepultada y olvidada. Tampoco recuerdo que apareciera por entonces ninguna reseña que la elogiara especialmente, lo que podría haberme servido de motivación. Creo que casi todos andábamos en un barco parecido.

En mi caso, además, llevé muy mal la década de los ochenta de los clásicos, impulsada por un rendimiento comercial que posiblemente ninguno de ellos había conseguido en los momentos más distinguidos de su carrera. Los veinte años largos finales de Robert Heinlein fueron en resumen ridículos, acumulando gruesos volúmenes consagrados a pontificar anarcomachiruladas incoherentes y chocheando con fantasías incestuosas (cada vez más vergonzantes, hasta el descarrilamiento final de la nunca reeditada Viaje más allá del crepúsculo, que es quizá el único libro publicado en la historia que tiene como tema central «qué cosa rica zumbarte a tu familia, hum»). Pero bueno, en realidad me da igual: que Heinlein terminara cascándosela como más o menos pudiera ante la idea de echarle un polvo a su madre está en realidad a la altura del nivel mostrado en una notable porción de su trayectoria literaria y vital.

Más penoso es que las novelas finales de autores más entrañables como Theodore Sturgeon, Clifford Simak y Alfred Bester, Cuerpodivino, La autopista de la eternidad y Los impostores, son metahomenajes vacíos, con momentos en algún caso autoparódicos. Arthur C. Clarke, algo más joven, tardó más en echarse totalmente al monte, pero ya he escrito unas cuantas veces que 3001 es uno de los libros más vergonzosos que he leído en mi vida.

En comparación con ellos, Asimov no consiguió mantener su mejor tono, pero sí al menos la amenidad y la dignidad, dos cualidades importantes para cualquier escritor. (Lo mismo puede decirse de dos amigos que le sobrevivieron y siguieron escribiendo hasta edad muy avanzada, Frederick Pohl y Jack Williamson, con sus más y sus menos como es natural). Tras la relectura que hice de Robots-Fundación, se me hicieron obvios y algo cansinos una serie de manierismos del Asimov crepuscular, sumados a los ya conocidos (sí, las escenas fuera de cámara y los diálogos interminables sobre todo): los personajes adolescentes marisabidillos, la inclusión de subtramas memorablemente superfluas para alcanzar con precisión milimétrica la extensión acordada con la editorial, la creciente sensación de que todo lo exhibido forma parte de un teatrillo gigante más improvisado de lo que se quiere reconocer.

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“Papi siempre lleva razón”: Robert A. Heinlein en el siglo XXI

Expanded Universe

En 1961, Robert A. Heinlein dijo que la John Birch Society, un think tank de ultraderecha creado tres años antes, era “preferible a los liberales y los conservadores moderados, aunque sea una organización fascista”. En 2016, la John Birch Society aseguró que la elección de Donald Trump como presidente hacía posible que al fin “muchos de nuestros impulsos fundacionales hayan llegado a la Casa Blanca”.

A la muerte de Heinlein en 1988 se creó un galardón con su nombre para “impulsar y premiar el progreso en las actividades comerciales en el espacio”. Ha sido otorgado sólo tres veces: a Elon Musk, Jeff Bezos y Peter Diamandis. Lo primero que aparece en Google al buscar quién es Diamandis es que organizó un evento en enero de 2021 en Santa Mónica, en el que cobraba 30.000 dólares por asistencia, y en el que a pesar de difundir algunos tratamientos alternativos muy singulares sobre el covid (por ejemplo, ketamina), la práctica totalidad de los asistentes se contagió por la absoluta falta de medidas de prevención.

Entre los doce libros que Elon Musk asegura que le cambiaron la vida, cita La Luna es una cruel amante y Forastero en tierra extraña. Paul Allen, uno de los cofundadores de Microsoft, es otro admirador confeso.

Milton Friedman, el célebre economista ultraliberal que fue uno de los fundadores de la Escuela de Chicago, asesor de los gobiernos de Augusto Pinochet o Margaret Thatcher, publicó en 1975 una recopilación de ensayos titulado There’s No Such Thing As a Free Lunch, Aunque esa frase existiera de antes, Heinlein fue quien la popularizó en La Luna es una cruel amante, novela que Friedman elogió por la época de su publicación original.

Mientras que la influencia de Ayn Rand en la visión de la política conservadora actual es un hecho bien conocido, la de Heinlein parece pasar en comparación de puntillas. Todo en torno a la situación de Heinlein hoy resulta chocante: el que tradicionalmente se consideró como uno de los “tres grandes” del género no tiene ahora mismo más que un libro a la venta para el lector español, la juvenil Ciudadano de la galaxia. Como es natural, en consecuencia, Heinlein está fuera del debate. Mientras su obra quizá sea más importante que nunca como referente ideológico, por ejemplo entre los miles de entradas de esta web en sus años dedicados al género no hay una sola sobre él. Posiblemente lo único que sepa sobre Heinlein cualquier lector de cf de menos de treinta años es que era un señor antiguo y rancio, sobre el que se ha discutido muchas veces. Aunque quizá sea quien más ha cumplido ese secreto sueño de la cf de dar forma a la realidad, más que anticiparla.

¿A nadie más le parece fascinante esta extraña combinación?

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Elogio póstumo de Pepe Sánchez Pardo, lector

Juanma Santiago y Pepe Sánchez

Pepe Sánchez (derecha) junto a Juanma Santiago a punto de degustar un “Las hormigas bajaron del nido” en la cena posterior a una Tertulia de Madrid

A lo largo de la mañana del martes 6 de agosto me fueron llegando los mensajes de amigos: se ha muerto Pepe. Un infarto, inesperado. Siempre seguía el mismo intercambio de mensajes: qué gran tipo. Todos los recuerdos suyos son buenos. Su risa contagiosa, su sentido del humor irreverente, sus conocimientos enciclopédicos, el estar ahí cuando se necesitaba.

En los panegíricos de alguien que se marcha, siempre pesa esa sensación de estar cumpliendo con un deber, de reconocimiento tardío. Pero ¿qué sentido hubiera tenido escribir de Pepe unos días atrás?

Hablemos de José María Sánchez Pardo, psicólogo, nacido en 1961. Una buena persona. Cae bien a cuantos le conocen. Dicen quienes han trabajado con él que es excelente en su profesión. Estuvo mucho tiempo por ahí, en el fandom, integrado en el paisaje, aportando en la sombra. Lector omnívoro, creo que nunca ha publicado una reseña pero hace brillantes comentarios sarcásticos. Sin caer en exhibicionismos, siempre resulta claro que adora a su mujer y su hijo.

Algo así no tendría mucho sentido, quizá; y también lo merecería de aquella época al menos Paco Canales, otro de los nuestros, ilustrado, currante y entrañable.

Pero ahora que Pepe ya no está, ¿cómo dejar pasar que alguien que tuvo algo que ver con el mundillo de forma positiva se vaya sin al menos un recuerdo entre nosotros, los que hicimos de la actividad en torno a la literatura de ciencia ficción una parte de nuestra vida? ¿Cómo permitir que ni siquiera queden unos bits en un rincón de internet diciendo que él estuvo ahí cuando todo era más difícil, cuando éramos pocos, sin buscar nunca nada para sí, sin querer más que ayudar a los demás y disfrutar de su afición?

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Fracasando por placer (XLIII): Volúmenes de relatos completos

Relatos Completos

Una de las causas por las que esta sección ha quedado en hiato es que en los últimos tiempos he variado mis hábitos de lectura de relatos cortos. La razón fue una reorganización de mi biblioteca. La cantidad de veces que escojo libros por motivos totalmente circunstanciales y ajenas al texto (que me apetezca un formato determinado; el número de páginas según lo que tengo previsto leer en un viaje; que no me entre uno más de una colección que llena un estante y quiera despachar alguno para que los demás encajen; simplemente que esté a mano) no es algo muy erudito, pero no deja de ser una realidad.

En general, organizo mis libros por colecciones, por motivos prácticos de tamaño de los estantes, y sólo excepcionalmente dedico rincones a temas concretos. Sin embargo, decidí hacer algo para movilizar mis tomos de cuentos completos, que tenía muertos de risa desperdigados por distintos rincones. La razón estuvo en una súbita nota de realismo en mi visión del futuro (no hablo de la muerte, que también): nunca me voy a leer un tomo de 800 páginas de cuentos de F. Scott Fitzgerald a machamartillo, un relato detrás de otro, hasta dejarlo leído y ponerlo después en algún lugar poco accesible para dar paso a otros libros con mejores perspectivas de lectura. Por añadidura, estos volúmenes se abren frecuentemente con relatos primerizos y se suelen cerrar con otros repetitivos, derivativos o incluso chocheantes. Todo esto es una obviedad, pero por algún motivo no lo había trasferido a términos organizativos, y una vez ocurrió me vi empujado a un cambio de tratamiento de esos tochos: lo aconsejable era tenerlos a mano y picotear. Señalar a lápiz en el índice qué cuentos cuyo título podía no recordar ya quedaban despachados (preferiblemente con algún indicador si me parecían especialmente buenos) y asumir que esos libros siempre estarían por ahí, a mano y como un refugio ocasional.

Con las revistas y antologías es posible agarrar una y terminarla, pero por mucho que te guste Chejov, los cuatro tochos de Páginas de Espuma con todos sus relatos no se los puede empapuzar uno de principio a fin ni siquiera como proyecto de años, porque al cabo de las primeras mil páginas empiezas a tomar compulsivamente arenques y vodka mientras añoras la calidez del roce de la rodilla de Tatiana junto a aquel samovar. Sin embargo, acudir a Chejov de vez en cuando, ay, amigos y amigas lectores y lectoras, eso es algo que cualquier persona con un mínimo de sensibilidad agradece en extremo. O aunque no se haga, qué tranquilizador y hermoso es saber que puede hacerse.

Si cabe decir algo así de Chejov, que al fin y al cabo es quizá el más sensible y empático de los narradores de todos los tiempos, ¿qué decir de nuestra alegre muchachada cienciaficcionera? ¿Realmente se ha leído alguien del tirón los cinco tomos de los Cuentos Completos de Philip K. Dick y ha vivido para contarlo conservando la condición de persona cuerda y razonable? Porque hablo no ya de sumergirse durante cientos de páginas en una paranoia dickiana, sino en una sucesión de distintas paranoias dickianas, cada una con sus propias leyes y pautas.

Y ya que menciono a Dick, él es obviamente uno de los autores presentes en mi nuevo y accesible estante de obras completas. ¿Quiénes son los otros escritores del género que han conseguido el reconocimiento que supone una publicación intensiva así? ¿Cuántos valen la pena por su obra en conjunto o cuáles nada más que firmaron algunos buenos relatos dentro de un volumen con un montón de páginas de completismo injustificado? Me limito a un rápido repaso por orden alfabético de las opciones disponibles en español, que por supuesto son bastante más reducidas que en inglés.

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El mesías de Dune, de Frank Herbert

El mesías de DuneEsto ya me había pasado otras dos veces. La primera, tras leer Dune, allá en los ochenta. La segunda, tras releerlo para escribir un prólogo que ya recuperé en esta misma web. Ver la reciente entrega final de la adaptación cinematográfica de Denis Villeneuve me ha hecho emprender el tercer y definitivo intento con El mesías de Dune, la continuación de la novela seminal que se anuncia que el cineasta canadiense va a llevar al cine.

Unos instantes para poner en situación, aunque creo que ya he contado esto unas cuantas veces. Realmente me gusta Dune. Tanto la novela como esta última adaptación. No voy a entrar en si es una machirulada o si es el ejemplo postrero y definitivo del mito hoy indudablemente casposo del «salvador blanco»: es una historia que está bien por sí misma y que si se publicara originalmente ahora se percibiría en parte superada, pero es que se escribió hace sesenta años. Me niego a juzgar contenidos por partes del argumento que chirrían con la perspectiva actual, obviando los valores puramente artísticos. O la diversión. O eso tan difícil de definir (y posiblemente reprobable si lo juzgamos con según que parámetros) que es la épica. En términos artísticos, de producto cultural, me funciona. La película, que es una adaptación notablemente fiel y espectacular como pocas, la disfruto en consecuencia.

Sin embargo, mi experiencia con Frank Herbert ha sido terrible, terrible. Ya he relatado en numerosas ocasiones que con Estrella flagelada aprendí, a los 18 años, a dejar libros a la mitad, algo que en realidad debo agradecerle bastante. Apenas conseguí terminar otro par de sus rollos. El estilo de Herbert es monocorde: generalmente solemne, por no decir pomposo, repleto de sutilezas y recovecos que más bien son puñetitas difíciles de seguir (las famosas fintas dentro de las fintas que yo creo que nadie entiende del todo aparte de él), con un gusto por la grandilocuencia que raramente se justifica en lo relatado. Apenas tiene relatos que sirvan para congraciarme con él. Hay que agradecer especialmente a Villeneuve que haya introducido en esta segunda parte un par de momentos de leve ironía, curiosamente centrados en el personaje de Stilgar, que como fanático religioso parecería el menos indicado, pero Javier Bardem resuelve el compromiso con solvencia.

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Tú, el inmortal, de Roger Zelazny

Tú, el InmortalA fin de participar de forma original y útil en esta recuperación crítica de clásicos de noviembre, consulté al amable responsable de esta web si había algún autor notable que nunca hubiera sido reseñada en ella. Me dijo, entre otros, que Roger Zelazny. Entonces me tomé un momento para salir al patio a blasfemar brevemente contra el destino, con mis puños alzados clamando justicia a un dios cruel que nos contempla indiferente, y luego me recompuse para seguir con mi vida cotidiana.

Quiero decir: hoy hay mequetrefes que se creen importantes porque han sido finalistas del Hugo (¡o del Ignotus!). Este caballero ganó seis, el primero con 29 años. Fue un estilista notable, junto a Samuel Delany, el motor más elegante del cambio del género hacia la madurez literaria en los años sesenta. Combinó elementos como la psicología y la mitología con otras influencias de todo tipo, insertas en escenarios y nociones plenamente cienciaficcioneras, con osadía y acierto. Murió sin cumplir los sesenta, de un cáncer de riñón que hizo que escribiera muy poco en sus últimos años. Su muerte se produjo hace menos de tres décadas, y si hoy preguntan en una librería española, sólo hay un título de toda su obra que aparezca como disponible a la venta. Ni siquiera están en catálogo ediciones de la popular serie de fantasía de Ámbar. Esto de un señor del que figuras actuales como Neil Gaiman o Andrzej Sapkowski dicen que fue el mejor autor del género.

En la ironía definitiva, Tú, el inmortal, justo esa única novela en catálogo en español, le reportó su primer Hugo en 1966 en un ex aequo con otra que ha tenido algo más de fortuna, digámoslo así, en el recuerdo: Dune, de Frank Herbert. Si a cualquier lector un poco espabilado del género le hubieran preguntado en 1966 qué suponía ese empate, habría señalado que se trataba de una especie de compromiso entre el pasado y el futuro del género. Dune, descomunal, brillante a su extraña e irrepetible forma (tan irrepetible que el propio Herbert jamás escribió ni de lejos algo de calidad similar pese a usar cansinamente los mismos manierismos) era una vigorosa actualización del space opera, aggiornada con detalles contemporáneos como la presencia de drogas o un trasfondo reflexivo sobre el debate descolonizador. Era una evolución. En cambio, Zelazny, sin cumplir los treinta, representaba la ruptura con una novela breve, desenfadada, narrada cuidadosamente, tan repleta de recovecos como de escenas de acción bien descritas.

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¿Tienes 35€ para libros de fantástico de segunda mano? Te recomiendo los siguientes (3)

Cantos estelares de un viejo primateEn esto de empezar una tarea común creo que hay que precisar los parámetros de cada uno, pues seguro que habrá diferencias. Mi planteamiento ha sido el de dar a un lector que no conozca el género, pero tenga curiosidad por él, un material que le resulte informativo, que le proporcione una panorámica interesante, y que tenga calidad literaria suficiente. Una mini biblioteca barata, variada y significativa.

He contado en muchas ocasiones que, en contra de lo que parece ser experiencia común, yo no he enganchado a nadie al género por Asimov y Clarke. La razón es, creo, que quien está interesado ya de por sí en las posibilidades de la cf llega de manera automática a través suyo. Si alguien no ha leído cf y quiere información, es porque ya descartó previamente a estos autores evidentes, también a Wells y quizá incluso a Bradbury, así como a novelas como Dune o El juego de Ender (que, por otra parte, ya he escrito muchas veces que me parece muy mala, pero ése es otro tema).

Hay que dar otros nombres y títulos; en algunos casos muy obvios para los lectores tradicionales, una parte cada vez más reivindicados en el mundillo académico, pero todavía lejos de buena parte del lector/a culto medio que se ha resistido hasta ahora al género por prejuicios o falta de tiempo, y que es al que me dirijo (así como al lector/a ya con algún fundamento y que busque saber de obras que alguien pueda considerar «esenciales» y le hayan pasado inadvertidas).

Dicho esto, con la idea de quedarme en 35 euros (sin contar gastos de envío) y descartando libros de primera edición más reciente que suelen estar más caros, la sorpresa inicial que me encontré es que hay un par de autores que para mí son imprescindibles y cuyos libros están carísimos de segunda mano. El primero es J. G. Ballard. Quién lo habría adivinado: no he dado con ninguna de sus obras básicas por menos de doce euros, y algunas tienen una cotización verdaderamente de coleccionista. Y pensar que en vida el hombre no se comió un colín de los buenos de verdad más que con El imperio del sol, que es la que ahora se encuentra por cualquier lado…

El otro es Stanislaw Lem, pero aquí hay que hacer una salvedad. Voy a confesar que no soy tan, tan fan de la obra de Lem en su conjunto: si no puedo encontrar Solaris, El invencible o los Diarios de las estrellas por menos de diez euros, prefiero incluir aquí a otros autores antes que colocar títulos que creo que pueden resultar demasiado difíciles a un lector convencional, tipo Edén o Fiasco, y de los que tampoco soy tan entusiasta. Lo mismo me ha ocurrido con alguna otra novela que considero fundamental, pongamos Stalker de los hermanos Strugatski.

Bien, dicho todo esto, vamos con mi cesta de la compra, según precios encontrados el pasado 7 de marzo (que quizá ahora no estén disponibles) y por orden alfabético de los autores.

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Fracasando por placer (XLIV): Nave de fuego, Joan D. Vinge

Nave de fuego

Al final, termino escogiendo los libros para esta sección no tanto porque me apetezca leerlos (que no es que no quiera, vamos a entendernos), sino porque me abran la puerta (lo que en periodismo llamamos servir como «una percha») para comentar algunas cosas que no haya repetido ya, o que me parece que vienen a cuento, o lo que sea. Es curioso el proceso por el que escribir termina en mi caso por devenir siempre en una cierta obligación, incluso en una sección sin demasiadas reglas como esta que me diseñé a medida (con el amable consentimiento del responsable de la página) para hablar de cosas que me divierten y sobre las que tengo un volumen considerable de documentación y conocimientos inútiles, y que por tanto no me suponen mayor trabajo. Es obvio que la razón de esta perversión mía del (eso dicen) placer de escribir es que ha sido mi actividad profesional durante años, y no consigo del todo convertirla en un pasatiempo sin objetivo definido.

O tal vez a este rollo se le esté acabando el carrete y no hay más vueltas que darle.

Dicho todo esto, en algún momento tenía que pillar por banda algún Nebulae, y éste cuadraba por muchas razones. No lo leí en su momento, para empezar, porque no tengo una opinión especialmente favorable de la autora. Además, creo que no he hablado suficientemente del tema de las novelas cortas «de verdad». Por todo ello, encajaba este volumen además con ciertos hábitos lectores especialmente pijos y absurdos que vengo desarrollando, y con los que procederé a aburrir a los amables lectores que aún me sigan en estas letanías.

Resido a una hora y media de tren de Madrid y debo desplazarme a mi aborrecida ciudad natal con alguna frecuencia, a veces para hacer una sola gestión, o una visita, y después volverme el mismo día sin más paseos. El caso es que para esas ocasiones se ha convertido en una especie de prurito personal subirme al tren sin más que un libro: ni maletín, ni mochila, nada. Móvil, llaves, cartera y librito. Y mientras a mi alrededor la gente ve películas, se desquicia por la falta de cobertura de los túneles o actividades similares (que a mí me ocupan tantas otras veces), yo leo papel con la sonrisa de superioridad de quien sabe cómo manejarse a la adecuada altura intelectual en cada uno de los recovecos de la vida, como si no hubiera superado recientemente el nivel 2.000 del Candy Crush. Escojo libros pequeños, que me quepan en un bolsillo, y preferiblemente que pueda terminar o casi entre la ida y la vuelta: 200 páginas como mucho. Las novelas de Maigret son una compañía habitual para estos casos, pero esta vez le tocó al par de novelitas cortas que componen este volumen: una para la ida y otra para la vuelta. Mi plan, en esta ocasión, tuvo una fisura: descubrí en el retorno que, pasada cierta hora nocturna, las actuales medidas de ahorro energético llevan a que se apaguen las luces interiores de los trenes, con lo que superé creo que cinco o seis niveles y terminé la novela corta al día siguiente.

Bien, vamos por partes. Nebulae. Uf, qué mal manejo tienen estos libros a estas alturas, cómo se desgastan espantosamente, qué diseño más ramplón. Aquí se da el chiste involuntario además de que, al tratarse de un volumen titulado Nave de fuego, la pequeña ilustración de cubierta es de una nave espacial incandescente, cuando en el texto se califica al protagonista como «nave de fuego» porque es como uno de esos barcos vikingos que lanzaban ardiendo contra las flotas enemigas para quemarlas, o sea, nada que ver. Tampoco tengo claro que los vikingos hicieran eso realmente.

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Fracasando por placer (XLIII): El estrecho de Bering, de Emmanuel Carrère

El estrecho de Bering

Sería muy oportuno darme de baja ahora cuando Emmanuel Carrère amenaza con convertirse en un referente convencional: premio Príncesa de Asturias (oh, ¡tan prestigioso, tan importante a nivel mundial!), máxima figura de la ahora muy de moda novela de no ficción, cronista literario de grandes eventos en medios internacionales, director de cine, a veces señoro rijoso y a veces digno caballero enternecedor. Pero no puedo olvidar el hecho de que uno de sus libros, El adversario, se cuenta entre los más impresionantes que he leído en mi vida, y considero obras maestras sin paliativos al menos otros dos suyos, Limónov y El reino.

Pero como ocurre muchas veces con la gente que surge de la condición de artista de culto para emerger a figura reconocida, Carrère se está volviendo un poco cansino, porque lo que era original puede convertirse en repetitivo cuando el creador o su entorno intuyen que es la razón de su éxito y lo explotan, exprimen y estrujan. Porque hay que decir que el germen de su cansinismo estaba ya presente en su obra, sólo que al no reírsele antes todas las gracias, quedaba un tanto subsumido. También a esa sensación de fatiga que va produciendo Carrère contribuye el hecho de que, al ser un autor que vende, se están recuperando las notas que tomó en el retrete un miércoles de abril en que iba mal de vientre y se entretuvo más tiempo del habitual. Es el caso de este librito.

Lo traigo aquí, de todas formas, porque resulta que es un ensayo sobre ucronías. De los cinco párrafos de los que consta la contraportada, este detalle sólo se menciona en uno, no vaya a ser que algún lector de Anagrama pueda pensar que este libro va de siensiafisión o algo así raro. Tampoco se comenta que el origen del texto es la tesina de Carrère, y que se escribió hace unos cuarenta años. Es decir, que es un trabajo acerca de un género que se ha multiplicado, pero escrito muchos años antes de que se multiplicara.

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