No cuesta encontrar en Nuestra parte de noche a la Mariana Enriquez de Las cosas que perdimos en el fuego o Los peligros de fumar en la cama, comenzando con esa fidelidad a una ambientación Argentina notorio en ese vínculo con su tradición, su sociedad o su historia. No obstante, quien busque sobre todo a esa Enriquez seguramente salga escaldado. Como se le presupone a una novela, aquí llega con una serie de cuestiones adicionales entre las que se cuenta un panorama mucho más ambicioso que entra en conflicto con parte de los valores que habíamos disfrutado. Cuando llevaba poco más de 100 páginas, bromeaba con que en Nuestra parte de noche estaba escribiendo la gran novela Argentina; una etiqueta de esas absurdas que, en su ridiculez, resume cómo entre sus cimientos está reflejar varias décadas del pasado reciente de su país en una historia que, además, se nutre sin complejos del género de terror. Lo siniestro se erige en el eje vertebrador de un argumento que se detiene en la dictadura de los militares y la posterior reinstauración democrática.
Nuestra parte de noche se divide en varias secciones. Las más extensas, el cuerpo principal, están contadas por un narrador omnisciente que relata las vidas de Juan Peterson y su hijo Gaspar. Intercaladas en esta secuencia están los testimonios de otros personajes que detallan terrenos aledaños y precisan situaciones entrevistas con anterioridad.
El primer gran capítulo, “Las garras del dios vivo”, me ha supuesto el gran problema de Nuestra parte de noche: de largo me parece lo mejor del libro. Sus 150 páginas constituyen una novela corta que atesora las grandes virtudes de algunos de mis cuentos favoritos de Enriquez (“Tela de araña”, “Bajo el agua negra”). Mientras Juan y un Gaspar apenas niño viajan por carretera desde Buenos Aires hasta las proximidades de las cataratas del Iguazú, se encadenan una serie de estampas que delimitan el drama que angustia a Juan y apuntan cuestiones relevantes comenzando con el retrato de un padre y un hijo obligados a sobrevivir a la muerte de la madre, Rosario, fallecida en un accidente no esclarecido. Con Juan apesadumbrado por la pérdida, aquejado de problemas de salud, responsabilizado por la necesidad de sacar adelante a su hijo, y aterrado de que haya heredado sus cualidades como médium.
El compromiso con lo extraño ya se hace evidente en esa Argentina de 1981 acogotada por la dictadura militar, en los estertores de su reinado de terror pero todavía presente. Se enfatiza cuando Gaspar observa el espíritu de una mujer en su habitación de hotel. Florece cuando se presenta a Tali, la hermanastra de Rosario, y su servicio a San La Muerte, un culto sincrético guaraní en Corrientes. Y se ahonda al llegar a Puerto Reyes, la decadente mansión de los Bradford, la familia de Rosario, conectada con Juan con algo más de su matrimonio. Caciques locales, pertenecen a la cúpula de una secta, La Orden, para la cual Juan vive y es mantenido. Durante unos ceremoniales ejerce de interlocutor entre nuestro plano y La Oscuridad, una deidad que se manifiesta y puede otorgar dones a cambio de un puñado de víctimas.
Este clímax cerca del final de “Las garras del dios vivo” me parecen las mejores páginas del libro, con descripciones hipnóticas como
Por fin, el médium accedía. En general marcaba a muy pocos. Esta vez eligió a una chica delgada, de pecho plano y caderas anchas, que estaba lejos de la primera línea de Iniciados aulladores, una chica que le pedía por favor con los labios, de pie, una chica que no era una loba ni una perra sumisa: una chica que parecía una serpiente, con sus ojos pequeños y su nariz chata. El médium se acercó a ella, la rodeó con sus pasos lentos, y usó tres de sus uñas doradas para rasgarle la espalda de un zarpazo. La sangre le chorreaba por las piernas desnudas, le dibujaba un cinturón oscuro: los Iniciados miraban boquiabiertos. Después contarían que los tajos, tan profundos, habían dejado ver la columna y las costillas. La chica trastablilló, pero el médium la sostuvo y, con su otra mano, que estaba volviendo de a poco a la normalidad -ya no tenía las uñas de garras amarillas, ahora tan solo era deforme y negra, reumática-, le acarició la espalda herida. Y dejó de sangrar. Y los tajos se transformaron en cicatrices oscuras, como si la mano estuviese cargada de tiempo.
La maquinaria estética entrelaza constantemente horror y dictadura: golpea con las atrocidades de aquellos años mediante una serie de situaciones abracadabrantes que se leen con el corazón en un puño. Tanto en lo factual, un horrendo vistazo a los sótanos de Puerto Reyes, como en la sugerencia, caso de ese río Paraná amenazando dejar al descubierto lo que se ocultó bajo sus aguas. Abruma todo lo que invita a detenerse, pensar, dejarse llevar… Y todavía no he aludido lo más aterrador. Cobra forma en las últimas páginas de “Las garras del dios vivo” cuando cristalizan los planes de La Orden para padre e hijo, y se postula como uno de los temas centrales de Nuestra parte de noche: las tensiones entre generaciones. Las expectativas plantadas por unos, su peso sobre los más nuevos, la lucha por abrirse camino, las diferentes maneras de ejercer la maternidad y la paternidad… asuntos retorcidos hasta extremos angustiosos.
La segunda sección, un breve interludio en el que un médico a punto de ser devorado por la Oscuridad recuerda cómo intervino para salvar (y, a la vez, condenar) a Juan durante su niñez, funciona como pausa para aportar información antes de entrar en “La cosa mala de las casas solas”. La tercera sección de Nuestra parte de noche, un gatillazo que me temo pierde pie respecto a los logros anteriores, mitigados aquí por su propósito central: el retrato del paso a la adolescencia de Gaspar, que se convierte en generacional con el protagonismo de Pablo, Victoria y Adela, su grupo de amigos.
Ya desde su inicio, la búsqueda del desaparecido perro de Victoria, incide en un cambio de foco que se subraya con la manera en que el pasado neblinoso se exterioriza, capitalizado por la muerte de la madre de Gaspar y el misterioso brazo mutilado de Adela, o el descubrimiento de la sexualidad. Este relato está aderezado con acontecimientos que acentúan el momento y el lugar donde ocurren (entre 1985 y 1986), desde la erupción del Nevado del Ruiz a la victoria en el mundial de México. Y aunque algunos potencian el descubrimiento de las facetas más oscuras del mundo adulto, la narración se amansa en una serie de recovecos que me han parecido escasamente atractivos: dotan a los jóvenes de bagaje y al escenario de relieve a costa de someter a Nuestra parte de noche a un tratamiento con ketamina, del que apenas sale cuando se sustancian un enfermizo y displicente Juan o la amenazante presencia de una casa vecina.
En comparación, el cuarto acto, “Círculos de tiza”, resulta más ágil. Prescinde de los meandros narrativos y reafirma este nuevo curso con un estilo más directo al afrontar dos relatos: la vida de Rosario antes de tener a su hijo (entre 1960 y 1976) y, más brevemente, el pasado de La Orden. Esto último me sitúa ante mi dificultad con las historias que eligen eliminar cualquier misterio y licencian de un plumazo la sugerencia para decantarse por contarlo absolutamente todo de un tema concreto. Así, Enriquez detalla los hechos más relevantes desde la formación de la secta en el siglo XVIII, y reafirma el desprecio de los elegidos frente a los que menos tienen, con todo el clasismo y el racismo que podemos imaginar. Por el camino dilapida el enigma mítico de un período con el que, sin duda, esa actualidad de Rosario, Juan y Gaspar guarda conexiones pero subraya en exceso aspectos que ya tenían sus propios recodos. Al menos no agota como hacía parte del relato de los niños de “La cosa mala de las casas solas”.
Mejor urdido me parece el viaje de Rosario a Londres para experimentar el Swinging London y sus círculos más bohemios, caracterizados por su pasión por la música, la moda y los devaneos con un ocultismo en el que agarran las mejores páginas de “Círculos de tiza”: el descubrimiento y exploración de una realidad ajena. Todo un descubrimiento donde se cruzan el atractivo y nauseabundo contacto con una deidad Lovecraftiana con los delirios más carnales de las entidades Barkerianas. El aliento final termina de reconciliarme con un texto que no me ha importado sacrificara tantos detalles en el altar de lo concreto.
Tras un nuevo interludio en la forma de las notas de una periodista que, documentando las atrocidades de la dictadura, desemboca en la historia de Gaspar y sus amigos, llega “Las flores negras que crecen en el cielo”. El gran final que, si no me equivoco, toma el título de una de las últimas canciones compuestas por Richey Edwards antes de su desaparición. Como tantas cosas en Nuestra parte de noche, nada está dejado al azar y esta canción que habla sobre los animales que viven enjaulados preside el capítulo que empieza con Gaspar enclaustrado en La Plata, batallando por sobreponerse al trauma de “La cosa mala de las casas solas”.
El aspecto más relevante de este último acto, encuadrado en el decenio entre 1987 y 1997, es el anhelo de libertad. Aunque ya se había manifestado, sobre todo en “Círculos de tiza”, aquí se convierte en el pivote de cada acción, enfatizado por la interacción de Gaspar con los sindicatos estudiantiles, un grupo bohemio, la comunidad gay de La Plata en lo peor de la epidemia del SIDA, y el grupo de amigos de “La cosa mala de las casas solas”. Sus relaciones, desplegadas aquí con más enjundia, conducen hacia una resolución donde la cúpula de la Orden se revela en toda la mezquindad y estupidez posibles. En un sentido muy amplio que planta al lector ante un desenlace extrañamente resolutivo frente a la morosidad de muchas páginas previas.
Llegados a este punto, toca entrar en la globalidad de Nuestra parte de noche. En definitiva… ¿La recomiendo? Y un mes después de terminarla, confieso que más allá de su heterogeneidad; de ciertas elecciones sobre qué contar, qué no y cómo hacerlo; de cómo “La cosa mala de las casas solas” casi me empuja fuera; de mi impresión que el texto termina tocando demasiados palos… acumula una serie de logros que sobrepasan ampliamente esas carencias. La maduración de Gaspar y cómo su relato personal, vehículo del de su familia, se convierte en el de su país y su sociedad me parecen ejemplares. En los grandes asuntos, muchos ya especificados, pero también en los pequeños, en un texto inspirado al tratar las consecuencias del colonialismo y el neocolonialismo, la lucha de la diversidad para abrirse camino entre la represión, o la atmósfera de perdición y podredumbre asociada a una tradición aplastante. Además, en este retrato de las tensiones entre conservadurismo y progreso, la fantasía oscura se reivindica como clave básica. En cierta forma que una obra así construida haya convencido al jurado del Premio Herralde reafirma el tamaño de Nuestra parte de noche.
Supongo que su carácter desmesurado, de novela río con subidas avasalladoras y varios estiajes, puede suponer un muro para quienes demanden homogeneidad, un argumento nítido, un texto más contenido. O para aquellos que deseen una sugerencia más contenida, menos abigarrada y exuberante. Pero también, para los que buscan este exceso, además de propósito y evocación, Nuestra parte de noche supone una promesa. Sus múltiples niveles se alinean en una secuencia cuya magnitud se barrunta desde la primera página, progresa y se acumula durante toda su extensión y no termina de atarse hasta un final que me ha satisfecho más allá de la suma de sus partes. En esta tesitura, la decisión de Enriquez por avanzar en este camino es una invitación para quienes demandaban mucha más claridad de sus relatos, aceptando que para penetrar en su interior requiere equiparse con un machete. Y la paciencia de perseverar cuando la vegetación amenace con sacarnos del camino.
Nuestra parte de noche (Anagrama, Colección Narrativas hispánicas nº636, 2019)
Rústica. 672 pp. 22.90 €
Ficha en La web de la editorial
Gran reseña, deseando ponerme con este libro …!! Saludos !!
Será que está fuera del contexto general, pero la descripción seleccionada no me parece hipnótica en absoluto, más bien normalita, a lo más cumplidora. Habrá que leer la obra para ver si vale el esfuerzo de lectura, porque lo que son sus cuentos, tampoco me parecieron nada del otro mundo, como muchos pregonan. En fin, a darle el beneficio de la duda.