La carretera, de Cormac McCarthy

La carretera

La carretera

Hay novelas que son un puñetazo en el estómago, novelas que te sacuden por dentro y te introducen en un mundo terrible donde no quieres estar, pero que al mismo tiempo te fascina, obligándote a seguir leyendo. A las pocas páginas, comienzas a advertir una extraña belleza en ese sombrío mundo que estás explorando, una belleza morbosa, retorcida, pero también extremada y paradójicamente pura. Poco después, ya eres incapaz de soltar el libro, aunque a veces te gustaría poder hacerlo. El norteamericano Cormac McCarthy es especialista en escribir esa clase de novelas, y La carretera es la última muestra de su talento.

Para muchos, la mayor demostración de genialidad sobreviene cuando con el menor número de elementos se obtienen los máximos resultados. Menos es más, dicen. Si esto es cierto, La carretera es una obra maestra –y si no es cierto, también–. De entrada, el argumento no puede ser más sencillo: una catástrofe ha destruido la superficie de la Tierra, o al menos gran parte de ella. El autor no especifica en ningún momento de qué clase de catástrofe se trata ni cuáles son sus causas, pero los indicios que salpican el texto –tierras calcinadas, nubes constantes, progresiva bajada de las temperaturas– dejan claro que se trata de una deflagración nuclear. En este escenario –una Tierra desierta y devastada– se mueven los dos protagonistas de la novela, un padre y un hijo cuyos nombre nunca llegamos a conocer. Ambos se dirigen hacia el sur huyendo del hambre y del frío; para ello, siguen el trazado de una carretera abrumadoramente solitaria. El padre empuja un carrito de supermercado con sus escasas pertenencias; el niño, de no más de diez años, le sigue mansamente. No conocemos nada de su pasado, salvo el suicidio de la madre, ocurrido poco después del holocausto. El resto del relato se limita a narrar la peregrinación de los protagonistas a través de un paisaje alucinado, y sus esporádicos encuentros con otros supervivientes, hasta su llegada al mítico Sur. Pero en ese mundo destruido han muerto todas las plantas y todos los animales, de modo que sólo quedan dos fuentes de alimentación: las cada vez más escasas conservas anteriores al holocausto… y los seres humanos.

Sigue leyendo

Fantasmas, de Chuck Palahniuk

Fantasmas

Fantasmas

Como un toro en una cacharrería; así irrumpió Chuck Palahniuk en la escena literaria con la publicación de El club de la lucha, una afilada y brutal novela que tanto podía ser interpretada como una apología del machismo, como, por el contrario, una crítica al culto a la violencia propio de la sociedad occidental. La posterior película basada en el texto, dirigida por David Seven Fincher e interpretada por Edward Norton y Brad Pitt, logró convertir a Palahniuk en un escritor de moda. Pero sus siguiente obras –Superviviente, Diario, Asfixia, Nana, Monstruos invisibles… – no llegaron, ni de lejos, a alcanzar el impacto que supuso su primera novela.

Palahniuk es un escritor excesivo, en el sentido de que su narrativa se basa en un constante ir más allá de los límites. Su prosa, sencilla y rítmica, deviene en una suerte de pugilismo que aspira a transformar cada frase en un crochet o un uppercut, como queda patente en El club de la lucha con la declaración de amor de Marla a Tyler/Jack: «Me gustaría tener un aborto contigo», uno de los diálogos más espeluznantes que jamás he leído. En gran medida, la garra de Palahniuk –y Palahniuk es un escritor con mucha garra– se basa en el exceso, pero al mismo tiempo es esa vocación de exceso lo que en ocasiones acaba lastrando sus historias. A veces, ir demasiado lejos es lo mismo que no ir a ninguna parte.

Sigue leyendo

Roma eterna, de Robert Silverberg

Roma eterna

Roma eterna

La ucronía es el género literario que desarrolla sus tramas en mundos alternativos donde la historia ha seguido un curso distinto al real, debido a que un acontecimiento del pasado sucedió de forma diferente. Dado su carácter especulativo, suele vincularse a la ciencia ficción, pues mientras ésta se pregunta «¿qué pasaría sí…?», la ucronía se plantea «¿qué hubiera pasado sí…?». Ejemplos de ucronía son El hombre en el castillo, de Philip K. Dick, donde las fuerzas del Eje ganaron la Segunda Guerra Mundial, Pavana, de Keith Roberts, que especula acerca de una victoria de la Armada Invencible, o En el día de hoy, novela en la que Jesús Torbado describe a la República vencedora de la guerra civil española.

Robert Silverberg (Nueva York, 1935) es uno de los grandes autores de la ciencia ficción anglosajona. Comenzó su carrera escribiendo novelas populares de segunda fila –y también divulgación histórica–, pero a partir de la segunda mitad de los sesenta, influido por el movimiento New Thing, decidió ampliar el alcance literario y temático de sus obras. Y así, durante un inspirado periodo que concluyó en 1976, Silverberg produjo algunas de las mejores novelas de la ciencia ficción contemporánea, como El hombre en el laberinto (1968), Regreso a Belzagor (1970), Muero por dentro (1972) o la excelente novela fantástica El libro de los cráneos (1972). Posteriormente, tras cuatro años de desengañado retiro, regresó a la escritura, decantándose por una fantasía comercial –la serie Majipoor, por ejemplo– muy alejada de la brillantez y el compromiso de su anterior etapa. Roma eterna, su última novela, parece sin embargo recuperar, al menos en parte, la ambición de sus mejores trabajos. Aunque, en realidad, no se trata de una novela, sino de once relatos ligados por un tema común. Y ese tema responde a la pregunta: ¿qué habría pasado si el imperio romano no hubiera caído nunca?

Sigue leyendo