Las segundas trampas del relato breve

“…no pidáis al sueño sino reposo”.
Antonio Machado, en Juan de Mairena

No tengo boca y debo gritar

En el cuento hay pequeños vicios en los que es fácil caer. Seductoras trampas que nos tientan con su apariencia de solución original. Cuando el cuento esté a punto, cuando ya le falte sólo ese toque final, llegarán las trampas y nos confundirán con sus prometedoras piruetas narrativas hasta que creamos que estamos dándole el aporte clave a la historia, y no: la estaremos despotenciando. Uno de estos fallos es especialmente dañino porque desvirtúa el conjunto de todo lo narrado, retroactivamente, sin remedio. Me refiero al quiebro final, ya sea un sueño o un inesperado cambio de enfoque, que, con su sorpresa, le da la vuelta a lo leído hasta el momento.

El sueño, utilizado como elemento sorpresa final, como explicación de todo, es un error de esos que chirrían hasta el punto de arruinarte la experiencia completa de lectura. Tenemos un cuerpo narrativo, y el sueño, colocado como final, invalida todo lo anterior y se arroga el supuesto mérito de sorprender, de romper con las expectativas lectoras. Lo malo es que lo hace de la peor manera posible. Hace que todo lo narrado quede átono, desvirtuado y olvidable porque, en el fondo, sólo era un sueño. Y como mecanismo de sorpresa es torpe: nada más simple que decir, “¡que no, hombre, que era broma!”, que es a lo que se reduce el recurso. Como espectadores, como lectores, como asistentes a un despliegue narrativo, nos quedamos sin asideros con los que recordar la historia y pensarla, y lo único que perdura es el chisporroteo tontorrón de la sorpresa.

El otro caso, primo hermano del sueño como recurso para terminar una historia, es el giro sorpresa. Y lo mismo: cambia tu percepción de lo leído hasta ese momento porque el autor o la autora te había llevado de la mano por un camino para que creyeras que todo era A, y, en el último instante, cambia un detalle particularmente significativo, en media frase, que hace que aquella previsible A, de repente y por sorpresa, sea, y haya sido siempre, B. Bien. Creo que provocar esa sorpresa final con un giro argumental, o con el volteo de un pequeño pero significativo detalle, es un recurso que no funciona, que no aporta nada. Es un recurso que sólo llama la atención sobre sí mismo y sus supuestas virtudes sorpresivas, relegando lo anterior a mera excusa para proyectar esa misma sorpresa.

Los dos recursos hacen lo mismo, que es decirte, cada uno a su manera, que todo lo que te habían dicho no era cierto. En el caso del sueño, el recurso es demasiado fácil: todas las historias del mundo pueden acabar así, si queremos. Hasta La metamorfosis. En el caso del giro final sin más es casi peor porque ni siquiera hay que crear un contexto onírico que justifique nada. Sólo te cambio cuatro detalles para cambiarte el todo. Hay ganas de epatar, aquí. De ser ingenioso y, en el peor de los sentidos, original.

El sueño es poco atrevido porque es una manera de justificar lo que sea, pero ya no las implicaciones, quizá macabras, que pueda tener cualquier historia, que quedarían aliviadas por la justificación de que eran un sueño, sino la incapacidad de quien escribe para saber acabar una historia, de llevarla hacia el final más consecuente, más significativo. Le quita consistencia de realidad a lo leído. La historia flota sin timón, girando sobre sí misma. Puede funcionar, claro –nada de esto es infalible– como en La mujer del cuadro (la película de Fritz Lang), pero, en general, empobrece la historia porque más que la sorpresa lo que queda es la pereza narrativa, la llamativa falta de recursos, la sensación de fraude ante una historia que se vacía de repente de significado. Y así, cualquier cosa planteada en el relato, antes de que supiéramos que era un sueño, cualesquiera reflexiones o planteamientos, quedan suspendidos en el aire por el hecho de usar el sueño como manera de des-responsabilizarte ante lo dicho. Si todo es un sueño, ¿qué más da? (También, como en la película de Lang, puede ser una liberación, ya digo que no siempre falla este recurso).

Que todo sea un sueño es como condenar lo dicho a un limbo inaccesible, en el que las cosas existen sin asideros, flotando en un entorno en el que no pasa nada si dices o si no dices, si haces o si no haces, si piensas o si no piensas. Queda claro que no hablo de la “oniroscopia”, como la llama Machado en el Juan de Mairena: “La oniroscopia no ha producido hasta la fecha nada importante”. Bien, no estoy de acuerdo. Indagar en los sueños, tener la osadía de describirlos, puede ser un reto y puede tener implicaciones y significados imprevisibles. Usar el sueño y sus danzantes coordenadas internas como cajón de sastre del que extraer un final, no.

El otro recurso, el del giro sorpresa que resignifica lo leído, es particularmente frustrante: se lee como una broma pesada que no tiene mucha gracia. Y eso es lo único que queda. No tiene por qué ser un recurso fallido, ninguno tiene por qué ser nada: todo puede ser excelente o fallido en según qué manos y en según qué momentos, todo puede tener su gracia y su razón de ser, y, bien hecho, puede ser significativo y pertinente. Muchas veces no lo es. Hasta en alguien tan consolidado como Harlan Ellison, autor de cuentos que se pueden contar entre los mayores logros de la historia de la ciencia ficción, como “No tengo boca y debo gritar”, se pueden encontrar ejemplos de estos recursos. Como en su cuento “Gnomebody”, cuyo final –decepcionante hasta el enfado–, es un perfecto ejemplo de giro final chorra que no tiene gracia, que revela impaciencia y descuido. Pongo un ejemplo pero de Ellison hay varios; por eso, con Ellison, como con otros, tengo una relación de vaivén: porque me parece que ha escrito cuentos como para enmarcar en el catálogo de la mejor literatura del siglo XX, pero por otra parte tiene cuentos, y no precisamente pocos, en los que todo queda reducido a la sorpresa efímera e irrelevante de un final inesperado de torpe ingenio.

Cuántas trampas, la escritura.

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